Elogio de la trompetilla (o pedorreta). Primera parte
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He aquí un dato interesante: la trompetilla es invención cubana. Al menos eso me dijo un amigo mío de La Habana con el que conversé en un bar de la Calle Ocho, en Miami. Este amigo se llama Cheo, y es distribuidor del Herald.
Definamos. Esa es la mejor manera de empezar cualquier cosa, sea un romance, sea una argumentación teológica. Por trompetilla –o pedorreta– se entiende un “sonido que se hace con la boca, imitando el pedo”. No pido perdón por esta palabra, pues la definición de “pedorreta” no es mía, sino de la Academia. Es su pedo. La docta corporación no recoge la voz “trompetilla”, en el sentido en que nosotros la usamos, y tampoco la registra doña María Moliner, que es más detallista. Si la define, en cambio, don Francisco J. Santamaría en su “Diccionario de Mejicanismos”, y dice que es ruido que se hace con la boca en son de burla.
Desde el punto de vista filosófico la trompetilla es protesta chocarrera, contundente argumento que desarma, efectiva manera de volver a la realidad a quienes se han salido de ella por cursilería, solemnidad, grandilocuencia, melodramatismo, pedantería o necia vanidad. La trompetilla es útil para defenderse uno de cosas como la poesía coral, los concursos de oratoria, las canciones de protesta y otros males que aquejan a la especie humana. Contra esas amenazas una trompetilla es más contundente que una embestida del acorazado “Potemkin”.
Recuerdo a un infeliz que andaba por las cantinas de Saltillo recitando poemas de Carlos Rivas Larrauri. Decía uno que se llama “Hospital Morelos”. En ese poema un niño llora la muerte de su madre. Otro niño le dice que él sí tenía mamá, la cual en esos días estaba en el Hospital Morelos, pues se hallaba algo indispuesta. No sabía la inocente criatura que ese hospital era el de enfermedades venéreas, y que a él eran llevadas las prostitutas. El otro niño, el huérfano, que ya sabía las cosas de la vida, declara entonces: “Más vale no tener madre que tenerla en el Morelos”. No sé, habría que discutir un poco la cuestión.
El caso es que el declamador que digo te agarraba por las solapas cuando decía aquel poema, como si tú fueras el niño que tenía a su mamá en el hospital, cosa que no era cierta, pero nadie lo interrumpía nunca, pues los borrachos sienten un gran respeto por las manifestaciones culturales. Ya casi nomás ellos sienten ese respeto, muy elogiable, digo yo.
Cierto día que el recitador estaba asestando a los parroquianos del “Cuauhtémoc” aquellos sonorosos versos, un bebedor que no sentía respeto por las manifestaciones culturales le espetó una sonora trompetilla en el momento más dramático. Se puso como energúmeno el declamador, y quería matar al irrespetuoso sujeto con un sacacorchos, que fue lo primero que halló a mano. Se armó la de San Quintín. Unos defendían al que los salvó de la manifestación cultural y otros salieron por los fueros de la poesía. Acabó al fin la zacapela –el cantinero apagó la luz–, pero ya no siguió el declamador. Se le había acabado la inspiración, nos dijo sudoroso y agitado, rojo aún por la cólera que lo inflamó a causa de aquel sonido ingrato.
Hizo mal en enojarse. La manera de responder a una trompetilla es...
(Continuará mañana.)
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