‘De sentón’: una anécdota sobre Tomás Álvarez en Saltillo
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El año de 1953, si no recuerdo mal, vino a Saltillo la compañía de zarzuela y opereta de Pepita Embil. Ella, junto con su marido, don Plácido Domingo padre, hacía las delicias −así se decía entonces− de todos los públicos con sus lucidas interpretaciones de aquellas obras que tanto gustaban a la gente: “La Viuda Alegre”, “Luisa Fernanda”, “El Conde de Luxemburgo”, “Sangre de Artista”, “La Duquesa del Bal Tabarin”...
En la compañía figuraban artistas muy brillantes: Marianela Barandalla, soprano de rubia belleza; Salvador Elizondo, tenor muy galán; doña Sara López, actriz de carácter, española, que no dejaba nunca de abrir con sus chistosas morcillas el grifo de la carcajada del público; Pepe Elizarrarás, tenor cómico simpatiquísimo...
Venía también con doña Pepita y don Plácido el notable barítono Tomás Álvarez, dueño de una privilegiada voz de gran belleza y calidad.
Se presentó la compañía de Pepita Embil en el salón de actos de la Sociedad “Obreros del Progreso”, por la calle de Allende. Todas las funciones se vieron muy concurridas por “el culto público de Saltillo” que llenó el teatro noche a noche todas las que duró la breve temporada.
En una de esas representaciones correspondía a Tomás Álvarez dejarse caer de golpe en un sillón de jardín, uno de esos sillones con cojines puestos sobre bandas. Pero tan de golpe se dejó caer que las bandas se abrieron, cedió el cojín y el artista cayó sonoramente al suelo, golpeándolo con salva sea la parte. No fue eso lo peor: quedó el cantante con las piernas al aire, en posición incomodísima, aprisionado por el traidor sillón, todo entre la incontenible risa de los asistentes, que no pudieron menos que celebrar el predicamento del actor. Salió por fin de su apuro, ayudado por sus compañeros, y recibió un aplauso consolador de parte de la concurrencia, con lo que pudo seguir la representación.
Al final de la obra venía una escena importantísima. El marido de la primera dama sospecha que ésta lo engaña con el barítono. Viene la escena cumbre en la que los dos hombres van a tener, a solas, una explicación. El esposo ordena a Tomás Álvarez que tome asiento. Don Tomás, muy poseído de su papel, se iba a sentar con actitud muy digna. Pero se detuvo, recordando el trágico suceso del acto anterior, y antes de sentarse procedió a comprobar, tanteándolos cautelosamente con las manos, si ahora sí estaban firmes los cojines, y si no se abrirían otra vez para sumirlo nuevamente en el ridículo.
Ante esa gracia de Tomás Álvarez la gente estalló en un aplauso, y otra vez la risa, igual que antes puso marco al apurado trance del artista, festejó ahora su ingenio. ¡Felices días aquellos en que los saltillenses gozaban con cosas que por ser de tan poca importancia importaban mucho!
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