Gofo
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La primera vez que Gofo estuvo en mi casa fue para exorcizar unos “demonios” que se me habían alojado en “el ático”. Expulsarlos le tomó sólo cinco minutos, dejándonos el resto de la noche para conversar sobre música, películas y beber cervezas.
Literalmente con el canto del gallo -y sólo porque tenía una misa que oficiar media hora después- montó en su motocicleta y se marchó a todo galope, sin esperar pago o agradecimientos, como habría hecho El Santo o el Llanero Solitario.
Me cuesta mucho aceptar que se ha ido para siempre. Que no volveré a escuchar su risa, que ya no está pendiente una próxima vez, que el teléfono no me va a volver a sorprender a altas horas para trasnochar hablando de esto y aquello.
Inmerecidamente he recibido muchas condolencias tras su partida. Me siento totalmente indigno, ya que Adolfo cosechó amigos de muchos, muchos años, de incontables aventuras, batallas y causas sociales a las que se consagró en cuerpo y alma; amén de tener una familia amorosa que estuvo peleando a su lado hasta el último aliento.
Pero recojo todas esas muestras porque sé que es la ruta que mucha gente encontró para rendir su cariño y admiración a uno de los hombres más valientes, congruentes, lúcidos y plenos que haya dado esta tierra en la que no precisamente abundan los de su clase.
¡Qué duro me está resultando escribir estas líneas! Estoy tristísimo, pero por razones eminentemente egoístas. Aunque supongo que toda aflicción es en esencia consecuencia del egoísmo.
Yo sin embargo tenía planes (absurda costumbre que tenemos los hombres de hacer planes), planes para la próxima vez que nos viésemos; planes para hacer un viaje nomás pasando la pandemia, y planes para que me enseñara a manejar la motocicleta. Mis planes me los puedo ahora meter en el...
Dichosos los que creen, los que tienen la ilusión o la esperanza de reencontrarse, de que volveremos a vernos todos algún día. Yo no creo y esa fue la piedra fundacional de mi amistad con Adolfo: El ateísmo y un apego absoluto al entendimiento objetivo del universo y del género humano.
De manera que para muchos es inexplicable el ejercicio de su ministerio sacerdotal, al grado de llegar a suponerlo un “cristiano de closet” (gente que se dice descreída pero alberga en algún recóndito lugar de su corazón la llama de la fe). Lo mismo piensan algunos de mí.
¡De ninguna manera! Adolfo sabía que la muerte era el final definitivo de todo, que no hay Gloria Eterna ni Resurrección esperándonos al otro lado; de tal suerte que lo único inteligente que nos queda por hacer es vivir a plenitud, ser proactivos y buscar siempre los mejores estímulos para nuestros sentidos lo mismo que para el intelecto, que cultivándolo se mantienen a raya el miedo y la superstición.
Gofo fue maestro consumado en cada área del vivir: Su corpulencia daba fe de lo mucho que disfrutaba la buena comida; podía beber cerveza toda la noche sin que su conversación o ideas perdieran un ápice de coherencia y claridad. Y estaba permanentemente entregado a la lectura de dos o tres libros. Ese amor a las letras era la luz que le hacía resplandecer y que por desconocimiento tantos confundían con iluminación mística.
Cualquiera que lo haya conocido sin embargo podrá dar testimonio de sus dos grandes romances: La música y el cine, de los que podía estar hablando por horas, con un brillo infantil en la mirada, no de ingenuidad sino de honesta emoción.
Todo ese inmenso bagaje lo ponía al servicio de su prédica y de su homilía, pues su gran preocupación era provocar en la gente un despertar de la conciencia. Dicho despertar significaba (significa) liberarse de atavismos, de ataduras y de nuestra ignorancia colectiva, de la cual se aprovechan las élites políticas, gubernamentales, empresariales y también -cómo no- las religiosas, incluida la “Santa” Madre Iglesia.
Gofo sabía muy bien que en vida no llegaría a ver a la sociedad emancipada como tanto le habría gustado, pero eso no lo hizo desistir de intentarlo haciendo su parte con entera honestidad, tomando parte activa en causas civiles, en defensa de los pobres, los vulnerables y las víctimas de nuestro deficiente sistema de justicia.
Entendió que en estas luchas el poder de la investidura sacerdotal le venía muy bien y que si históricamente se utiliza para explotar la credulidad de la gente, muy bien podía emplearse también para ayudarla a salir de sus tinieblas.
No acabaría de hablar de él y hacer alarde de lo cercano que llegamos a ser en estos últimos años rayaría en la más vulgar presunción y en la odiosa costumbre de hacer que todo se trate de uno mismo (aunque si hay algo que vale la pena presumir, es la calidad de nuestros amigos).
Es comprensible el asedio del que socialmente Gofo era objeto (todos buscaban su presencia, su opinión, su aval), ya que tenía estatus de ‘rockstar’ y en un estricto sentido lo era, de allí que se le conozca mucho, se le admire tanto y se le comprenda tan poco.
Desde que un error médico destruyó por completo sus funciones renales, Gofo estaba bien consciente de que su vida había sido drásticamente acortada, pero hablaba de ello con total tranquilidad.
Miraba a la Muerte a los ojos, sabedor de que gracias a una vida plena, él le había ganado la primera partida, la más importante; y que de la segunda y definitiva nadie regresa, por más que nos vendan el cuento de la Resurrección.
Muchos de sus amigos y admiradores quizás quieran honrarlo y no sepan cuál es la mejor manera de hacerlo.
No pierda el tiempo con oraciones y plegarias. Asegúrese mejor de vivir bien y de hacer el bien.
Cultívese: Esta noche lea un buen libro, mire una buena peli, escuche un buen disco; escoja algo que le ponga a pensar, que mueva su intelecto. No tiene que ser arte elevado, pero sí es obligatorio usar el sentido crítico. Coma y beba bien, no por vicio, sino como una celebración. Sea consciente de lo afortunado que es.
Aprenda a escuchar, ábrase a ideas nuevas que reten a sus creencias más pétreas; déjese de supersticiones (santos, dioses y demonios); haga el bien por convicción, no porque anhele el Paraíso. Súmese a las causas justas, no desde la caridad sino oponiéndose a los tiranos.
Y tenga bien claro que la promesa de la vida eterna es sólo eso, una vaga promesa, ya que lo único seguro es el tiempo que tenemos aquí en la Tierra.
¡Usted también, monte en su motocicleta y cabalgue hacia el amanecer!