Hanal Pixán o banquete para las almas
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Me fui de viaje para disfrutar de unas buenas y merecidas vacaciones en las paradisiacas playas de Cancún, y lo más genial fue que tuve la oportunidad de disfrutar de una de las celebraciones más importantes en nuestro país, después de mi cumpleaños y la Navidad, como ya sabemos, claro. El Día de Muertos.
Estando allá, no sé si fue el alcohol, la comida o todo el tabaco que fumé, que me vino ese momento de reflexión y me puse a pensar acerca de los orígenes de esta tradición.
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Muchas de las cosas que hoy creemos que son indígenas, en realidad son coloniales, de la época de la evangelización. Tal como el altar de muertos, que tiene una mezcla enorme entre la cultura prehispánica y la colonial. Un sincretismo total.
Es bien sabido que el Día de Muertos se celebra los días primero y dos de noviembre que, no por casualidad, son el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos en el catolicismo. Y aunque es una tradición de origen indígena, que según los historiadores al mezclarse y fusionarse con las creencias católicas, ha dado origen a una festividad que sigue evolucionando con el paso del tiempo.
A ninguno nos queda la menor duda de que el catolicismo ha tenido la habilidad de absorber las fiestas en su calendario litúrgico, así es como terminamos con los árboles de Saturnalia en Navidad y los huevos y conejos en Pascua, y precisamente algo así ocurrió en México con esta fiesta.
Una de las cosas que llamó mi atención es que no lloran, en verdad, en este tipo de celebración, y cuando digo celebración no me refiero solamente a una fiesta; se puede celebrar desde una boda hasta un funeral, aunque en ambos casos no hay gran diferencia tampoco, pero aquí no se acostumbra llorar.
Verá los aztecas honraban a los muertos con celebraciones y rituales durante la época de la cosecha. Y veían la muerte como una especie de comienzo de una nueva vida o un nuevo ciclo. Justamente ahora mismo estamos en la estación de la muerte: los días son más cortos, el aire más fresco y las hojas cambian de color. En primavera se plantan los alimentos y nacen los animales; en verano crecen, en otoño llega la cosecha y en invierno las cosas mueren.
Por estas razones, esta celebración ve la muerte no como un final, sino como el paso a una siguiente etapa. La muerte no tiene que ser necesariamente triste o aterradora. Nuestras vidas tienen estaciones y ciclos, como todo lo demás.
Bernal Díaz del Castillo, un español que participó en la conquista de México, también se preguntaba ¿por qué los prehispánicos no lloran a sus muertos? La conclusión a la que llegó era bastante simple. Porque se los comían.
Así es, en ese tiempo a los difuntitos les cortaban las partes más carnosas y las ponían en una comida que ellos llamaban “tamalli” y eso se lo daban de comer a los que iban al funeral, por así decirlo.
Imagínese, se muere su compadre Juan de los Tomates, ¿por qué habría de llorarle si ya se lo comió? Ya vive en usted, ahora son como dice esa famosa canción, “ya son uno mismo whoa oh”.
Si usted se come una res, un bistec, el proceso de digestión no es otra cosa más que las células de esa res convirtiéndose en células suyas, células humanas.
Entonces, si ya se comió a su compadre Juan, el compadre Juan ya se convirtió en parte suya, ya vive dentro de usted, ya no hay necesidad de llorar.
Esto no es otra cosa más que el mismo concepto de la comunión católica. Comerse un muerto para que viva dentro de nosotros, sólo que los prehispánicos lo hacían en bruto.
En ese tiempo los monjes se espantaban al ver cómo dejaban al pobre muertito en huesos, mismos que juntaban y los dejaban encima del altar, y fueron estos mismos monjes, viendo todo esto, que se preguntaron “¿cómo podemos hacer para que dejen de hacer estas cosas? Pues hagamos un pan”. Así es, se les ocurrió inventarse un panecillo.
Y todo este argüende se hizo para quitar una costumbrita poco agradable para nuestros “colegas” españoles, pero como dice el chapulín colorado, “no contaban con nuestra astucia”, ya que nuestros antepasados indígenas le empezaron a meter carne del compadre Juan al pan, y esto se convirtió entonces ya en pan del muerto o de muerto, como quiera llamarle.
Así que de origen 100 por ciento indígena no tiene nada, sólo recordemos que en esa época aquí no había trigo, el pan se elabora con trigo, y este llegó gracias a los españoles.
Otra curiosidad que tenían los aztecas era que ellos acostumbraban a conservar los cráneos de las víctimas de sacrificios y mostrarlos en sus rituales. Y como éramos muy fanáticos de las calaveras y las poníamos en todos lados, en honor al dios de la muerte que era Mictlantecuhtli, que en el equivalente actual sería la Santa Muerte, y precisamente el templo de Mictlantecuhtli estaba ubicado justamente en lo que hoy viene siendo Tepito.
Pues nuevamente estos monjes españoles, para evitar esta práctica, se les ocurrió inventarse unas calaveritas de dulce, así evitaban que nuestros antepasados anduvieran con todas esas prácticas.
El Día de Muertos es recordar, y como dicen que “recordar es volver a vivir”, precisamente volvemos a vivir junto a esas almas que han pasado a su siguiente estación y que en estos días tienen la oportunidad de regresar y estar con nosotros y las personas que las querían. No podemos compartir el mismo reino que ellos durante todo el año, pero podemos compartir la cena y las bebidas durante una noche.
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De ahí surge el Hanal Pixán, que traducido del maya, significa “un banquete para las almas”, un banquete para compartir con esas almas que ya no están en nuestro mismo plano, pero que sólo por una noche se hacen presentes con nosotros.
Honremos nuestra cultura, nuestro origen, pero sobre todo honremos a nuestros seres queridos. Al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?
Por cierto, agradezco enormemente al chef Walter Guadalupe Tun Dzul y a toda la comunidad maya por permitirme vivir esta maravillosa experiencia.
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