Palabras duras, mano de atole
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Hace unos días, el Geppetto con acento de lanchero que comanda esta nación pozolera que inicia ya su ciclo de celebraciones, permaneció varado por un bloqueo de maestros de la CNTE quienes invariablemente tienen razones para hacer desmadre.
La agenda presidencial se congeló durante dos horas. Ahora bien, que diga usted: “¡Qué bruto! ¡No! Las consecuencias de esta paralización son catastróficas y quizás el País tarde décadas en subsanar este rezago para el desarrollo”, pues tampoco. Lo cierto es que para hacerse guaje y maje, el Presidente perfectamente lo puede hacer desde su vehículo como los hace todos los días en cadena nacional desde la mañanera.
No. La gravedad está en la mucha importancia que Andrés Manuel le otorga a su persona contra la muy poca que le da a la investidura presidencial que porta. Me explico: En cualquier país de instituciones, obstruir las vías de comunicación ya es de por sí inaceptable bajo cualquier excusa o causa así sea noble y justa. Pero bloquearle el paso al Presidente quien, nos guste o no, encarna todas las necesidades, preocupaciones e intereses de todos los mexicanos (otra vez, le guste o no) es un atentado contra la soberanía nacional. Eso simplemente no se tolera.
Sólo imagine por un momento que un buen día tiene usted la peregrina idea de obstruirle el paso a la bandera mientras la porta una escolta militar. Sobra decir que le pasarían por encima, le partirían su madre y a lo que quedara de usted le levantarían cargos por ofensas y atentados a la Patria.
Bueno, pues AMLO es, digamos, la encarnación de la bandera (por tercera vez: gústele o pésele): “y cualquiera que le obstruyere el paso habrá de ser disuadido por una rociada de chingaxos cortesía de nuestro glorioso Ejército Mexicano”, lo dice en la Biblia y la Constitución.
El Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza, pero también la obligación de emplearla en estos casos. Consentir este tipo de agravios sienta un precedente de vulnerabilidad y de debilidad, aunque dicho precedente ya lo estableció hace tiempo un señor llamado Ovidio.
AMLO dice que el Presidente no puede ser rehén de nadie y en eso la razón le asiste totalmente. Pero en vez de despachar a los manifestantes con rigor, como dicta el manual, prefirió sacrificar el interés de la Nación por dos horas, claro, como que él mismo se ha encargado de abaratarlo mucho.
Esto evidencia -una vez más- que AMLO se sigue comportando como candidato porque nunca ha dejado de ser candidato; y que jamás ha entendido lo que supone ser Presidente Constitucional, Jefe de Estado y de Gobierno, Titular del Poder Ejecutivo y Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas.
Él prefiere seguir siendo el Andrés Manuel buena onda y continuar cosechando votos para una fabulosa elección próxima que sólo existe en su imaginación y que lo convertirá en Rey perpetuo de México y Monarca absoluto del Mundo. “¡Ándele pues, güelito! ¡Sí, ya acuéstese! (¡Alguien llévese a papá Andrés que ya está necio!)”.
Ningún jefe de estado puede permitirse el lujo de estar cautivo ¡dos horas! por un puñado de inconformes (con buenas razones o no). Todas las razones jurídicas le asisten para barrerlos de un manotazo militar. Y si no lo hace, no se crea que es por humanismo ni por magnánimo, sino por el costo político que ello tendría.
Esta forma hipócrita de ejercer el poder (duro con los adversarios políticos, pero endeble a la hora de cuidar la gobernabilidad) parece distintiva de AMLO, aunque en realidad se ve replicada por administraciones de cualquier nivel, de cualquier color, porque todos los gobiernos tienen los ojos puestos en la siguiente elección. Y ya sea por cuidar los intereses del partido o los de un proyecto político personal, es que se pasan por alto auténticas violaciones al estado de derecho.
Ahora una pregunta que -le juro- intenta ser reflexiva más que provocadora: ¿Sería fascista un gobierno que obligara a su población a vacunarse?
Los anti-vax seguro clamarán que sí, que sería un atropello a la libertad y que están en todo su derecho a elegir. Pero lo cierto es que tratándose de un asunto de salud pública y de proteger el interés de la amplísima mayoría de la población, se convierte en un tema de seguridad nacional.
Yo me pronunciaría de hecho por el veto a personas sin vacunar de espacios públicos y de toda suerte de trámites oficiales; y también en favor de la vacunación obligatoria (es forzosa desde que somos niños, así que ni lloren ni se hagan los sorprendidos). Pero a nuestros gobiernos les temblaría mucho la mano antes de adoptar una medida rígida, sí; autoritaria, sin duda, pero eminentemente legítima y, sobre todo, positiva para la recuperación de la catástrofe sanitaria y económica que representa la pandemia.
Jamás se atreverían. Como siempre, les es más sencillo dejar que un grupo se salga con la suya que asumir el costo de ser autoridad, aunque con ello socaven el interés más elevado de la mayoría.
¿Vacunación obligatoria? Por mí estaría bien, aunque sé que no ocurrirá: En primer lugar, porque nuestros gobiernos (todos) los conforma esencialmente una bola de pusilánimes. Y en segunda, porque para obligarnos a la vacunación debería haber primero suficientes dosis para dar cobertura total a la población. Y al viejito presidente que se queda prisionero en su propio vehículo, como que simplemente no le interesa comprarlas.