El viento y el desierto
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Son los últimos días del año, y la fuerza del sol se anuncia en lo alto de la barda. “¡El sol, esta hermosura de sol!...”, diría Antonio Machado, el poeta. Estalla con primorosa potencia al tiempo en que se escuchan por doquier los cantos de las aves. En un concierto sin ton ni son, cada cual emite un sonido distinto que en la mezcla se vuelven armónico.
Trato de verlas a través de la ventana de la habitación, pero no aparecen cerca. Su plumaje se distingue a la distancia, en medio de los árboles de una Ciudad Deportiva que ya ha visto caer la mayoría de sus hojas, en un perpetuo Otoño, en el naciente Invierno.
Ayer domingo la fiereza del viento debió de haber terminado con las últimas que se sujetaban a las ramas. Hacia la mitad de la tarde, luego de una mañana brillante, llena de luz, el sol se ocultó inesperadamente. El viento comenzó a soplar de una manera que trajeron al recuerdo las jornadas de febrero o las de marzo, y particularmente los días de la Semana Santa, en nuestro polvoriento Saltillo.
Por la noche, se acentuó la fuerza del viento, y la mañana del domingo, persistió en lo que parecía engañosamente una cierta suavidad. A la suavidad, venían los arranques inmisericordes de un aire fortalecido para azotar las ramas de los árboles, sus hojas ya en despedida, sus flores de Invierno.
Las naranjas en su dulce redondez imperfecta, iluminan como pequeños soles el jardín. Les acompañan en su luminosidad aventureras rosas que se abren en cualesquier temporada, y en sus espinas recolectan el agua que necesitan para vivir. Igual, más allá, también con sus feroces espinas, pero espléndidas en las tonalidades de la flor, aparece la bugambilia. La luz de sol ilumina sus flores de modo distinto: unas aparecen más rosadas que otras, unas más color naranja, aquellas casi amarillas.
Lo dice, entrañable, Octavio Paz, en “Libertad bajo palabra”, con este poema dedicado al
Viento
Cantan las hojas,
bailan las peras en el peral;
gira la rosa, rosa del viento, no del rosal.
Estos últimos días del año para celebrar la vida, celebrar la amistad. Esta vida que estalla en luces de colores, imágenes y sonidos. Que se hace presente en el trino de esas aves que deciden quedarse un poco más, alargar aquí su estancia pues, felizmente para nosotros, no ven para cuándo caerá el Invierno. Aves que dulcifican el alma de quien no puede ver. Luces que fortifican el alma de quien no puede oír.
Es como ese viento de paso presuroso el año que se va, acompasado por el ineluctable tic-tac del reloj. Con las palabras de Paz, el epílogo:
todo es del viento
y el viento es aire
siempre de viaje…
Sabores del desierto
Una historia. Una bella historia. Ella trabajaba en el Instituto Mexicano del Seguro Social. María de la Luz Cortez tenía ya una niña, y estaba embarazada de un varón. Su actividad le merecía mucho trabajo físico, así que un día su jefe le cambió al área de Cocinas del IMSS.
Ahí, cuando aspiraba el aroma de los alimentos, sentía en su vientre las pataditas del bebé que llevaba consigo. Nació Jesús Salas. Un simpático niño que, a través de los años, desarrollaría un especial sentido del gusto. Pasó infancia y adolescencia disfrutando de ello, hasta que sintió que su gusto se estaba convirtiendo en una pasión. Llegó a la Universidad.
A la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Autónoma de Coahuila, donde escribió un trabajo de semiótica del desarrollo urbano de Saltillo. Autor de un libro dedicado al estimado Padre Patricio Quinn, y de productos culturales como el documental “Para sarapes los míos”, armó luego su tesis de la maestría en Promoción Cultural, sobre “Sabores del desierto”.
Vino con ello, después, el que un número importante de mujeres cocineras de los cañones de Arteaga, así como de Viesca, dieran a conocer el estupendo trabajo culinario realizado en sus hogares. Para abrir al mundo el conocimiento de que su comida tradicional es un patrimonio cultural intangible valiosísimo. Con “Sabores del desierto”, a la que la integran una rica exposición gastronómica, acompañada de útiles talleres, Jesús Salas fortalece un sentido de identidad y pertenencia indispensables para todos nosotros, habitantes de un territorio que ofrece comidas nacidas en nuestro semidesierto. A la sazón, Jesús fue invitado al Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, organismo consultor de la UNESCO, como delegado de Coahuila.
Su vida inició entre los cálidos aromas venidos del fogón. Vivió con su abuela Manuelita Herrera entre panes y atoles. Con ella molió chile y ajo para hacer pipián, y gracias a ella y su madre amó la comida mexicana. Hoy, el fogón continúa encendido para todos quienes alrededor de Jesús nos congregamos para celebrar eso también: la vida.