Machos y remachos
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Le preguntaron a un sujeto:
–¿Es usted metrosexual?
–No –respondió el tipo–. Me faltan unos centímetros.
Hace algún tiempo salió esa moda, la metrosexualidad. A tal estilo pertenecían los hombres que gustaban de cuidar su aspecto y su vestuario, sin que eso quisiera decir que fueran sarasas o adamados, vale decir con tendencias a lo feminoide. Los metrosexuales usaban cremas faciales y de cuerpo; se hacía pulir y barnizar las uñas de las manos –y de los pies también, supongo–, y llevaban ropa interior de telas vaporosas. Eso no significaba, lo repito, que fueran gays, aunque algunos no descartaban la posibilidad de serlo eventualmente, si se les presentaba la oportunidad. Nadie diga de esta agua no beberé.
Y es que ya casi nadie practica la homofobia, aparte de algún rabioso y deslenguado cardenal proclive a las injurias y calumnias. Me enteré de algo que sucedió en una cabecera municipal perteneciente también al Estado de Jalisco. Los periódicos traían a mal traer al
Alcalde del lugar, un rudo hombre de campo. Lo acusaban de haber iniciado una campaña en contra de los homosexuales. Esto llamó la atención de un canal de televisión nacional, y un reportero fue con cámaras y micrófonos a entrevistar al cerril edil.
–¿Es cierto, señor Alcalde –le preguntó– que usted discrimina a las personas de preferencias sexuales diferentes?
–¿A quién? –preguntó el hombre, sin entender.
–A los homosexuales –precisó el entrevistador–. ¿Es cierto que usted discrimina a los homosexuales?
–No es cierto –manifestó, enfático, el político–. Precisamente acabo de contratar a unos putitos para que me organicen el próximo baile de disfraces. A ésos les da por ahí.
Ahora ha surgido una distinta moda: la de los hipersexuales. Según ese nuevo estilo, el hombre debe ser hombre-hombre. Nada de afeites ni de aceites; nada de requilorios o faralaes; nada de tangas o calzoncitos de colores y ajustados. El másculo debe tener aspecto masculino, y si es necesario rasurarse en seco y con cuchillo, como Robert Mitchum en “El cielo fue Testigo”. Para saludar a otro hombre debe decir con voz ronca: “Quiubo, cuñao”, y al referirse a la mujer debe emplear la expresión “mi ruca”, si es la propia, o “mi mollete” si es ajena. Debe mirar de sololayo, como decía mi tío Raúl, o sea de soslayo, y escupir por un lado, igual que hacía Humphrey Bogart.
El hipersexual no puede darse el lujo de aquel muchacho gay de los años 50 en Saltillo. Tuvo que hacerla de chaperón, pues su hermana iba a ir a un baile con un buitre de la Narro, y sus papás no la dejaban ir sola. La chica le pidió a su hermano que por caridad de Dios actuara como si fuera hombre, aunque fuera por ese solo rato, para no darle una mala impresión al pretendiente, el cual era muy macho, según el uso de aquella prestigiada institución.
Obsequió el amanerado muchacho el deseo de su hermana, y saludó con voz ronca al nervioso galán.
–Quiubo, cabrón.
El buitre hasta se asustó.
–Qué tal –acertó sólo a responder.
–¿Así que anda usté por mi hermana? –inquirió el otro enroncando más la voz.
–Pues sí –balbuceó el de la Narro–. Pero mis intenciones son buenas.
–Más le vale –replicó el interrogador– porque si no...
Algo más iba a añadir, pero exclamó de pronto con su voz atiplada de siempre: “¡Ay no, ya me cansé!”.
Metrosexuales...Hipersexuales... Yo digo que debemos ser sexuales nada más, cada quién con arreglo a su propia condición. Y en modo natural, pues cualquier fingimiento o demasía no lleva a nada bueno.