Sobrenaturalidades, o coincidencias para los escépticos
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¿Crees tú en los fenómenos paranormales? Yo sí. En lo que cada día creo menos es en los fenómenos normales. La normalidad se ha vuelto algo tan anormal que es muy difícil ya creer en ella. En estos tiempos de AMLO y la 4T lo anormal se ha vuelto normal.
En otro orden –o desorden– de ideas decía cierto señor:
—Yo no creo en los aparecidos, pero aun así se me aparecen.
En “Hamlet” puso Shakespeare unas palabras muy certeras: “Hay más cosas en los cielos y en la tierra que las que alcanzaron a soñar jamás todas tus filosofías”.
La frase me deja mudo. Si alguien te dice: “¡Qué frío hace!”, tú puedes responder que sí, que no, o que la verdad es que no lo has sentido mucho. En la misma forma, si uno te pregunta por la Selección Nacional de futbol, algún comentario podrás hacer al respecto. Pero si te salen con que hay más cosas en los cielos y en la tierra que las que alcanzaron a soñar todas tus filosofías, te apuesto que no vas a saber qué contestar. A menos que digas: “Sí, hay muchas cosas en los cielos y en la tierra. Lo que no se consigue es estacionamiento”.
Hace muchos años a unos amigos y a mí nos sucedió un fenómeno paranormal que todavía no me explico. Estábamos desayunando en un café de aquí y la plática recayó en un estimado sacerdote, el padre Roberto García, que allá por los años cincuenta del pasado siglo fundó el CEES, Círculo de Empleados y Estudiantes de Saltillo.
Pues bien, estábamos hablando de él cuando en ese momento, ¿quién entra en el café? El padre Roberto, que hacía mucho tiempo se había ido a otra ciudad. Pero no termina ahí la cosa. Al vernos el padre puso cara de asombro:
—¡Precisamente le venía hablando de ustedes a mi compañero en la carretera!
Una coincidencia, dirán los escépticos. Posiblemente. Pero, ¿dos coincidencias? Consulté el caso con un matemático, y me dijo que la posibilidad de que sucediera lo que ese día sucedió es una en cuatro millones. Quítenle la mitad; de cualquier manera es mucho.
El gran poeta nayarita Amado Nervo se jactaba de haber sido el arquitecto de su propio destino. Su frase tiene un antecedente que a lo mejor él conocía, y de ahí sacó la idea. Nada de malo tiene eso: después de Homero ya nadie es original. Apio Claudio, que vivió en el siglo tercero antes de Cristo, y de quien sólo unas cuantas líneas han llegado hasta nosotros, escribió el siguiente apotegma: Est unusquisque faber ipsae suae fortunae. Eso se puede traducir así: “Cada uno es el artífice de su propia fortuna”.
Decía un presuntuoso individuo:
—Yo me hice a mí mismo.
—Te felicito –le contestó otro. A nadie le echas la culpa de haberte hecho tan pendejo.
Yo no creo en el destino, pero sí creo en el azar. A lo mejor –estoy de acuerdo– eso que llamamos “azar” es Dios que se pone lentes negros para que no lo reconozcamos. Pero la verdad es que en buena parte nuestra vida –y por lo tanto nuestra muerte– está regida por una multitud de sucesos azarosos de los cuales ni siquiera nos damos cuenta. Eso suscita en mí un pensamiento filosófico que se manifiesta en la siguiente expresión de azoro: “¡Ah cabrón!”.
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