Una historia sin final... y sin principio, casi
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La historia que voy a contar hoy carece de final. ¿Acaso alguna lo tiene? Todos pensaban que ya había acabado la Segunda Guerra, y 20 años después de su terminación encontraron en la selva filipina a un japonés en pie de guerra. Y en mano también, pues traía una bayoneta que gustosamente habría clavado en la panza del primer gringo que se le hubiera atravesado.
Casi ninguna historia termina, es cierto. Por eso da miedo comenzar alguna. Revisa las historias de tu vida y observarás que muchas no han acabado todavía. Continúan, siquiera sea en la forma de un remordimiento. Y lo mismo sucede con el mundo, que no es más que un ser humano grandotote. Sus historias jamás tienen final. No nos damos cuenta, pero vivimos aún las consecuencias de la fundación de Roma, o los efectos de la Revolución Francesa. Esto es el cuento de nunca acabar. Hasta da miedo. Por eso a la gente le gustan tanto los deportes: los juegos sí terminan. Saraperos, 7; Sultanes de Monterrey, 3... Chivas, 2; América 1... Vaqueros de Dallas, 21; Delfines de Miami, 7... Y sanseacabó. Vámonos. Punto. Sabe uno a qué atenerse. Con la vida no. Ni con la muerte. Nunca se acaban. Disculparán ustedes, por lo tanto, que esta historia carezca de final. Tú, lector; tú, lectora, tendrás que ponérselo. El que le pongas, por mí estará muy bien.
La historia trata de un sujeto que tenía estas tres características: era borracho, era holgazán y era amigo de riñas y pendencias. Cualquiera de esas tres notas habría bastado para hacer de él un indeseable; juntas las tres lo volvían a pain in the ass, como se dice en Norteamérica: un dolor allá donde les platiqué. Los ebrios, ya se sabe, son difíciles de soportar. Para aguantar a un borracho tienes que estar borracho tú también. Así las responsabilidades se dividen. En cuanto a lo holgazán, el individuo de mi historia lo era: en toda su vida el desgraciado no completaba un turno de ocho horas de trabajo. Las pendencias las buscaba, y si no las podía hallar las inventaba. Tenía insufrible genio, nadie podía estar con él ni media hora.
Imaginen ustedes a su esposa, que tuvo que aguantarlo media vida. Cuando el hombre murió ella se puso un vestido negro por fuera, y por dentro uno amarillo con pintitas rojas, azules, verdes, anaranjadas y color de rosa. Decía cierta señora que la libertad de la mujer empieza cuando se van los hijos y el viejo se muere. Yo le doy la razón. La verdadera liberación femenina es la viudez.
Estaban velando al tipo aquel cuando uno de sus hijos se asomó a la caja. Lo que vio –¿qué vería?– lo dejó frío de espanto. Se volvió, aterrado, y le dijo con voz trémula a su madre.
—Mamá: papá está vivo.
Los demás hijos se precipitaron hacia el ataúd, y uno se dispuso apresuradamente a abrir la tapa. —¡Momento! –gritó desde su silla la señora alzando la mano con la palma al frente en ademán imperativo. Si está vivo, el que lo saque de ahí tendrá que hacerse cargo de él. Yo ya cumplí. Conmigo ya no cuenten.
Aquí acaba la historia. Más bien, aquí no acaba la historia. ¿Estaba muerto el hombre? ¿Vivía aún? ¿Lo sacaron del ataúd? O...
Tú, lector o lectora, ponle a la historia su final. El que le pongas, por mí estará muy bien, con tal de que ahí acabe.
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