Un coñac con amaretto por favor
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Hace días me di cuenta de que aún sé comer sin raspar el tenedor con los dientes. Sí, estuve por primera vez en mucho tiempo en un evento elegante, con música fina, comida linda, y gente vestida de gala. Aún sé ponerme linda, sentarme derechita en una silla, y sonreír. ¡No! No sonreí por compromiso. No todos los días una mujer con quien tienes una amistad muy íntima de más de 40 años cumple 60 años. Así que, a pesar de sentirme más cómoda en ambientes mucho menos formales (la cumpleañera diría que su fiesta no fue nada formal), me puse guapa y lloré varias veces de purito gusto al contemplar a mi amiga y a sus hijos, mis sobrinos, a quienes no había visto en mucho tiempo. Esos abrazos son oro.
Mucho tiempo. Recordé reuniones de otros tiempos. Estuve a punto de pedir un coñac con amaretto – ella entenderá. Su papá le pasará este escrito para que lo vea. Lo sé. Se me quedaron cosas por decir, como me suele pasar. A veces siento tanto que las palabras se quedan cortas. Cuarenta años se escriben en un abrir y cerrar de ojos, pero no se viven así. Son historias de tantos sabores. Las vueltas que han dado nuestras dos vidas mientras desde cerca o lejos nos hemos acompañado son dignas de columnas sin fin, de una novela, y de varias botellas de tequila.
No hay nadie en este mundo con quien prefiera ponerme una guarapeta que con esta amiga. Ella sabe mi vida, sabe mi andar, sabe lo que pienso y siento. Ella me lee la mirada y el corazón. Ella sabe lo que he gozado y sufrido. Y con gusto acudiré siempre que se le festeja. ¡Salud!