Amar es una sed

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Pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
como un río de olvido y de tinieblas,
y navegar sin rumbo, a la deriva:
porque amar es, al fin, una indolencia.
Xavier Villaurrutia
1Amor mío: no sé cómo se escribe una carta de amor, no lo he hecho en mucho tiempo y no sé si lo que te escribo ahora responda a tus inquisiciones.
Por lo demás, no debieras preguntar -precisamente a mí- cómo escribir una carta de amor, a mí que te amo tanto. ¿Vas a escribir a alguien que no soy yo? ¿Vas a decir a él las cosas que yo querría escuchar de ti? No, no lo hagas. No podría soportar saber que dices a otro lo que tantas veces he esperado que digas para mí.
Dos palabras bastarían, dos. Pero dos palabras dichas mirándome a los ojos, rajándome los globos oculares y el vidrio de la espera. Podrías decirlas por escrito: yo fingiría que me miras desde el papel o la pantalla y que te escucho. Te oiría con los ojos; ya sabes de quién es esta frase porque te lo he repetido muchas veces.
Pero ¿por qué una carta? Hoy resulta demodé escribir cartas analógicas, como dirían los nativos de Digitalia. Es mucho más fácil enviar esas palabras amorosas por otro conducto. ¿No eres víctima de las redes sociales? Cualquiera de ellas puede ayudarte a hacer llegar al amado tus abrasadoras confesiones. Aunque, claro, conociéndote, sé por qué prefieres el papel y la tinta. Si pudieras emplearías un pergamino y un pluma de verdad, una de ave, y te sentarías a escribir junto al fuego, ante una pesada mesa de madera labrada, como una poeta romántica, como una Mary Shelley, supongo.
La historia está llena de cartas de amor. Unas sinceras, otras desesperadas y otras más, falsas. La tuya tendría que ser sincera, y si lo es, te verás obligada a caer irremediablemente en la cursilería. Pero no te preocupes: todos los amantes son cursis. Mejor dicho: cuando estamos enamorados somos más cursis que cuando nos mantenemos en un estado “normal” de ánimo.
No tengo la menor idea de lo que sea “un estado normal de ánimo” porque yo estoy instalado en el delirio desde que tengo uso de razón. Supongo que cuando la gente no está enamorada vegeta en la jungla de la vida cotidiana y se ocupa de la supervivencia, tarea ya de suyo angustiante. Amar es una tarea exhaustiva, un trabajo emotivo que lo deja a uno hecho polvo. No sé si lo sabes.
Te dije de buenas a primeras “amor mío”, pero no caí en la cuenta de que la frase es bastante egocéntrica y posesiva. No hagas lo mismo. No llames a quien amas “amor mío” hasta que estés segura de que él –o ella- te siente suya/o. Ese afán posesivo del amor es de lo más extraño: “mío” y “tuyo” son palabras muy peligrosas, palabras que han hecho correr mucha sangre y mucho odio a lo largo de los siglos.
Mira lo que sucedió a Romeo y Julieta; mira lo que pasó con Abelardo y Eloísa o con Paolo y Francesca. O con Verlaine y Rimbaud, con Wilde y Bosy, con Virginia y… Todos fueron infelices, por Dios. Todos sufrieron las consecuencias de ese individualista sentido de la “pertenencia” y, debo decirlo, de las circunstancias. ¿Cómo pertenecer a alguien, cómo ser de su propiedad? ¿Un papel firmado y sellado determina eso? ¿Una ceremonia religiosa o civil dictamina que ese amor es real, perteneciente y “eterno”?
No hables de “usted” a quien escribas. Ese tratamiento corresponde al siglo XIX o principios del XX. Quien lea: “Usted, amado/a mío/a, entenderá que no podría acudir a la cita, aunque me consume el fuego de la pasión…” se reirá muchísimo y pensará que o eres una novicia insegura de su vocación religiosa o una aldeana del siglo XVI castellano. Sé que los manuales indican este tipo de tratamiento epistolar, pero recuerda que esa clase de libros son hoy sólo piezas de anticuario. Nadie en un español contemporáneo habla de “usted” a un ser amado, como no sea en broma.
No eches mano de imágenes poéticas gastadas por el uso y la rancia tradición. Bécquer y Acuña ocupan un lugar en la literatura, pero las golondrinas y los planctos, aunque existan, ya no son de esta época, querida. Funcionaron hace un siglo o más, pero ya no. Y así desgarres tus vestiduras y te arranques los cabellos con desesperación ante el amado, lo único que lograrás será el ridículo.
Y ya que estoy en esto, por favor, por favor, no perfumes tus cartas, ni deposites unos pétalos de rosa entre los dobleces del papel –si es que utilizas papel para tu misiva-; tampoco listones u otro tipo de objetos emblemáticos. No sirve de nada. Algo de suma importancia: no derrames deliberadamente lágrimas sobre lo que escribes. Nada más patético que esto. Tendrías que ser una gran autora dramática o un excelente guionista de cine para que resultara.
Nada de poesía, ¿de acuerdo? Nada de lo que la gente suele llamar “poesía”. Toma muy en cuenta lo que te digo. Ni plagiando a Cernuda, a Lorca, a Salinas, a Sor Juana o a Alejandra Pizarnik serás capaz de crear una sola imagen válida. No acudas al “Amor condusse noi ad una morte” de Dante, Villaurrutia y Tchaikovski: sólo ellos fueron capaces de decir, repetir e interpretar tales hondas palabras. Además, ¿a qué misma muerte estarían destinados tú y ese ser amado a quien deseas escribir?
¿Una muerte, “una misma muerte”? ¿Tan enamorada estás como para decir eso? Te lo pregunto porque el amor es, después de todo, una ilusión, es decir, algo ilusorio. Ya sé que hay muchos tratados que hablan del tema, todos interesantísimos. Pero, al fin y al cabo, ¿qué queda del amor una vez que se va? El desengaño. Eso es lo que queda, eso es lo que nos deja. El puro desengaño.
2 Éste es el escenario: todos los amantes que terminan casándose acaban, tarde o temprano, con el inmenso amor que alguna vez se profesaron. Vienen los hijos, la rutina, el hastío, el desamor, la traición –de uno o de otro-, la mentira, los kilos de más… Casi todos desembocan en el tedio, o lo que es peor, en la costumbre. Nuestro “confortable” occidente lo convierte todo en costumbre: somos incapaces de entender que la realidad es irreal, he ahí nuestro verdadero pecado.
Los amantes mueren. Ésa es la única forma de mantener encendido el fuego votivo del amor. Los amantes de verdad no se casan ni cometen la torpeza de vivir juntos. Eso es demasiado trivial: un lugar común, un contrato de arrendamiento, nada más. Casarse, repito, es tan fútil como morirse. Cualquiera puede hacerlo. Lo extraordinario -y terrible- sería no morir. Lo notable sería no “contraer nupcias”. Uy, esto suena como contraer deudas o gonorrea. Qué miedo, ¿no?

Digo que los amantes mueren en la plenitud de su ilusión amorosa, justamente antes de despertar a la banalidad del tedio que todo lo invade como una hiedra. ¿Crees ser una excepción? ¿Estás segura de que esa persona constituye el amor definitivo de tu vida? No, no estás segura, claro. Ya, ya, sé que no he escuchado tu respuesta, pero como si la hubiera oído. Te conozco.
3 ¿Sabes? No he escrito muchas cartas de amor. No sé muy bien qué sea eso. He escrito poemas de amor, pero no sé qué tan buenos sean. ¿Es de verdad el amor “una cosa esplendorosa”, como dicen la canción y la película? ¿Hace el amor que te lleve constantemente “debajo de mi piel”? ¿De verdad “todo lo que necesitas es amor”, como afirma John en su himno?
Cierto: sabemos que es una sublime cursilería, pero también sabemos que es verdad. Sí, sí, es verdad. Más acá y más allá de corrientes de pensamiento y de enfrentamientos bélicos y de magnicidios y de civilizaciones extintas o vivas y de ideologías, el amor, por Dios, es lo único que cuenta en el mundo y en la vida humana. Aunque duela tanto, a veces. Aunque lastime tanto, casi siempre.
Así que no hagas mucho caso de lo que te dije antes. Yo mismo no me recupero aún del vendaval de un amor intempestivo que se me vino encima hace cierto tiempo. Te escribo con la sangre que sigue manando de alguna parte de este cuerpo que el crepúsculo va decolorando lentamente. No me pidas que te diga cómo se escribe una carta de amor: estos 365 días de mi vida han sido eso, una larga epístola amorosa que he enviado, página tras página, a un montón de testigos de arena que no responden. No responden. Por eso me he convertido en una ondulación fúnebre allá, en el Sahara.
Todo lo que te he dicho antes es una mentira. Haz lo que quieras, amor mío. Habla de “usted” a ese destinatario si quieres, dile frases hechas, escríbele lugares comunes, plagia algunos versos de Quevedo o de Sylvia Plath, repítele las mil y una zalamerías que han dicho todos los amantes a lo largo de la historia. Si siente un poco de cariño por ti, sabrá entender. Todas las cartas de amor dicen las mismas cosas; todos los poemas de amor son el mismo poema.
No digo que te propongas ser cursi. No, no tienes que hacerlo a propósito. Sé que indefectiblemente caerás en el despeñadero de la cursilería. ¿Tendrás el valor de acompañar tu carta de un descomunal globo en forma de corazón color malva iridiscente o de una gran tarjeta saturada de blanquísima diamantina y decorada con malvaviscos rojos –“el color de la pasión”-? Hazlo si te apetece. ¿Qué más da? Si vas a ser cursi, hay que serlo hasta la médula y con plena conciencia. Ma.
Si fuese yo el destinatario de esa carta, y de todos sus aditamentos, me sentiría halagado en extremo. Dejaría de lado los malvaviscos porque el régimen me impide consumir golosinas y alimentos de yonque; dejaría que el globo-corazón siguiera su camino de helio y me quedaría con la carta. Si hay chocolates, los regalaría a algún niño de ojos inquisitivos. Sólo te pediría que no enviaras osos de peluche ni cualquier otro ejemplar zoomórfico: no tengo lugar para ellos en mi reducto.
Me quedaría con la carta, sí, y entendería cada uno de los lugares comunes que hayas escrito en ella. Si Sartre llamaba “mi pequeño castor” a la Beauvoir -¿o era al revés?-, imagina qué reparo podría poner yo si me llamaras “mi unicornio de arena” o “mi eterno elfo”. Diría: “Vaya, qué modernista se ha puesto”, pero lo entendería, te aseguro que lo entendería. Y lo haría porque te amo mucho, vida mía, aunque por esa misma razón –porque te amo tanto- comprendo que no somos el uno para el otro.
Y si te contestara te escribiría: “Porque te quiero, te dejo ir, ay, amor mío. Sé feliz con quien sea, pero sé muy feliz, aunque no sea yo quien comparta contigo esa felicidad. Sangra mi corazón y llueve dentro de mi alma, amor mío, por eso he pedido a mi amigo el médico que me indique el lugar exacto del corazón, para disparar justo ahí porque sin ti no soporto la vida. ¿Hablas de chantaje y de manipulación? No, mi amor, no es así. Sólo te dejo ir, suelto las amarras para que mi nave parta sin culpa y sin rencores al abrigo de la noche estrellada. Ésta es una despedida. Una vez escrita esta carta analógica, dispararé en este doliente corazón o beberé del pequeño frasquito de cianuro que guardo en el armario, por si las moscas. (Y perdona este burdo coloquialismo). Adiós, amor mío. Adiós para toda la vida. Hasta nunca. Hasta siempre. Te espero en la eternidad y si aún allá me rechazas, no te preocupes, cariño, yo creo en el samsara. La mercadotecnia del amor me tiene sin cuidado. Aprovecho este dizque día del amor y la amistad para escribirte sólo por seguir la corriente a la pendejez colectiva y nada más que por eso.”
4 (Pero no me hagas esto, amor mío / no me dejes desmembrado en el cadalso del verdugo / no dejes que mi cuerpo se agoste a la intemperie / penetrado por la estaca del empalador / no me dejes a oscuras perdido en la retina deshecha del ojo del mundo / no arranques mis pestañas y mi corazón de caracola / no soples sobre el polvo de mis restos después de la incineración / no amor mío no me sueltes de ti / no me digas no no me lo digas / no me estrelles no me quiebres no me rompas / no no no amor mío no / no me dejes a solas sin la luz de tu alumbramiento / no me expongas al mundo sin ti mi amor amor mío vida mía / no me expulses tú también de ti / no me lances a la profundidad de una tierra que hiede / no me entregues a los leones y a las hienas / no vuelvas a hacer de mí un paria y un expósito / no me enmascares con ese antifaz que me oculta de mí / no me partas en dos en tres en cuatro puntos cardinales / no me dejes solo en la antesala del océano / hablando a solas en el cauce del sueño / no me entregues a la pregunta que arranca confesiones anónimas / no alfombres de espinas mi piel de lagartija / no me partas amor no / no partas esta pieza única / no admitas que confirme la inutilidad de esta mentira / no dejes que te grite desde un futuro que ya no habitarás / no mi amor sin nombre mi innombrado amor / que no quiero la rueda tornátil de las estaciones / sino la fija desventura de lo infausto).