Generosidad silenciosa, para salvar vidas

Politicón
/ 16 noviembre 2020

Dejemos que nuestros anónimos actos reflejen un poco de la humanidad recuperada durante la pandemia

En recuerdo de mi madre.

La pandemia abrió el corazón de muchas personas, ahora la generosidad se manifiesta como un signo distintivo de los aciagos tiempos que vivimos. Los médicos y todo el personal que trabaja en los hospitales arriesgan su propia vida trabajando por mantener con vida a los pacientes y es común observar a personas ordinarias que extraordinariamente ayudan a otros seres humanos a mitigar la infinidad de estragos que está causando el COVID-19.

Sin embrago, aún hace falta fortalecer lo que denomino la “generosidad silenciosa” que implica anónimamente evitar poner en riesgo a los demás: evadiendo las reuniones, las fiestas y los encuentros en donde, paulatinamente, los congregados olvidan las mínimas recomendaciones de protección contra el contagio, generando la propagación de víctimas, situaciones que representan actos de total irresponsabilidad.

GALILEA

Es cierto: “El corazón del hombre se refleja en su rostro, ya para bien, ya para mal. Rostro alegre es señal de corazón satisfecho; rostro triste, de preocupación y afán”, el primero representa el mar de la generosidad. Mar vivo, luminoso. La segunda proclama el afán del egoísmo. Es un mar seco. Muerto. Infecundo, pero siempre seductor. El primero conoce el olor de sus próximos, el segundo agradece lo putrefacto de lo superfluo. Sí, de lo frívolo.

Hace dos mil años un “hombre-Dios” propuso a la humanidad una forma de vida totalmente radical; Su ofrecimiento: seguir un camino convocado por el amor, viendo en los semejantes el rostro de Dios. Esto sucedió en un lugar que se encuentra delimitado entre la vida y la muerte. Me refiero a ese espacio del planeta donde nació el cristianismo, y también otras religiones. Tierra sagrada, conflictiva y paradigmática.

La  geografía de Palestina es contrastante, tanto que sugiere reflexión: Un mismo río –el Jordán–  convive entre dos mares (lagos) esencialmente distintos el uno del otro: por un lado el de Galilea y por otro el Muerto.

En el de Galilea los discípulos de Jesús pescaron, también fue escenario del Sermón de la Montaña, del milagro de los panes y los peces y, claro, del caminar de Jesús sobre las aguas. El mar muerto, también histórico, simboliza la ausencia de la primavera, lo estéril. Ambos, quizás, representan un mensaje divino.

MARES

Existe un escrito de Bruce Barton que bellamente revela esta enigmática disparidad: “Hay dos mares en Palestina –dice. Uno es fresco y lleno de peces, hermosas plantas adornan sus orillas; los árboles extienden sus ramas sobre él y alargan sus sedientas raíces para beber sus saludables aguas y en sus playas los niños juegan.

El río Jordán hace este mar con burbujeantes aguas de las colinas que ríen en el atardecer. Los hombres construyen sus casas en la cercanía y los pájaros sus nidos y toda clase de vida es feliz por estar allí. 

El río Jordán corre hacia el sur a otro mar. Aquí no hay trazas de vida, ni murmullos de hojas, ni canto de pájaros, ni risas de niños. Los viajeros escogen otra ruta, solamente por urgencia lo cruzan. El aire es espeso sobre sus aguas y ningún hombre, ni bestias, ni aves la beben. ¿Qué hace esta gran diferencia entre mares vecinos? No es el río Jordán. El lleva la misma agua a los dos. No es el suelo en que están, ni el campo que los rodea. La diferencia es ésta: el mar de Galilea recibe al río pero no lo retiene. Por cada gota que a él llega, otra sale. El dar y recibir son en igual manera.

El otro mar es un avaro… guarda su ingreso celosamente. No tiene un generoso impulso. Cada gota que llega ahí queda. El mar de Galilea da y vive. El otro mar no da nada. Le llaman el mar Muerto”.

LOS ORÍGENES

Efectivamente, el mar Muerto es el más salado del mundo y al ubicarse en el punto más bajo de la tierra (417 metros por debajo del nivel de mar) sus aguas sencillamente no tienen salida. En cambio, el mar de Galilea (Lago de Tiberiades) de profundo azul marino, generosamente brinda vida al valle de Jordania, porque todo cuanto a él llega sigue fluyendo. Ahí abunda la vida.

Es significativo constatar que en la cuna de una de las grandes religiones claramente se manifieste la diferencia entre dar y recibir, y de recibir, sin dar. Me refiero a la diferencia entre la vida y la muerte.

COMO EL MAR…

Interesante metáfora: las personas, como el mar muerto, podemos estar espiritualmente inertes cuando recibimos pero no damos nada. Cuando, por ejemplo, nos volvemos enemigos de la generosidad silenciosa, de esa que se emprende con las manos, no con golpes de pecho, jamás con esas idas dominicales a misa que de regreso olvidan el rostro de Dios que se expresa en nuestros próximos. Estamos muertos en vida cuando transformamos la vida en un mar de autocomplacencias y justificaciones. Cuando contribuimos a propagar la pandemia por irresponsabilidad personal.

TAMBIÉN…

Muertos también están esos políticos y funcionarios públicos que se corrompen, demostrando así lo mucho que desprecian a su patria. Muertos están esos empresarios egoístas que sienten un enorme placer por adueñarse de cuanto pueden y olvidan su responsabilidad social. Muertos también se encuentran los maestros que, ante las presentes circunstancias, en lugar de ayudar a sus estudiantes a potenciar su vocación se empeñan por la rutina y el desdén.

Muertos en vida pueden encontrarse esos jóvenes que canjean la libertad por el libertinaje, la alegría por el vértigo; el amor por el hedonismo; el tiempo por la desgana, las virtudes por el vicio; la posibilidad de emprender por la estéril crítica; el quehacer productivo por la excusa; que obvian la responsabilidad de mantenerse en casa al preferir el riesgo del contagio, de propios y extraños, en reuniones innecesarias.

Muertos, como ese bíblico mar, estamos cuando subordinamos nuestros actos exclusivamente a metas económicas; cuando vendemos nuestras conciencias al mejor postor; cuando hacemos de los medios fines; cuando creemos que el dinero y los lujos son las divisas de la felicidad; cuando vivimos impávidos, habituados y apáticos ante la pobreza que cotidianamente arrebata la vida a millones de mexicanos; cuando al aparentar renunciamos a ser.

Cadáveres somos cuando caemos en el aburrimiento o hacemos lo mínimo en la chamba; cuando no respetamos las leyes sagradas de nuestro oficio; cuando no alcanzamos a comprender la enorme diferencia que existe entre el éxito y el mérito; cuando impotentes se vuelven nuestros espíritus por haber accedido a la hipocresía y a la mediocridad. Extintos estamos cuando nos ausentamos del milagro de la vida.

Pero también, mares de Galilea somos cuando no todo nos da igual; cuando descubrimos la ausencia generalizada del amor en la sociedad contemporánea, pero seguimos teniendo fe en sus posibilidades e intentamos ser hoy, personalmente, un poco menos egoístas que ayer; cuando evitamos la pereza; cuando convincentemente decidimos no morir mientras estamos vivos; cuando damos dos gotas de agua por cada una recibida. Cuando, ante la pandemia, hacemos de la “generosidad silenciosa” un estilo de vida.

Cuando imitamos la misericordia de esas infinitas y fructíferas manos que hicieron el milagro de los panes y los peces.

ENCRUCIJADA

Ambos mares convocan una geografía a elegir, una elección a ser: una encrucijada. Optar por el mar de Galilea, por la generosidad y gratitud, ciertamente una elección que ofrece sendas escarpadas, que implica renuncia, sacrificio desapego y, en ocasiones, decepciones y sufrimiento.

La pregunta es: “¿Cuál es el mar que abunda y colma nuestros personales corazones?”. En el ocaso de nuestra existencia llegaremos a saber la respuesta acumulada de esa vital pregunta; por lo pronto, sería deseable repartir gratitud y generosidad, aunque cueste desgastar el egoísmo que recubre las paredes de nuestros ingenuos y metálicos corazones. 

Por lo pronto: sepamos que la generosidad no está en cuarentena y que la mayor de todas es la generosidad silenciosa, esa que, desde el anonimato, responsablemente, procura la seguridad y el bienestar del prójimo.

Dejemos que nuestros anónimos actos reflejen un poco de la humanidad recuperada durante la pandemia.

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