¿Puede decirte la ciencia si eres más inteligente que los demás?
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La ciencia lleva décadas tratando de medir la inteligencia.
Hace unos días, la escritora Lucía Etxebarría opinó sobre la homeopatía durante un programa radiofónico. Algunos tuiteros consideraron que no estaba capacitada para hacerlo y ella esgrimió su carné de Mensa, una asociación de personas superdotadas, como fuente de autoridad. La marabunta tuitera se lanzó contra ella y Etxebarría acabó lamentando que en España se siente aversión por la gente inteligente.
Si en un grupo de amigos alguien afirma que es el más alto o el que puede correr más rápido, es posible que ni siquiera se genere una discusión porque las pruebas son evidentes. Sin embargo, si a alguno se le ocurre asegurar que es el más inteligente será tachado de arrogante por muchos exámenes de inteligencia que esgrima a su favor. La inteligencia se considera en muchos casos la capacidad que define a los seres humanos, y afirmar que se es más inteligente equivale a decir que nuestros pensamientos, incluidas nuestras opiniones, son mejores que los del resto.
La ciencia lleva décadas tratando de medir la inteligencia. Los test, que ponen a prueba el uso del lenguaje, de los números o de figuras abstractas, se han perfeccionado con los años y sirven para predecir el potencial de éxito (o lo que se suele considerar éxito convencionalmente) de las personas. Los niños que tienen mejores resultados en estas pruebas suelen ser mejores estudiantes, tienen más éxito profesional y económico y hasta mejor salud. Incluso dentro de la misma familia, los niños con un cociente intelectual más elevado acaban teniendo mayores ingresos que sus parientes menos brillantes.
Roberto Colom, catedrático de Psicología Diferencial en la Universidad Autónoma de Madrid, defiende el valor de las pruebas para medir la inteligencia como “el fenómeno psicológico más replicado”. En su opinión, es un predictor de las capacidades humanas tan interesante que sería la prueba perfecta para que las empresas seleccionasen a su personal. “Sería la forma más neutral y más justa”, asegura Colom. “Ahora, un criterio típico y erróneo que se pide en las empresas es la experiencia previa, algo que se ha demostrado que incrementa el rendimiento durante los tres primeros meses, pero pierde su efecto después”, añade. Un test de inteligencia serviría, según el investigador, para seleccionar a las personas con mayor potencial. Además, esta prueba serviría “para cualquier negocio”, desde el periodismo a la ingeniería.
Más allá del valor de los exámenes de inteligencia para medir una capacidad general, algo que defienden científicos como Colom, hay un debate ético relacionado con las discrepancias sobre el origen de las diferencias en el rendimiento en estas pruebas dependiendo del entorno socioeconómico o la raza. “El problema de estos planteamientos que afirman que la inteligencia humana es lo que miden las pruebas de inteligencia, que esa inteligencia tiene un fundamento genético y que el éxito social depende de la inteligencia es que conduce a una conclusión perversa: ¿Para qué vamos a luchar contra las desigualdades si las diferencias sociales y económicas son consecuencia de nuestra biología?”, plantea Luis Fernández Ríos, profesor de psicología de la Universidad de Santiago de Compostela. Además, añade, “no existen test libres de cultura”.
Investigadores como Richard Nisbett, psicólogo de la Universidad de Míchigan (EE UU), han tratado de comprender qué parte de la diferencia en las mediciones del cociente intelectual depende de la genética y qué parte del entorno. Tomando la diferencia entre blancos y negros en EE UU, Nisbett argumenta que la ventaja de los primeros sobre los segundos es fundamentalmente consecuencia de los distintos entornos en los que se desarrollan. Un dato a favor de este argumento es que la distancia media del cociente intelectual de estadounidenses de 12 años de origen africano y los de origen europeo se ha reducido de los 15 puntos de hace 30 años a los 9,5 en la actualidad.
En esta misma línea, Nisbett explica que los afroamericanos tienen un 20% de genes europeos de media, pero las diferencias individuales entre ellos varían desde la casi total ausencia de genes blancos hasta más del 80%. Si las diferencias de cociente intelectual dependiesen principalmente de la genética, los negros con mayor herencia europea deberían tener de media un cociente superior, pero no sucede así.
Otro de los argumentos que se emplean para cuestionar que se pueda actuar para incrementar la capacidad intelectual de la población es un descubrimiento realizado por el psicólogo neozelandés James Flynn. En los 80, observó que la inteligencia media medida en los test se estaba incrementando en todo el mundo a un ritmo de tres puntos por década. Eso, según comentaba Malcom Gladwell en un artículo publicado en The New Yorker, significa que el cociente intelectual de los escolares de principios del siglo XX en EE UU rondaría los 70 puntos, lo que llevaría a concluir que gran parte de la población del país entonces sería retrasada mental según los estándares actuales. Flynn atribuye estas diferencias a la influencia del entorno sobre las capacidades cognitivas. El mundo se ha vuelto más complejo con el tiempo y eso ha empujado la capacidad media de los humanos para adaptarse a las nuevas circunstancias.
Regresando al ejemplo de la brecha entre negros y blancos, Flynn señala que la diferencia entre ambos grupos crece con la edad. A los cuatro años, el cociente intelectual medio de un niño de origen africano es de 95.4, solo cuatro puntos y medio por debajo de los de origen europeo. Sin embargo, en los siguientes veinte años, su inteligencia según la miden los test desciende hasta los 83.4 puntos. Para el investigador, la explicación parece encontrarse en el entorno. Es más probable que los niños negros se críen en hogares monoparentales, menos complejos cognitivamente que los que cuentan con dos padres, un porcentaje muy elevado de los jóvenes negros acaba en la cárcel y el menor cociente intelectual medio del entorno hace que los jóvenes afroamericanos no tengan que esforzarse tanto por destacar. “El cociente intelectual no mide tanto la calidad de la mente de una persona sino la calidad del mundo en el que vive”, concluye Gladwell.
La importancia de la motivación
Colom, citando un informe publicado en 1997 en la revista Intelligence, afirma que “la inteligencia es una capacidad mental muy general que, entre otras cosas, implica la capacidad para razonar, planificar, resolver problemas, pensar de modo abstracto, comprender ideas complejas, aprender con rapidez y aprender de la experiencia”. Sin embargo, niega que otras capacidades como la empatía o las habilidades sociales sean capacidades intelectuales, pese a que sean buenas herramientas para resolver problemas.
Los test tampoco medían bien aspectos como la motivación. En 2011, Angela Lee Duckworth, psicóloga de la Universidad de Pensilvania, publicó un trabajo que analizaba el efecto de la motivación en los resultados en los test de inteligencia. Varios estudios han mostrado que no todo el mundo se esfuerza al máximo cuando participa en ellos y que era posible mejorar los resultados en los tests ofreciendo a los participantes recompensas económicas. Según observó la psicóloga estadounidense, una recompensa de más de 10 dólares podía hacer que una persona mejorase su resultado en el test en 20 puntos mientras que con menos de un dolar solo se incrementaba el rendimiento en dos puntos. No obstante, tomando los resultados de esos estudios y realizando un seguimiento a los participantes en aquellas pruebas, la investigadora también descubrió que, independientemente de la motivación, la inteligencia que ella llama nativa tenía importancia en los logros académicos o el éxito profesional.
La motivación, además de en los resultados de los test, también influye en quién tiene un carné de superdotado. Elena Sanz, presidenta de Mensa España, comenta que solo el 19,5% de los miembros de este club de personas con alto cociente intelectual son mujeres. El índice de aprobados entre los que se presentan es ligeramente favorable a los hombres, pero muy lejos de justificar que ellos representen el 80,5% de los socios. Además de la diferencia entre sexos, también hay una inclinación por determinados perfiles profesionales. “El perfil típico es un ingeniero o un informático”, apunta Sanz, que añade que también hay muchos químicos como ella. “Las humanidades están menos representadas”, reconoce.
Luis Muiño, terapeuta y divulgador, afirma que en la práctica los test “no se usan”, en parte porque miden solo “una determinada capacidad analítica, matemática y lingüística”. “Se obvian otras inteligencias, como la inteligencia interpersonal”, señala. “En selección de personal para empresas, algo en lo que yo he trabajado, jamás se hacen test de inteligencia, y tampoco en las oposiciones”, añade. “En la práctica se han quedado en nada, se han pasado de moda”, asegura Muiño. Esta última opinión la comparte con Colom, aunque para el catedrático de la Universidad Autónoma este hecho se deba “a una cuestión de moda” en sentido negativo.
Muiño considera que los test de inteligencia tienen cierta vigencia en la escuela. “El diagnóstico de altas capacidades puede tener atractivo para algunos padres”, explica. “A tu hijo no le aguanta nadie, pero en lugar de decirte que tiene que aprender habilidades sociales, te dicen que es superdotado y te suena mejor”, continúa. La idea de que las personas con alto cociente intelectual son torpes socialmente o tienden al fracaso escolar también la rechaza el profesor de psicología de la Universidad de Zaragoza Juan Ramón Barrada. “No tiene fundamento en la investigación; en las musarañas y desmotivado se puede estar desde una capacidad intelectual alta y desde una baja”, indica. Elena Sanz, que reconoce que hay un cierto número de socios de Mensa que se apuntan al club después de “malas experiencias en su entorno educativo”, añade que “no son la mayoría”. También, “hay personas que confunden el origen de sus problemas. A algunos les han dicho en casa que eran superdotados y eso les ha llevado a comportarse como engreídos y a raíz de eso, tener dificultades en sus relaciones con los demás”, explica.
La afirmación de Sanz ayuda a entender también por qué es tan difícil que una medida única de la inteligencia sea aceptada en una sociedad que valora la igualdad incluso en el caso de que obtener esa medida fuese posible. Una inteligencia superior daría derecho a imponerse sobre los demás, y un alto cociente intelectual puede servir, como muestra el ejemplo de Lucía Etxebarría, para justificar una opinión sin mucho fundamento. Para que las evaluaciones de la inteligencia sean socialmente asumibles será necesario que se redefina esa capacidad humana como otra entre muchas y no como la mejor medida del valor de los seres humanos.