Un cuento de Navidad
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Recién llegado a Saltillo, un Obispo asistió un sábado a una verbena que organizaron un grupo
de familias.
La ocasión sirvió para dar cuenta al prelado de las acciones que habían realizado todos ellos a lo largo del año, en beneficio de los que menos tienen. Habían acopiado allí mismo un buen número de despensas; faltaban pocos días para Navidad, era el momento idóneo para entregarlas a los beneficiarios.
Todo transcurría según el programa. El Obispo recorría el lugar saludando a los asistentes. La gente aprovechaba para que el prelado le bendijera artículos religiosos. Otros se tomaban la foto con él. (Todavía no existían, naturalmente, las famosas selfies.)
El obispo tenía pocos meses de haber llegado a Coahuila, y no desaprovechó el momento para presentarse con los asistentes y conocerlos.
Después de las presentaciones y palabras de bienvenida, el Obispo aprovechó para lanzar una red al ancho mar. Les informó que una de sus principales acciones sería atender a los migrantes que pasan por estas tierras, procedentes de Centroamérica y el sur de México, con destino a Estados Unidos.
Y en esos días necesitaba de la generosidad de los asistentes, para darle posada a un joven matrimonio y su pequeño hijo. Explicó: el esposo tenía rota una pierna, por lo que los cuidados hacia esa pobre familia de migrantes tendrían que ser más esmerados.
La petición comportaba una carga difícil de llevar. “¡¿Cómo meter a mi casa a unos desconocidos?!”, seguramente pensaron algunos.
El Obispo, después de explicar el caso, esperó que algún matrimonio de los allí reunidos diera un paso al frente. Y nada: el prelado recogió la red sin peces.
Repitió la invitación, y nada. No hubo pesca. Después de hacer la súplica en más de cuatro ocasiones, el religioso parecía que estaba predicando, más que en las olas del mar, en el desierto. (Recordemos que el desierto de Chihuahua, al que pertenece el de Coahuila, fue en la prehistoria un vasto océano, del cual quedan como testimonio las ciénagas paleozoicas de Cuatrociénegas.)
Finalmente, una pareja alzó la mano. El obispo les previno que tendrían que tener cuidados con la mujer, pues acababa de dar a luz a su bebé, y repitió que el hombre tenía una pierna quebrada.
Pero ellos estaban dispuestos, inclusive, a pagar los servicios en un hospital privado para el esposo.
“Sin embargo”, dijo el caritativo varón, “hay un inconveniente: nosotros somos de Monterrey. ¿No hay problema si los llevamos a nuestra ciudad? Allí los
atenderemos”.
Al ver la disposición y la generosidad de esas personas, que quién sabe por qué estaban allí o invitados por quién, el Obispo pidió a un ayudante que trajera a “los migrantes” para entregarlos al voluntarioso matrimonio.
Los asistentes no daban crédito a lo que veían: ¡era la Sagrada Familia en figuras de porcelana!
En su más reciente viaje al Vaticano, el Obispo la había recibido como regalo de un jerarca eclesiástico en Roma y, en el trajín del viaje, a la figura de San José se le había quebrado una pierna.
El recién llegado Obispo había intentado que ese regalo se quedara en su diócesis. No fue así: la Sagrada Familia halló cálida bienvenida en Monterrey.
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