- 24 octubre 2022
El señor Rodrigo Bernal de 80 años está sentado sobre la calle principal que cruza el ejido Lequeitio de Francisco I. Madero. Con una voz que apenas se escucha, relata que hace cuatro años vendió la tierra y el derecho de agua que le heredó su abuelo.
Para llegar hasta Lequeitio hay que pasar por el ejido Hidalgo. Por la carretera se miran establos lecheros y sembradíos de forrajes. Hidalgo y Lequeitio de Francisco I. Madero son una postal de casas derruidas, salones ejidales cerrados y calles que parecen monte de tantos bordos de tierra.
De acuerdo con datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), 33 ejidos de la región Laguna de Coahuila y 28 de La Laguna de Durango tienen índice medio, alto o muy alto de rezago social.
Aunque Lequeitio no es uno de esos ejidos, sí es parte de una cifra que se esparce por todas las comunidades rurales: 4 de cada 10 personas mayores de 15 años no completaron la educación básica. El señor Rodrigo Bernal es uno de ellos. Prefirió trabajar en la siembra de algodón, el cultivo que predominaba en esta zona antes de su desplome y el impulso de la cuenca lechera.
Historias como la del señor Rodrigo Bernal se reflejan en la encuesta Nacional Agropecuaria 2019 del INEGI, donde Coahuila se ubicó como el segundo estado del país después de Yucatán, con el más alto porcentaje de productores que dijeron solo tener nivel de primaria.
A un costado de Lequeitio está el ejido Las Mercedes donde trabajan la tierra los hermanos Felipe y Juan Varela, ejidatarios de 78 y 71 años. Juan estudió solo primero de primaria y Felipe nunca pisó una escuela. Francisco I. Madero es un nutrido conglomerado de ejidos donde el tiempo parece transitar más lento.
Cuando Lázaro Cárdenas repartió las tierras en 1936, el productor social era dueño del 85% de la tierra productiva y los derechos de agua, cuenta Félix Ramírez, el comisariado ejidal de Lequeitio.
Ahora la cifra se revirtió y los agrolecheros son dueños de ese 85%.
El señor Rodrigo Bernal abonó a la pérdida de esa fuerza hace cuatro años, cuando enfermó de la próstata y su esposa de la vejiga, y se vio orillado a vender su derecho de agua rodada y sus cuatro hectáreas. Todo el paquete lo vendió en 350 mil pesos que se le esfumaron en doctores y tratamientos.
Años atrás el señor Bernal ya había dejado de trabajar la tierra. Como muchos otros ejidatarios, era más rentable rentar la parcela y el derecho de agua en 20 o 30 mil pesos anuales. Ese dinero, más una pensión y un trabajo como jornalero en unas tierras cercanas al ejido, eran buen complemento.
“Con un derechito no sale; te dan para regar dos, una y media. El acaparador con 10 derechos siembra 20, 30 hectáreas. Sale más”, explica.
Rodrigo Bernal no recuerda el nombre de la persona a la que vendió lo que le heredó su abuelo. Dice que se trata de una persona que trabajaba en Conagua y que ha empezado a comprar en varios ejidos.
Sobre la calle donde se encuentra, como en todos estos caminos que conectan los ejidos, desfilan camiones y tractores cargados de alfalfa que van y vienen a los establos lecheros. En las fachadas de las casas normalmente se hallan tinacos que las familias usan para almacenar el agua que les llevan de las pipas. Mientras alrededor de los ejidos trabajan norias las 24 horas del día para alimentar la cuenca lechera y a las vacas les rocían agua para que no se estresen, los ejidos están secos.
Otra postal que se repite en los ejidos son estatuas y bustos que se han erigido en honor a Lázaro Cárdenas, el presidente mexicano que les repartió tierras en 1936. También suele haber murales del Reparto Agrario. Pero de aquella repartición de tierras y el trabajo comunal, solo queda la memoria, las estatuas y las fiestas ejidales que se celebran precisamente el día que el gobierno mexicano repartió las tierras.
Agustín Cabral Martel, doctor en derecho agrario y académico de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro (UAAAN), refiere que la reforma de 1992 significó un parteaguas porque dio pie a una redistribución de la tierra.
Para el especialista esa reforma trae como consecuencia el desmantelamiento del ejido. La ecuación es simple: con el reparto original de 1.5 a 2 hectáreas difícilmente es redituable a un campesino en la actualidad.
Lo reconoce el mismo José Luis Nava, representante de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER) en La Laguna. “Difícilmente pueden vivir con ello. No es negocio”, comenta. Sin embargo, justifica que esa desprotección se debe a lo que él llama “la metamorfosis” de la vida del campo como el cambio climático, las sequías o la búsqueda de otras alternativas económicas.
“En lugar de bajar la familia, va subiendo. Se acumulan los nietos. Se va todo”, reflexiona Rodrigo Bernal.
La tierra es una y familias son muchas. En promedio, 49% de ocupantes en viviendas particulares habitadas en las comunidades de la Laguna, tienen algún nivel de hacinamiento.
Actualmente trabaja la cuarta generación del Reparto Agrario y sigue siendo, en muchos casos, una parcela para todos los integrantes, como ha sido la historia de Natividad Navarro, dirigente de la Confederación Nacional Campesina (CNC).
Su abuelo le heredó la tierra a su papá y los otros hijos del abuelo tuvieron que migrar. Navarro tiene ocho hermanos a los que no les tocó tierra. Tuvieron que dedicarse a otra cosa. Navarro tiene dos hijos y le tendrá que dejar la tierra a uno.
“Esa población tiene que dedicarse a algo. Las generaciones prefieren emigrar o trabajar en la maquila”, dice.
Una parcela ya no es negocio. Y donde los ejidatarios no ven negocio, los agroindustriales ven una oportunidad.
En experiencia del abogado agrarista Luis Alfonso Mejía, los grandes acaparadores llegan con el ejidatario y les causan angustia porque les expresan que se trata de tierras del papá, de que es mejor que las venda antes de que se muera, “para que disfrute el dinero”.
O apenas muere el dueño de los derechos y los coyotes llegan sobre los hijos a preguntarles cuánto quieren por las tierras y el agua.
“La idea de acaparar tierras para tener poder es digna de personas inhumanas porque a esa persona que le compran la están lanzando a la miseria”, comenta.
En el ejido Hidalgo, uno de los más desmantelados de la región, el comisariado Martín Torres relata que muchos ejidatarios se quedaron sin nada y no tienen con qué vivir.
“El ejido es muy pobre, impactó demasiado”, dice.
Esa miseria también está retratada en los tres de cada 10 habitantes de los ejidos de La Laguna que no cuentan con derechohabiencia a servicio de salud, de acuerdo con datos del INEGI y Coneval.
Y por eso muchos utilizan los bienes para solucionar los males, normalmente enfermedades. Pero también deudas, broncas judiciales o según Rodrigo Bernal, también la gente ha vendido para pagar los vicios.
El agrarista Luis Alfonso Mejía destaca que los círculos privilegiados generaron riqueza y ordeñaron tanto, que en este momento las posibilidades de desarrollo ya no se pueden aprovechar por nuevas generaciones.
El representante de la SADER, José Luis Nava, considera que es un mito la extinción del productor social porque eso significa que los pueblos, ejidos y comunidades, se acabarían. Pero reconoce que la “metamorfosis” del campo ha provocado que algunas áreas ya no sean aptas para producir.
La ‘descampesinización’ y el control productivo
El objetivo de la reforma agraria de 1992 era hacer más productivo el campo, pero en la realidad propició procesos de “descampesinización”, los llama el académico y ambientalista, Gerardo Jiménez. Los ejidatarios se fueron convirtiendo en jornaleros.
Para muchos ejidatarios es mejor que alguien ponga a trabajar las tierras que tenerlas ociosas y seguir en la pobreza. Así piensa el comisariado José Hernández del ejido Congregación Hidalgo.
“Son tierras que tienen años sin trabajar. Los dueños se benefician con la venta, alguien las hace producir y hay trabajo pa’ la gente”, considera.
Los que todavía tienen tierras suelen ser agricultores de cinco meses, que son principalmente los que tienen concesión de agua del distrito de riego. La presa se abre en marzo y cierra en julio. Una vez cerrada la presa, se acabó la agricultura.
“Qué hacen cientos o miles de ejidatarios que en siete meses no tienen agua: se hacen jornaleros, son semi campesinos”, explica Gerardo Jiménez.
José Hernández, comisariado de Congregación Hidalgo, repara figuras de cerámica. Martín Torres, comisariado de Hidalgo, es taxista. Otros trabajan en la maquila, en la construcción o se van a trabajar a otras ciudades.
“En el pueblo mucha gente se fue a Estados Unidos, a muchos se les hace poco lo que ganan en una maquila. Otros se van contratados seis meses en Canadá y regresan”, cuenta José Hernández.
Además, los ejidatarios que todavía permanecen de pie están condicionados a sembrar el cultivo predominante de la región: el forraje, el cual abarca el 78% de la superficie cultivada de la región.
El control del proceso productivo del campo ha convertido a los empresarios lecheros en financiadores de los pequeños productores que quedan, donde les costean la semilla, el fertilizante y después les imponen un precio de compra.
En economía el monopolio del comprador se conoce como monopsonio.
“Es cuando el comprador ejerce un poder sobre sus proveedores, en este caso sobre los productores de forraje e impone los precios”, explica el investigador de la Universidad Autónoma de Coahuila (UAdeC), Jesús Espinoza Arellano.
Los agrolecheros tienen hoy en día toda la fuerza para dictar precios y ejercer un poder sobre los pequeños proveedores. “Los estableros grandes con muchas tierras y ganado dicen ‘te compro a tanto’. Ya no hay competencia”, añade el investigador.
Para Espinoza Arellano, el poder económico es tan fuerte que son capaces de presionar o al menos influir sobre funcionarios de dependencias como Conagua para la autorización de pozos de agua y para que no los molesten en las extracciones.
“Estamos en manos de estas gentes”, dice Cruz Rodríguez, uno de cinco ejidatarios en La Partida que todavía trabajan su tierra.
Rodríguez recuerda que un año se le hizo fácil cultivar sin créditos ni apoyo del establero. “Pero me topé con un detalle, ahora a quién le vendo”, recuerda entre risas. En represalia, el agroindustrial que le compraba ahora no lo quería hacer o le quería comprar más barato.
Cruz Rodríguez describe la dinámica:
“El empresario tiene sus transportes, su maquinaria. Solo ellos tienen la máquina para ensilar. Se arrima uno con ellos, se hace el compromiso para estar amarrados, ahí está la semilla y el fertilizante. Con la persona que trabajo, al principio me pregunta cuánto necesito para trabajar la tierra. Me hace un depósito, me facilita la semilla, el fertilizante, dinero para el diesel y al final pues dice ‘a mil 600 la tonelada, es tanto, menos el fertilizante, la semilla y el préstamo’, y me da lo que es mío”.
Es prácticamente imposible que un campesino pueda mantenerse social y económicamente. “No hay precios de garantía. Hay ocasiones que las ganancias apenas llegan a los 30 mil pesos por parcela. Por donde quieras el campo está muy fregado”, dice el comisariado de Hidalgo, Martín Torres.
Sin embargo, para el representante de SADER en La Laguna, esas dinámicas económicas no importan. Su termómetro es que no hay manifestaciones de los productores.
“Hace más de 10 años que no ha habido problema. El precio del forraje está pagando bien y la gente está conforme. Cómo se arreglan el comprador con el productor, eso sí no sé. Pero finalmente hay tranquilidad, no hay manifestaciones y eso es un parámetro”, comenta el funcionario José Luis Nava.
La ejidataria Hermelinda Rubio del ejido Congregación Hidalgo, dice que antes había más ayudas. Hermelinda tiene 86 años y recuerda que hace décadas sembraban chile, tomate o algodón.
Su esposo murió en 1993 de diabetes y para el año de 1997 decidió vender todo: la tierra y el agua. “Ya nadie la trabajó. Ningún hijo se interesó”, lamenta la anciana de 86 años. Sus hijos emigraron a Torreón y allí encontraron otro oficio diferente al campo.
En municipios como San Pedro o Viesca, hay menos población que hace una década, de acuerdo con datos del INEGI.
Para Hermelinda, que necesita de silla de ruedas para moverse, era mucha la necesidad. “La casa se estaba cayendo”, rememora. No recuerda en cuánto vendió sus seis hectáreas ni el derecho de agua, pero sí recuerda que el dinero se acabó rápido.
El dinero se termina y los campesinos y ejidos se empobrecen.
“Gente que vendió más caro ahorita anda pidiendo limosna”, cuenta el ejidatario de Las Mercedes, Felipe Varela.
Donde antes Hermelinda y su familia sembraban tomates, chiles o algodón, ahora hay forrajes para alimentar el hato ganadero de la región.