A un año, no tenemos plan ante una próxima pandemia
Thomas L. Friedman, uno de los más connotados columnistas de The New York Times, analiza sobre las experiencias que nos está dejando el COVID-19 y que no estamos considerando
Imaginen que en diciembre de 2019 un país cualquiera tuviera un accidente nuclear: una prueba de misiles que salió mal. Se produjo una pequeña explosión nuclear que envió una nube radiactiva por todo el mundo, la cual causó 2,66 millones de muertes, además de billones de dólares en gastos sanitarios y pérdidas comerciales que casi desencadenan una depresión mundial. ¿De qué creen que estaríamos hablando ahora?
Estaríamos debatiendo un nuevo régimen mundial de protocolos de seguridad de las armas nucleares para intentar que no vuelva a ocurrir.
Pues bien, acabamos de tener el equivalente en el mundo natural de un accidente nuclear de este tipo. Se sospecha que un agente patógeno en un murciélago pasó a otro animal y a un humano en China, para luego subirse al expreso de la globalización, con lo que ocasionó un sufrimiento extraordinario y billones de dólares en daños. Y esto ocurrió después de varias décadas de otras pandemias desencadenadas por interacciones humanas insalubres con la vida silvestre: con murciélagos o civetas en el caso del ébola y el SARS-CoV-1 y es muy probable que con chimpancés en el caso del VIH.
Como acabamos de cumplir un año desde que la Organización Mundial de la Salud declaró que el SARS-CoV-2 (el patógeno causante de la COVID-19) era una pandemia, es oportuno preguntarnos qué acción colectiva inteligente estamos llevando a cabo para evitar que esto vuelva a suceder.
La respuesta, por lo que puedo detectar, es nada, al menos nada significativo.
Y si hablan con veterinarios de la fauna silvestre y otros conservacionistas, les dirán que el salto de SARS-CoV-2 de un animal que vive en la naturaleza a los humanos no solo NO fue sorprendente, sino que un brote similar podría volver a ocurrir pronto. Así que no tiren los cubrebocas que les sobren.
Esa fue la conclusión que saqué de un seminario web mundial que moderé hace unas semanas, titulado “Emerging Disease, Wildlife Trade and Consumption: The Need for Robust Global Governance” y subtitulado “Exploring Ways to Prevent Future Pandemics”. Reunió a algunos de los mejores expertos en las interacciones entre los animales, la naturaleza y los seres humanos, y terminó con una inspiradora charla de la famosa primatóloga Jane Goodall.
Me gustó mucho cómo Steve Osofsky, veterinario de la Universidad de Cornell y uno de los organizadores, resumió la manera en la cual la salud de la fauna salvaje, la salud de los ecosistemas y nuestra propia salud están unidas de manera indisoluble.
Decir que la mayoría de los virus emergentes provienen de la fauna silvestre no es culpar a esas criaturas, explicó Osofsky. Se trata de señalar que a través de nuestros propios comportamientos “invitamos a estos virus a la sala de estar de la humanidad: nos comemos las partes del cuerpo de los animales salvajes; capturamos y mezclamos especies salvajes en los mercados para su venta y destruimos lo que queda de la naturaleza a un ritmo vertiginoso (pensemos en la deforestación), lo que aumenta en gran medida nuestras probabilidades de encontrarnos con nuevos patógenos”.
Lo que estos tres comportamientos tienen en común, añadió Osofsky, es una “causa subyacente en extremo simple: nuestra relación rota con la naturaleza silvestre, a menudo basada en la arrogancia de que de algún modo estamos separados del resto de la vida en la Tierra”.
Es muy sencillo: los bosques, los sistemas de agua dulce, los océanos, las praderas y la biodiversidad que contienen nos proporcionan, en esencia, el aire limpio, el agua limpia, los amortiguadores que estabilizan el clima y los alimentos sanos que necesitamos para crecer, así como la protección natural contra los virus.
Si protegemos esos sistemas naturales, ellos nos protegerán a nosotros. Esta verdad debe orientar todo lo que hagamos en el futuro para evitar otra pandemia de origen zoonótico. Eso significa que, con toda seguridad, hay que dar tres pasos ahora mismo:
En primer lugar, hay que reconocer que muchos de los virus zoonóticos que pueden causar pandemias pueden pasar a los seres humanos a través de los llamados mercados mojados, que venden una mezcla de criaturas domésticas y silvestres de la tierra y el mar, todas amontonadas, junto con los patógenos que portan.
Un informe divulgado en la NPR el lunes afirma que las propias autoridades chinas creen que un mamífero de una de sus granjas de animales salvajes —que crían civetas, puercoespines, pangolines, perros mapaches y ratas de bambú y que abastecían a los mercados mojados de Wuhan— fue el probable portador puente del coronavirus que pasó de un murciélago a los humanos. Pekín tiene que frenar su dieta de animales silvestres.
“Aunque perdimos la oportunidad de impedir que surgiera el SARS-CoV-1 y ahora el SARS-CoV-2, ¿cuántas veces más debe permitir la humanidad que se repita este ciclo?”, preguntó Osofsky. “Es hora de que los mercados que venden animales silvestres (en particular mamíferos y aves) en lugares donde la gente tiene otras fuentes de alimentación sean considerados por completo inaceptables para la humanidad”.
No cabe duda de que hay personas en todo el mundo que necesitan comer fauna silvestre para su sustento y supervivencia. Así que las naciones más ricas del mundo tienen que unirse para ayudar a abordar la pobreza y la inseguridad alimentaria que impulsan estas prácticas, no solo por compasión sino por interés propio.
En segundo lugar, las naciones ricas también deben unirse a fin de reforzar los esfuerzos de la Interpol y otros nuevos esfuerzos para acabar con las cadenas de suministro ilícitas relacionadas con la vida silvestre que alimentan estos mercados mojados en los que hay especies silvestres en peligro de extinción con una gran demanda culinaria y/o cultural.
Durante demasiado tiempo, a los comerciantes y a los funcionarios corruptos que les ayudan se les ha permitido privatizar sus ganancias por la venta de animales salvajes —como los pangolines, cuya carne y escamas son apreciadas por algunos— y luego socializar las pérdidas cuando estas mismas criaturas nos contagian los virus.
Estados Unidos debería amenazar con prohibir todo el comercio legal de cualquier país que no detenga su comercio ilícito de animales silvestres. Las armas nucleares libres matan. También los pangolines enjaulados.
Por último, está la deforestación. Lo que haga Brasil con su selva tropical, lo que hagamos nosotros con nuestra expansión urbana y lo que haga China con su rápida urbanización en áreas silvestres es asunto de todos. Los tres países están eliminando las barreras naturales y ampliando la interrelación, los puntos de contacto, entre la vida silvestre y las personas donde surgen las pandemias. Esto tiene que parar.
“Si las empresas multinacionales pueden seguir ejerciendo la tala o la minería a gran escala en los grandes bosques que quedan en el mundo sin pagar por los riesgos muy reales que esas actividades nos acarrean a todos, tendremos lo que nos merecemos”, dijo Osofsky.
“Pero si las empresas de verdad tuvieran que pagar por los riesgos de pandemia asociados a estas actividades extractivas, quizás algunos de estos proyectos no se llevarían a cabo”.
Como me comentó Russ Mittermeier, jefe de conservación de Global Wildlife Conservation: “Nos maravillamos cuando una nave espacial aterriza en Marte para buscar minúsculos rastros de vida que tal vez existan o no”. Al mismo tiempo, aquí en la Tierra, “seguimos destruyendo y degradando ecosistemas increíblemente diversos, como los bosques tropicales y los arrecifes de coral”, que nos sostienen y enriquecen.
Detener esa práctica es la única vacuna verdaderamente sostenible contra la próxima pandemia. En otras palabras, es hora de que dejemos de buscar vida inteligente en Marte y empecemos a manifestarla aquí en el planeta Tierra.