La 'Fiera'
COMPARTIR
TEMAS
"Lo pronuncio despierta y dormida; a media voz, en silencio, a todo pulmón... tu nombre lo dice y abarca todo.
Es y sigue siendo, incluso, cuando no es".
El diagnóstico del médico fue lapidario: Maka padece depresión. Su rostro se contrajo hasta hundirse en un ceño de funeral y, tras un pausado y exagerado silencio, soltó: Alprazolam o Fluoxetina. Makita ni se inmutó.
Deprimida, la pobre, no volteó ni siquiera cuando aterrada invoqué al santo Malverde, a San Judas y ya encarrerada en la perdición, al mismísimo Dionisios: "¡Las pastillas! Maka, ¿tú también?"
La locura, lo he sabido desde que tengo uso de razón, corre por la familia. La sangre materna no solo se encargó de garantizar que generación tras generación las mujeres de descendencia Adelina mantengan la desproporción 2 a 1 cadera cintura, sino que con una probabilidad de 1 de 3 presenten cierta "inestabilidad emocional", por no decir chifladura.
Pero una perra ¡deprimida! Créalo querido fabulero, no solo me sorprendió, sino que me entristeció.
Vislumbré un futuro de tachas y pildoritas para la inocente canita.
Supe a los ocho años en un viaje a Miami que había dos tipos de locos. Mi madre conducía un automóvil rentado por Coral Gables e intentaba explicar la diferencia entre ella y su prima miamense "O".
"Hay dos tipo de maniaco-depresivos", dictaminó sin preguntarse si la que escribe sabía que era aquello de la manía o de la depresión: "los doers y los not doers", pocheó.
"Yo siempre he estado medio loca", explicó, "pero hago. funciono; en cambio O se tumba en una cama y que el mundo siga sin ella. Si heredaste la depresión, ruega al señor que seas una hacedora", profetizó como quien conjura una maldición.
Los anécdotas de manía colorearon mi niñez. Cleo, el hermano mayor de mi madre, era lo que hoy se conoce como bipolar y lo peor es que no había forma de no fascinarse frente a su locuacidad. Medía un metro 90, era blanco, de pelo castaño, nariz recta y pronunciada, los pómulos perfectamente cuadrados para dar masculinidad a su belleza de porcelana y una sonrisa mortífera que garantizaba un séquito de mujeres siempre derrotadas a sus pies.
Cleo era un huracán hipnótico. Se reía a carcajadas con elegante vulgaridad, gritaba, manoteaba y sobre todo, seducía. Uno despertaba en los veranos en Cuernavaca y lo encontraba dando vueltas en torno a la piscina con patines de cuero, short blanco corto y los hoy inexistentes walkman sobre su cabeza. Saludaba con vozarrón cubano y de la nada, tras mostrar los dientes perfectos debajo de la amplia sonrisa, se lanzaba a la piscina mientras los patines lo hundían hacia el fondo del agua. Mi madre cuenta que antes de morir pasó dos meses inmóvil en una hamaca en Cancún. Aquel relato es lo que su Adelita entiende por depresión: un hombre inmenso, bello, de vitalidad monumental postrado a una hamaca sin el impulso de vida necesario para comer o ir al baño. Ese último año previo a su muerte, el de la depresión que lo "mató de una pulmonía", según atestigua mi madre, fue la cuesta abajo. De Cleo ya no escuchábamos las anécdotas extraordinarias de mujeres desnudas con cruces pintarrajeadas en el cuerpo mientras él practicaba exorcismos, sino de un loco que pululaba por las playas de la Riviera Maya con un maletín de dinero, lo único que le quedó de herencia de sus padres.
Dice mi madre que ella -también depresiva y un poco maniática, de ahí su mote: "La fiera"- se salvó con la muerte de Teo. Entre sus haberes, los hermanos dolientes encontraron un clóset entero de botes blancos con letras verdes. Era Lithium y mi mamá se declaró heredera de la neurótica colección. Hoy, con más perspectiva, entiendo que se medio curó con ella.
De niña yo tenía pánico de mi madre. Era una exitosa doer, pero las risas en una tarde cualquiera podían provocar su ira desmedida. Le desquiciaba que las hermanas Adelinas riéramos a boca suelta mientras ella escribía en su oficina. Salía engendrada en leona con una regla metálica desenfundada y distribuía nalgadas a la que alcanzara primero.
En esos años, mi padre, cada viernes, nos entregaba un sobre amarillo de manila, como los que usaba para rayar a sus trabajadores, en vez de darnos "domingo". Recuerdo que ahorré durante meses para escaparme con mis amigos de la escuela a "Divertido", en Ciudad Satélite. Mi madre detestaba dar permisos, por lo que dejé una nota sobre la mesa y financié la aventura con billetes de 5 y 2 mil pesos. Jugué hasta donde entendió mi aburrida y rígida infancia y regresé aún millonaria. Mi madre esperaba en la acera de la casa de la calle Himalaya. Acusó al chofer de la amiga que nos condujo de secuestrador y a mí me arrastró hasta la casa. Yo lloraba, pero expliqué que con dinero propio había financiado la aventura. En respuesta, arrancó de mis manos los ahorros de mi infantil existencia y destazó ante mí cada uno de los billetes.
Estaba enajenada, era una fiera y yo empecé a temerle hasta que llegó la capilla de botes blancos con letra verde a salvarnos de todo el mal.
El litio está hoy día en desuso, pero su Adelita se convirtió a favor del tacherío para curar hasta los más fieros males.
Por ello estoy dispuesta a lanzar a mi Maka a las garras del prozac, tafilito o paliativo canino que la saque del pasmo en el que cayó. Le palmeé el cráneo y le advertí: "Si es depresión, te curas". Aunque, eso sí: "La vida sin un poco de locura pierde color". Yo extrañé, por ejemplo, los días en que mi madre nos "paseaba" en coche: literalmente su caribe verde perico a toda velocidad sobre la lateral de Reforma riendo como felices locas endemoniadas.
El Universal