Historia de una escalera

Opinión
/ 2 octubre 2015

No debería yo contar esta historia. Pero casi todas las historias que cuento son historias que no debería contar. Y es que quienes lean la que ahora sigue van a pensar que no hay moral en este mundo. Y a lo mejor tienen razón. La verdad es que solamente hay moral en el mundo de la moral. En el mundo mundo, es decir en lo que llamamos mundo, el mundo mundanal, eso de la moral es artículo bastante escaso, si me es permitida esa cínica y triste -todo lo cínico tiene algo de tristeza-, pero al fin y al cabo realista, manifestación.

Este marido de mi historia era celoso. A su lado el paradigmático Otelo era un crédulo, un incauto, un confiado, un cándido, un bonachón, un calzonazos. Y es que el esposo era maduro ya, y su mujer muy joven. Casó el señor cuando bordeaba ya la cincuentena, y ella apenas pasaba de los 20. Había oído él la frase popular que dice: "Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura", y no quiso ser muerto ni mitrado. Para conseguir eso sujetaba a su joven esposa a una estricta vigilancia; ponía sobre ella más ojos que tuvo Argos.

Había un grave problema, sin embargo: el hombre era viajante de comercio. Salía de viaje una semana sí y la otra no, de modo que 15 días al mes estaba ausente de su casa. ¿Qué hacer cuando faltaba? El marido no tenía madre o hermanas a quien confiar a su joven esposa. Tampoco podía llevarla con él. Recurrió entonces a un drástico expediente: cuando salía de viaje dejaba encerrada en la casa a la muchacha. La surtía bien de mandado -así se decía en los años cincuentas del pasado siglo, tiempo en el cual sucede esta veraz historia-; le compraba una buena dotación de revistas para que se entretuviera -Pepines, Paquines, Sucesos para todos, Confidencias-, más alguna novela de Pérez Escrich o Hugo Wast, y al irse cerraba la puerta por fuera con llave y con candado.

Al principio la muchacha se distraía haciendo los quehaceres de la casa, oyendo en el radio las novelas de moda: "Jesusita en Chihuahua", "La intrusa"; los programas de complacencias, y por la noche el noticiero Carta Blanca con Nacho Santibáñez, "La hora azul" de Agustín Lara, y los programas que más se oían por entonces: "El cochinito", para adivinar el nombre de las canciones; "El risámetro", con chistes cuya gracia era medida por un supuesto aparato que registraba la intensidad de las risas en el público; "El doctor IQ", de preguntas y respuestas; "El monje loco", de misterio...

También leía a ratos un libro, o sus revistas, especialmente "Confidencias", que la hacía soñar por sus historias de color de rosa, invariablemente con final feliz, y por el correo sentimental de quienes buscaban u ofrecían una relación, siempre con intenciones serias, claro.

Pero se aburría, se aburría la muchacha. El ausente marido debió prever ese aburrimiento, y considerar que no hay mujer más peligrosa que una mujer que se aburre. Siempre he pensado que nuestra madre Eva comió de la manzana no por maldad, sino por aburrimiento. Que me disculpen los teólogos, pero si Dios hubiera puesto maquinitas en el Paraíso no habría sucedido lo del pecado original.

Un día la seclusa muchacha oyó pasos en la azotea, en el sentido literal de la palabra. Se asomó al patio, temerosa, y lo que vio la dejó en suspenso. En suspenso también queda por hoy este relato, pues el espacio se me terminó. Continuará mañana.




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