Acción, tiempo, lugar
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Comienzo invocando a las viejas unidades aristotélicas sólo para recordar que, si bien las reglas se hicieron para romperse, siempre hay que conocer primero a fondo lo que estamos rompiendo. Este pensamiento, a su vez, me lleva de vuelta a la razón por la cual he decidido escribir sobre esto; así que me veo a mi misma, en una sala de teatro oscura, reconsiderando la razón que me hizo entrar a esa sala en primer lugar. Esto, por supuesto, me ha sucedido muchas veces, en varias latitudes y con diferentes tipos de puestas en escena, y sí, estoy escribiendo este artículo porque a veces yo también me aburro en el teatro.
En lo que a la libertad del artista respecta, es claro que cada quien es libre de presentar el producto que su inquietud y sensibilidad le dicten como apropiado, sin embargo, parece que, a pesar de las buenas intenciones, a veces los espectadores no logramos engancharnos con la propuesta. Una cosa es un montaje con el que no concordamos por ideología o preferencias estéticas, otra cosa es el producto artístico que simplemente no parece funcionar.
Aristóteles en la Poética establece entre muchos conceptos y requisitos las tres unidades: acción, tiempo y lugar. En esencia, el famoso filósofo establecía que para que una obra dramática fuera adecuada en cuanto a estructura y estética, ésta debía de enfocarse en un solo conflicto principal cuyo inicio, desarrollo y final fuera claro, además, la acción debería ocurrir en un periodo de tiempo lineal que no superara las 24 horas y debería ocurrir en un solo lugar, es decir, sin saltos geográficos. Si hablamos del teatro europeo, veremos que hasta antes del romanticismo éstas se siguieron con fidelidad en la mayoría de los casos, siendo las excepciones más conocidas el teatro de Shakespeare y el del Siglo de Oro Español. Los franceses, que claramente amaban las reglas, agregaron una cuarta unidad, la unidad de estilo, que prohibía la mezcla de verso y prosa.
Fueron estas inocentes reglas las que sirvieron como detonante para el enfrentamiento en el estreno de Hernani en el S. XIX y son estas mismas reglas las que sirven a autores contemporáneos como Hans-Thies Lehmann para estructurar las diferencias entre teatro dramático y su concepto de teatro pos-dramático. Pueden parecer desactualizadas, pero sirven hasta hoy como guía para separar aquello que aún podemos llamar teatro de lo que no lo es tanto. Una vez más, la rebeldía contra las reglas solamente es posible cuando conocemos aquello ante lo que nos estamos rebelando.
Los avances tecnológicos y la propia evolución de los modos de vida hicieron posible que poco a poco las unidades de tiempo y lugar cayeran y fueran sustituidas por parámetros más flexibles, por eso hoy en día es de lo más normal presenciar teatro que transita entre diversos lugares y utiliza saltos temporales hacia adelante o hacia atrás. La acción, por otro lado, es un poco más difícil de eludir.
Si bien no me es imposible pensar en obras de teatro cuyo tiempo y lugar no sólo no es unitario, sino que raya en lo inexistente, la acción dramática, aún en sus propuestas más “esquizofrénicas” sigue de alguna manera un hilo conductor. Ni hablar intentar llevar a escena una obra sin acción, eso sería instantáneamente atentar con la raíz del teatro.
“No está pasando nada” es quizá una de las críticas más demoledoras que puede hacer alguien a una obra, un ejercicio escénico o a un texto dramático. Y es que se puede tener ejecutantes haciendo cosas y no por eso generar acción dramática o un sentido que pueda ser transmitido. Decía Aristóteles que “aquello que por su presencia o ausencia no provoca ninguna diferencia perceptible no constituye ninguna parte real del todo”. No exageremos entonces en nuestras pretensiones pos-dramáticas y recordemos que para todo hay límites, algunos más flexibles que otros, pero al fin, límites. No vaya a ser que nuestro afán revolucionario nos lleve a tener una sala llena de gente que se pregunta por qué no mejor se quedó en casa.
Encuesta Vanguardia
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