Cinco décadas de autonomía universitaria en Coahuila. ¿Será?
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El principio de autonomía implica para las universidades públicas la independencia en varios aspectos, dos de ellos básicos para su supervivencia: lo administrativo y lo político. Pero la autonomía es mucho más que eso. Los preceptos de la libertad de pensamiento, que conlleva la libertad de cátedra; la investigación y la difusión del arte y la cultura, constituyen los pilares que sostienen la estructura universitaria.
Las cinco décadas de autonomía recién cumplidas por la Máxima Casa de Estudios de Coahuila no han sido gratuitas, se han conseguido a pulso, principalmente con un movimiento que cimbró sus raíces [P1], surgido poco más de 10 años después de que se le elevara al rango constitucional de autónoma. Dicho conflicto fue provocado por una rasgadura en la más frágil de las envolturas que la protegen: la elección de sus autoridades.
Para lograr sus fines sustantivos, la Universidad necesita de todos los actores que en ella intervienen, pero gran parte de su compromiso esencial reside en sus maestros y sus investigadores, así como en su capacidad para la transmisión del saber y la cultura, y asimismo su capacidad para renovarlos a través de la investigación y la difusión. Inserta en un complejo escenario mundial, con cambios que modifican cada día la tarea educativa con nuevos métodos, nuevas corrientes y doctrinas, nuevas técnicas y tecnologías para la transmisión del conocimiento y la cultura, nuestra Universidad, sumida, además, en los problemas económicos que aquejan cualquier aspecto de la vida actual, no logra ocupar hoy un buen lugar entre las mejores universidades mexicanas. Eso la obliga aún más a enfrentar las exigencias de cambio en sus estrategias y sus esquemas para cumplir cabalmente sus objetivos.
Es hora de revisar la legislación universitaria en cuanto a la elección de sus autoridades. Los profesores y los alumnos emiten su voto “sin ponderación alguna”, según lo manda el Estatuto Universitario, elaborado a raíz de la autonomía. Hace básicamente 50 años, en teoría, y así quedó escrito en papel, eso sonaba muy progresista, y democrático, (sin el muy, porque en lo democrático no hay medias tintas: se es o no se es). La situación es que en los hechos, la experiencia ha demostrado que al menos los rectores han sido designados por un Gran Elector, con la característica de pretender revestir el proceso de cierta legitimidad mediante elecciones internas, en las que ya lo dije, el voto de un alumno de 15 años recién ingresado a la preparatoria tiene el mismo valor que el de un maestro con doctorado y 20 o más años en experiencia docente. En consecuencia, las votaciones en la Universidad Autónoma de Coahuila las deciden los estudiantes, un elemento fácilmente manipulable.
La experiencia, entonces, dicta que obtenida de esa manera, la investidura de un rector o un director se verá siempre carcomida si no cuenta con la adhesión, el consentimiento y, sobre todo, el reconocimiento de sus iguales, lo que no se obtiene con votos imponderables. La Universidad, campo fértil para la rivalidad entre intelectuales y foro competente para que cada quien defienda su saber y su verdad, es al mismo tiempo el lugar ideal para compartir con los pares la percepción que cada quien tiene en su campo de especialidad: es el lugar idóneo para que los iguales decidan quién debe dirigir sus destinos. Cualquier autoridad universitaria, un rector, un director de escuela o facultad, al final y al cabo, no es más que un maestro en función temporal de autoridad.
A cincuenta años, quizás valga la pena poner en duda lo “avanzado” del método que manda la legislación interna, y ponerlo en la balanza con el antiguo procedimiento para la elección de autoridades universitarias, en el que una Junta de Gobierno formada por intelectuales reconocidos proponía al Congreso una terna de la cual debía salir el rector. Siempre puede volverse la mirada al pasado y decir, como Dante a Virgilio: “Guía tú, mi señor y maestro”.