La primera vez que caminé por el Hollywood Boulevard me puse a buscar al Gordo y el Flaco. En las aceras de esa larga calle –“The Walk of Fame”– están grabadas en el piso las estrellas con los nombres de los más grandes artistas que en el mundo del espectáculo han sido. No solamente los hay del cine: también del radio, el teatro y la televisión. Y yo busqué a Stan Laurel y Oliver Hardy: el Gordo y el Flaco.
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El 99.99 por ciento de la gente opina que el más grande actor cómico en la historia del cine es Charles Chaplin. El 00.01 restante lo forma su atento y seguro servidor. Admito que Chaplin fue un genio, desde luego, pero pienso que su comicidad se contagiaba a veces de lo lacrimógeno, y de ese mal que echa a perder tantas buenas obras de arte: el mensaje. A mi juicio eso de los mensajes corresponde a Estafeta, DHL, etcétera. Los artistas deben huir de dar mensajes. Borges es superior a Neruda porque Neruda dio mensajes y Borges no. El artista no ha de tener otro compromiso más que su oficio. Del llamado “arte comprometido” derivan monstruosidades tales como el realismo socialista y la estatuaria mexicana en la época de Calles y de Cárdenas. Vean ustedes el caso de Cantinflas: en blanco y negro −recién salido de la carpa− fue grandioso. En colores, didáctico y moralizante, dejó de ser Cantinflas.
Busqué la estrella de Laurel y Hardy porque creo que son, junto con Buster Keaton, los más grandes comediantes que ha habido en la pantalla. Alguien mencionará a los hermanos Marx. Son espléndidos, sí, pero lo suyo es el gag de las palabras (con la excepción obvia de Harpo). En el cine mudo, Groucho no habría sido lo que fue. El Gordo y el Flaco, en cambio, fueron grandes antes y después de Al Jolson. Y también Buster Keaton, aquel expresivo actor de rostro inexpresivo. En “Candilejas” el llamado “Cara de palo” casi le robó la película a Chaplin, y sin hacer casi nada.
No me da pena confesar que si me dejaran en una isla con una sola película −y la posibilidad de verla, claro− yo no escogería “El Ciudadano Kane”, “El Acorazado Potemkin”, “Metropolis”, “El Nacimiento de una Nación” o cualquiera de las grandes cintas clásicas consagradas por la colección Criterion. Pediría “Sons of the Desert”, una deliciosa comedia de Laurel y Hardy que he visto veinte veces y veinte más querría ver. Y es que en esa película está la síntesis del arte de hacer reír. Como actores, tanto el Gordo como el Flaco alcanzan ahí alturas que ni Laurence Olivier alcanzó nunca.
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Por eso, y por muchas memorias de la infancia, pedí a mi amigo Ángel Martín del Campo, experto en Hollywood, que me guiara a donde están Laurel y Hardy. Ahí recordé a mi padre: en un aparatito de cine de 8 milímetros nos proyectó una vez aquel “rollo corto” que en inglés se llama “Do detectives think?”, la primera cinta que Laurel y Hardy hicieron juntos ya en su carácter del Gordo y el Flaco. Ahora tengo esa pequeña joya en DVD: la hallé en Londres. Considero que aquel viaje a la capital del Imperio Británico valió la pena sólo por haber encontrado la película.
Esta vez, en Hollywood, busqué la estrella de las dos grandes estrellas. Al encontrarla di silenciosamente gracias, no sé si a Dios o a Hollywood, por haber puesto en el mundo a estos grandes señores de la risa. De la risa pura, que es como debe ser la risa.