Elon Musk: ¿sentará a la IA en el banquillo?

Opinión
/ 2 marzo 2024

La ‘inteligencia artificial’ no tiene nada de inteligente. Sin embargo, no necesita serlo para desplazar a los seres humanos y, a largo plazo, convertirnos en criaturas irrelevantes

Hace poco más de un año comenzaron a surgir en el horizonte -el de los humanos comunes- algunas expresiones concretas de un término largamente presente en nuestro imaginario: la “inteligencia artificial”. El hoy popular ChatGPT fue el buque insignia de una flota cuyo número no deja de crecer todos los días.

En teoría, el surgimiento de las herramientas prohijadas por la inteligencia artificial deberían provocar la euforia colectiva, pues se trataría de mecanismos gracias a los cuales podríamos avanzar más rápido en la generación de productos, útiles al beneficio colectivo, surgidos de la única inteligencia real: la natural.

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Múltiples voces, sin embargo, han advertido desde el principio sobre los riesgos implícitos en el uso indiscriminado y sin control de las manifestaciones de la inteligencia artificial. El más visible de ellos es el desplazamiento de personas -empleados a cambio de un salario- de toda tarea repetitiva susceptible de ser capturada por un algoritmo y, por tanto, automatizada.

En el iluminador libro “No cosas, quiebras del mundo de hoy”, el filósofo coreano, educado en Alemania, Byung-Chul Han ofrece un pista clara para comprender la razón profunda por la cual la “inteligencia artificial” no puede equipararse a la natural:

“Lo afectivo”, sentencia Han, “es esencial para el pensamiento humano”. En otras palabras, las sensaciones y los sentimientos son esenciales para el proceso cognitivo, es decir, para considerar a un producto del pensamiento algo inteligente. “La primera afectación del pensamiento es la carne de gallina. La inteligencia artificial no puede pensar porque no se le pone la carne de gallina”, concluye con maestría el autor.

Sin embargo, en el mundo fáctico -sobre todo el de nuestros días- la “inteligencia artificial” no requiere ser inteligente, no necesita pensar. Le basta con ser capaz de, a partir del procesamiento de una cantidad inmensa de datos, replicar el comportamiento humano en tareas repetitivas.

Eso permite, a quienes poseen el capital para desarrollarlos, crear robots con los cuales reemplazar el trabajo humano en aras de la reducción de costos... y la multiplicación de las ganancias para un número cada vez más reducido.

Martin Ford, autor del perturbador libro “El ascenso de los robots”, sintetiza de manera brutal la realidad surgida de este hecho al citar a Alexandros Vardakostas, cofundador de la empresa Momentum Machines, dedicada al desarrollo de robots: “nuestras máquinas no están hechas para ayudar a los empleados a ser más eficientes; están hechas para prescindir de ellos”.

Hace apenas unas horas se difundió la noticia sobre la demanda interpuesta por Elon Musk en contra de la empresa OpenAI -creadora del ChatGPT- y sus cofundadores Sam Altman y Greg Brockman. ¿La razón? La violación del espíritu con el cual el propio Musk invirtió inicialmente en dicha empresa: desarrollar una inteligencia artificial para beneficio de la humanidad.

La idea original, alega Musk en su demanda, era desarrollar una empresa sin ánimo de lucro mediante la cual se desarrollara tecnología para ponerla “libremente” a disposición del público.

Ahora, alega el también fundador de SpaceX, “OpenAI se ha transformado en una subsidiaria de código cerrado de la mayor empresa tecnológica del mundo: Microsoft. Bajo su nueva junta directiva, no solo está desarrollando sino que está refinando una IA para maximizar los beneficios para Microsoft, en lugar de para el beneficio de la humanidad”.

No tengo la menor idea de a dónde conducirá este litigio iniciado en un tribunal de San Francisco. Tengo la impresión, sin embargo, de estar asistiendo a la primera escaramuza de esa batalla a la cual estamos condenados los humanos de la modernidad, de acuerdo con el genial Yuval Noah Harari: la batalla contra la irrelevancia.

“Quizá en el siglo XXI las revueltas populistas se organicen no contra una élite económica que explota a la gente, sino contra una élite económica que ya no la necesita. Esta bien pudiera ser una batalla perdida. Es mucho más difícil luchar contra la irrelevancia que contra la explotación”, dice el israelí en su imperdible “21 lecciones para el siglo XXI”.

Metamos las palomitas al micro y dispongámonos a ser testigos de la batalla en la cual Elon Musk ha realizado ya el primer disparo. Tal vez, sin pretenderlo, también nosotros nos jugamos el pellejo en ella.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3

carredondo@vanguardia.com.mx

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