La ley aún no es de Trump por completo
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No es tan fácil descartar el sistema jurídico
Por Deborah Pearlstein, The New York Times.
A través de la tormenta, a veces cegadora, de órdenes ejecutivas y memorandos en los primeros días del nuevo gobierno del presidente Trump, se vislumbra un patrón: no se trata de un equipo especialmente interesado en la ley.
En sus primeros nueve días, el gobierno declaró que congelaría billones de dólares en subvenciones y préstamos federales, una medida que, en el peor de los casos, viola el Artículo I de la Constitución, que le otorga al Congreso el poder de decidir cómo se gasta el dinero de los contribuyentes, y, en el mejor de los casos, viola el Artículo II, que exige al presidente “ejecutar fielmente” las leyes que aprueba el Congreso.
Trump despidió a funcionarios de carrera, burlándose de las leyes concebidas para garantizar que el empleo en el gobierno se base en el mérito, no en la lealtad personal, y luego empezó a vaciar el Departamento de Justicia de personal jurídico de carrera para poder sustituirlo por leales. Asimismo, emitió una orden ejecutiva que pretendía eliminar la ciudadanía automática por derecho de nacimiento, desafiando no solo la 14ª Enmienda, sino también la idea fundamental de que son los ciudadanos quienes deciden quién debe ser presidente, y no al revés.
Trump para nada es el primer presidente que enarbola un amplio poder ejecutivo. La diferencia esta vez no es únicamente la enormidad de sus pretensiones, un nivel de aspiración autoritaria que supera con creces cualquier otro en la era moderna estadounidense, sino que la administración apenas se molesta en elaborar justificaciones legales para sus acciones.
Muchas de sus órdenes y memorandos hasta ahora son desconcertantemente vagos y contradictorios entre sí, algunos están plagados de errores embarazosos, otros en gran medida están desprovistos de referencias a la ley. No se trata de los movimientos estratégicos de un equipo jurídico de excelencia centrado en aislarse de la corrección judicial, o en preparar un caso modelo para persuadir a los tribunales de que muevan la ley en una nueva dirección. Parecen más bien las órdenes de un equipo despreocupado por los riesgos de cualquier reto legal.
¿Es cierto que la ley no supone ningún obstáculo serio para las ambiciones de los dirigentes de la nueva administración? La confianza de los estadounidenses en la Corte Suprema se encuentra en su mínimo histórico en las encuestas, y una gran mayoría afirma que la Corte Suprema está más motivada por la política que por la ley. La izquierda en particular parece propensa a la desesperanza sobre si los tribunales frenarán nuestro deslizamiento hacia la autocracia. Pero esa desesperación es prematura. No es tan fácil descartar el sistema jurídico.
La suposición de que los tribunales simplemente capitularán ante Trump se basa en algunos malentendidos importantes, empezando por el significado del caso Trump contra Estados Unidos, en el que la Corte Suprema dictaminó que los presidentes gozan de una inmunidad sustancial frente a la responsabilidad penal por la conducta oficial durante su mandato. Pese a lo impactante de la decisión, la responsabilidad penal o incluso civil es solo una de las formas en que nuestro sistema jurídico puede controlar las extralimitaciones del poder ejecutivo. Otra forma —mucho más relevante en este caso— es ordenar a los organismos gubernamentales que tomen (o dejen de tomar) alguna medida.
Eso es lo que hizo la semana pasada un juez de la Corte Federal de Distrito, John C. Coughenour, al bloquear temporalmente la orden sobre la ciudadanía por derecho de nacimiento de Trump. Eso es también lo que pretenden las demandas presentadas en respuesta a la congelación de las subvenciones federales. La inmunidad personal del presidente frente a procesos penales es irrelevante en estos casos.
Además, los tribunales no están tan dominados por jueces partidistas como para que cualquier acción que desafíe a un presidente republicano fracase inevitablemente. Entre 2017 y 2021, Trump consiguió nombrar a más de 200 jueces para la judicatura federal, y los jueces nombrados por los republicanos mantuvieron la mayoría en la Corte Suprema durante todo ese tiempo. Sin embargo, los investigadores han descubierto desde entonces que el primer gobierno de Trump tuvo el peor registro de victorias y derrotas en casos ante la Corte Suprema en comparación con cualquier otro gobierno desde al menos 1937.
En las impugnaciones judiciales relacionadas con litigios de organismos administrativos, la administración no tuvo éxito en más del 75 por ciento de las ocasiones, incluidos algunos de los casos que más importaban a Trump.
Pero incluso ese pésimo historial subestima la frecuencia con la que la ley funcionó para frustrar muchos de los esfuerzos más anárquicos de Trump. Los abogados del gobierno lograron disuadirlo de algunos de los peores abusos de poder mucho antes de que el asunto llegara a los tribunales, incluidos sus intentos en su anterior mandato de utilizar el Departamento de Justicia para emprender acciones judiciales por motivos políticos.
Por supuesto, Trump y su gente han jurado que eso no volverá a ocurrir. Por eso están sustituyendo a los abogados de carrera del Departamento de Justicia por personas en cuya lealtad personal confían más.
Pero hacer que los abogados respalden absolutamente cualquier cosa que quiera Trump podría no ser tan fácil como piensan el presidente y sus asesores. Los políticos pueden mentir todo lo que quieran, pero los abogados están sujetos a normas éticas profesionales. Negarse a seguir todas las órdenes de Trump podría poner en peligro sus puestos de trabajo; sin embargo, seguirlo demasiado ciegamente puede poner en peligro toda su carrera (como Michael Cohen, Rudy Giuliani y otros aprendieron por las malas). Eso quizá explique por qué algunas de estas primeras órdenes del nuevo gobierno carecen en gran medida de orientación jurídica específica, y por qué tienen bastantes posibilidades de ser anuladas en los tribunales.
Nada de esto pretende sugerir que los tribunales —o la ley en sentido más amplio— sean una fuerza singular que pueda evitar que nuestra democracia constitucional se desvíe hacia la autocracia. Todo lo contrario: Trump perderá algunos de estos casos en los tribunales, pero es casi seguro que no todos.
Los presidentes tienen un poder enorme en virtud de la ley; parte de lo que está haciendo Trump es apenas invocar la amplitud de esa autoridad. La supermayoría profundamente conservadora de la Corte Suprema será importante en algunos casos. También lo será la reacción de la opinión pública y del Congreso si el gobierno desafía abiertamente a los tribunales.
Pero el gobierno de Trump ya ha dado marcha atrás en la congelación del gasto, tras menos de dos días de protestas públicas y confusión. Por eso es importante que todo tipo de fuerzas, desde el Congreso hasta las legislaturas estatales y la presión popular, tengan el valor de oponerse a las acciones ejecutivas verdaderamente ilegales.
Para quienes están preocupados por el destino de nuestra democracia, sería insensato confiar únicamente en el Estado de Derecho. Pero también sería un error considerarlo simplemente como un control inane de la autoridad presidencial. Ese tipo de pesimismo se convierte en nuestro destino autocumplido. Puede que el nuevo presidente aspire a un control autoritario. Pero la ley aún no es enteramente suya. c.2025 The New York Times Company.