La reforma de la Virgen
Eduardo de Ontañón, español, vino a México en los años de la Guerra Civil. Fue uno de los muchos desterrados que al triunfo de los ejércitos de Franco tuvieron que salir de España. Nuestro país lo deslumbró. Poeta, ensayista, estudioso de lo popular, halló aquí una veta riquísima para sus meditaciones. Cada día encontraba un nuevo motivo de sorpresa; a cada paso hallaba materia para el entusiasmo, la reflexión o la sorpresa.
Viajó por todas partes, o por casi todas. Luego se estableció en el Distrito Federal, en una vieja casa de la calle de López, en el centro de la Capital. Esa calle, que desemboca en la Alameda, fue favorita de los emigrados españoles. En los años cuarenta caminar por la calle de López era como ir por una calle de Madrid.
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Se dedicó Ontañón a sus tareas de escritor. Ganó la vida haciendo traducciones, arduo ejercicio que dio de comer a muchos de sus paisanos. Publicaba artículos en los periódicos; participó en empresas fundadoras de revistas que desaparecían después del quinto o sexto número; fue socio de aquel Ateneo Español donde se daban conferencias sobre temas de la hispanidad. Iba a los toros don Eduardo, y era frecuente tertuliano de aquellos beneméritos cafés donde se reunían los refugiados para hablar de la inminente caída de Franco y del pronto regreso de los desterrados a su patria, en donde establecerían de nuevo la República. Aquellos cafés fueron “El Papagayo”, primero; luego el “Tupinamba”, el “Campoamor”, el “París” y el “Do Brasil”.
Don Eduardo Ontañón escribió un libro delicioso, ahora joya de coleccionistas. Se llama la tal obra “Manual de México”. Es una especie de instructivo para los españoles recién llegados a nuestro país, a fin de ayudarlos a aclimatarse en él y a comprenderlo. Se les inicia en los misterios de la comida, del habla popular, de los usos sociales, y se les advierte acerca de costumbres españolas que en México son inadmisibles. La primera admonición es sobre la blasfemia: común en España, acá no sólo no se emplea, sino que expone a quien la usa a una absoluta reprobación social.
El más lindo capítulo del libro −al menos así lo pienso yo− es el dedicado a los nombres de los comercios, y muy especialmente de las pulquerías. Esos nombres le sirven al escritor para arriesgar una tesis sociológica:
“...En cualquier país el nombre de un establecimiento comercial puede ser un medio más o menos sugestivo para atraerse a la clientela. Aquí es el resultado libre, fiel y enjolgorizado de la fantasía popular. Leyendo esos letreros en las calles de los pueblos, en los rincones de las pequeñas ciudades, en la inquietud de las ciudades mayores, y hasta en el ajetreo de la Capital, se piensa decididamente que al mexicano no le interesa atraer clientes para hacerse rico: le interesa más jugar, sonreírle a la vida y reírse de ella, gozarla. Llegaría a creerse que el dueño de un comercio popular lo abre y mantiene porque se le ha ocurrido un título ingenioso y quiere lucirlo. Todo lo demás −las ventas, la ganancia− son detalles accesorios...”.
Ontañón recogió un sabroso catálogo de esos nombres. Conocerlos será el propósito de mi artículo de mañana.
(Seguirá).