Las mañanas y las tardes de una madre
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Para mi amada Mamá
Destaca la bondad en su rostro. Permanente alegría cuando observa el primer logro. Anhelante, con el pequeño o la pequeña caminará como si fuera para ella misma la primera vez. Se convierte en una niña al escuchar sus canciones y ver una docena de veces la misma película; leer todas las noches el cuento de Peter Pan que tanto le encanta al niño; ir al cine o al circo; jugar con él a las escondidas y hacer como que se sorprende cuando lo descubre detrás del sofá o dentro del clóset.
Llora con él, con ella, cuando una caída, cuando alguien lo molestó en la escuela, cuando su primer examen en donde no le fue tan bien como le esperaba. Se programa para la hora exacta en que le toca la medicina. No duerme cuando se enferma la niña, el niño, y con aprensión y desesperación observa que la temperatura no cede. Espera con ansias el amanecer para, a primera hora, sea posible contactar al doctor y llevar al consultorio.
Sonreír con el doctor cuando le obsequia una paleta al final de la consulta, pues ya siente pasado el peligro. Sonreír con su cuidadora en la guardería, cuando el niño, la niña, con la mirada pide el dulce del final del día que se le entrega y esta vez observa que se habla de él, pero no se le da el tan ansiado obsequio.
Hacer malabares para asistir a las juntas y festividades del colegio. Estar ahí, para recibir las calificaciones, para saber cómo va su hijo, su hija. El día pudo haber estado pesadísimo. El día, cargado de obligaciones y con el apremio económico encima. Pero ella, y todas, corriendo para llegar a tiempo a la reunión.
Corriendo también para estar presente aquella mañana en la que se celebrará el Día de las Madres, donde su hijo aparece personificado, precisamente lo disfrazó ella, como “El ratón vaquero”. Aquella otra aplaudirá emocionada cuando ve a su hijo de cuatro años dirigiendo la banda de guerra; una más se conmoverá con su hija, que porta la bandera nacional en el Día de la Bandera. Otra madre observa, con dulzura, cómo al niño se le atoran las palabras y al final sale de la fila para ir a abrazarla y llamarla: “¡Mami...!”.
Llegará la adolescencia. La preocupación por el hijo, la hija, los dos que tuvo, los ocho que tuvo, sus andares y venires. A dónde vas y dónde has estado. Avísame cuando llegues.
Qué ropa se compra, cómo quiere lucir ahora que ha crecido tanto. Un día se levanta y de pronto se topa con una sorpresa. Ha llegado el momento, esa mañana única, en que lo ve frente a frente. ¿No estaba algo más pequeño? En un par de semanas, el adolescente se habrá estirado.
Con el estirón, también llegan las nuevas formas. Sus nuevos gustos, en los que ella lo acompañará. En los cambios que experimenta el joven, ahí estará ella. Cuando le ve partir con los amigos, por primera vez, a una sala de cine, el corazón vibra, una mezcla entre lo alegre y lo estrujante, al recordar cuántas veces fue con él a descubrir la magia de luz en medio de la oscuridad.
Crecen. Los hijos crecen y se van. Pero el regreso a casa es permanente. El corazón de la madre espera siempre y recibe siempre. Cuando al final del día, que va anunciando el final de la vida, el hijo, la hija, observan la tarde que cae sobre su madre, llega el más grande y maravilloso: “Gracias, mamá”.