Los paisajes inhóspitos de Isabel Prieto
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Isabel Prieto, mujer de mundo, debió ver un sinfín de paisajes. ¿Conocería las pinturas de los artistas románticos?
Los poetas románticos nos recordaron, en la naciente Revolución Industrial, la importancia de la contemplación. Desde la razón critican el exceso de razón y evocan con nostalgia otras épocas de esplendor artístico. Tenemos el “Hiperión” de Hölderlin y el de John Keats; los poemas cultos y dolorosos de la suicida Caroline Von Gunderrode; los ingleses anarquistas y sus herencias góticas. Uno de los que más me sorprende es “El infinito” del italiano Giacomo Leopardi. A través de una imagen que regala la naturaleza, el escritor escucha la voz de sus adentros. Cada que leo los versos siento como si alguien murmura: “Así que en esta inmensidad se ahoga mi pensamiento / y naufragar me es dulce en este mar”.
Desde entonces tengo una pasión extraña por los poemas paisajísticos. Con los románticos, mi imaginación trae al presente pinturas como “El caminante sobre el mar de nubes” (aunque suene a cliché) o las escenas melancólicas de Gustave Courbet en sus cuadros de “La mar”. Los genios de la plástica comprendieron que un paisaje nunca muestra una sola vista. Los elementos tan exteriores como las montañas o los solitarios campos de nieve retratan inquietudes de los adentros. Para mí, el paisaje es un género pictórico muy íntimo. En poesía, el juego es también evidente. Parece que se habla de una cosa, pero en realidad hay otros fondos en la palabra. Por eso colecciono poemas de paisajes, desde los haikus japoneses hasta los paisajes pasionales de Carlos Pellicer.
Hay un poema de largo aliento de Isabel Prieto de Landázuri que llamó mi atención, entre otras cosas, por el tópico paisajístico. Se trata de “En el Valle de México”, donde la escritora recrea una emotiva estampa del lugar y lo que en ella produce: “No; no pretendo bosquejar osada / Ese cuadro que el alma arrebatada / Refleja claro y fiel / ¿A qué ese intento temerario y vano, / Si hace trizas su encanto sobrehumano / La lira y el pincel? / La humilde nota de mi débil canto / Se confunde en el himno sacrosanto / Que alza la creación. / Ante sus sorprendentes maravillas, / Inundadas de llanto las mejillas, / Mi canto es oración”.
Recuerdo que consulté su biografía y encontré, entre algunos datos imprecisos, una frase curiosa: “Es considerada una de las primeras mujeres en entrar al canon mexicano junto a sor Juana Inés de la Cruz”. En efecto, ella aparece en la “Antología de poetas mexicanos” propuesta por la Academia de la Lengua de nuestro país. El libro se publicó en 1892 para conmemorar el cuarto siglo del “descubrimiento de América”, igual que “Poetisas mexicanas de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX” de José María Vigil. La diferencia es que la Academia, en 400 años, elige 70 escritores y seis autoras, en contraste de las 95 mujeres que presenta Vigil durante el mismo lapso de tiempo. De esas seis, ¿a cuántas conocerán los mexicanos? Me atrevo a contestar que únicamente a sor Juana. Entonces, ¿qué significa “entrar” en el canon? ¿Las poetas tendrían que preocuparse por él o deberían romperlo?
Durante los cuatro años de la licenciatura en Letras, jamás supe de Isabel Prieto de Landázuri, por “muy canónica” que sea. El pasado noviembre, la investigadora María del Socorro Guzmán Muñoz publicó una biografía sobre esta escritora nacida en España pero educada en México. Vivió en las épocas del Romanticismo tardío y murió tempranamente en Europa. El crecimiento de este tipo de trabajos como el de Guzmán representa una transformación necesaria y urgente de la historia de nuestra literatura, donde las mujeres no sean una que otra rareza en las antologías, sino parte natural de la cultura.
Isabel Prieto, mujer de mundo, debió ver un sinfín de paisajes. ¿Conocería las pinturas de los artistas románticos? ¿Podría entrar su obra en este movimiento o pertenece a otra propuesta cultural? ¿Dibujó ella, también, los mares con sus palabras? Lo sabremos pronto, quizá.