Los tiempos que vivimos
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Antiguamente, la distancia que tenía un artista de su público le dotaba de un halo de distinción y misterio. Hoy, esa distancia solamente puede ser auto-impuesta, dado que las redes sociales y nuevas tecnologías de comunicación permiten fácilmente la interacción directa entre público y artista.
Aunque no me vienen a la mente estudios especializados en el impacto de las redes sociales en el sector teatral, es indudable que la dinámica de promoción y difusión cultural ha cambiado. De cierta forma, y aunque nos guste a los artistas ver a la digitalización como un enemigo que vuelve a las personas zombis cibernéticos, la realidad es que el internet es probablemente uno de los inventos que más nos ha acercado a posibilidades reales de democratización del arte.
No parece casualidad que en una era en la que ya no son obligatorios los intermediarios, veamos un florecimiento de múltiples teatralidades, prácticamente imposibles de abarcar con un solo término técnico. Actualmente no tenemos un solo movimiento pujante que porte la bandera de la innovación, sino una serie de corrientes que se influyen mutuamente entre ellas y otros sectores del arte. Esto es quizás a lo que García Canclini se refería cuando hablaba de hibridación en lugar de evolución; otra opción para un artista cansado de constantemente correr hacia lo desconocido. Por cierto, hablo de hibridación no sólo en medios de soporte o tendencias artísticas, pues también vemos una aparición de la influencia de la cultura “popular” en lo que antes era intocable, en “lo culto”.
Pero no todo son buenas noticias. Tanta variedad hace más difícil la formación de públicos numerosos, lo que hablando de ganancias y auto-sostenibilidad del arte lo complica todo. Pensemos no sólo en las diferentes oportunidades económicas y de formación de los espectadores, sino en el hecho de que la hipermodernidad – concepto introducido por Gilles Lipovetsky porque la modernidad ya no nos alcanza para abarcar lo que sucede – caracteriza a una sociedad extremadamente individualista que busca satisfacción de gustos y deseos extremadamente personalizados. Claro, la variedad de oferta teatral, sobre todo en ciudades con gran vida cultural, alcanza para todos los gustos, sin embargo, la competencia que se libra por el número de público limitado es aún mayor. Como García Canclini concluye: es imposible a través de minorías desarrollar campos culturales autónomos. ¿Estamos entonces condenados a depender de las aportaciones del Estado o del mecenazgo de la iniciativa privada? No estoy segura, pero parece haber una evidente desconexión entre la vida cultural y la realidad social que vivimos.
Latinoamérica tiende a adoptar tendencias y modelos de los países hegemónicos y en el teatro pasa frecuentemente lo mismo. Sin afán de abandonar las ideas que realmente resulten útiles y pertinentes a nuestro territorio, es quizás tiempo de pensar el teatro desde perspectivas más cercanas a nuestro día a día.
Una reestructuración tiene que ser pensada al interior del sistema artístico en coherencia con los nuevos paradigmas que se presentan. También, y a pesar de las tendencias estéticas de cada quién, una mayor cohesión del gremio se siente necesaria. Si bien en lo estético vemos un acercamiento entre la conciencia social y la experimentación artística, falta – o se ha perdido – una conciencia de comunidad en el sector teatral que permita impulsar cambios contundentes. El sector teatral en Saltillo lleva años, décadas quizá, intentándolo con mayor o menor éxito en sus iniciativas, pero por una u otra razón estas siempre se abandonan.
Lipovetsky explica que con la hipermodernidad viene el hipercapitalismo, el hiperconsumo y el hiperindividualismo; versiones en esteroides de aquello que conocimos con la modernidad. Es este último concepto es el que más me preocupa, no sólo porque ya parece habernos alcanzado, sino también porque no creo que encontremos respuestas a estos problemas si no es desde la colectividad.
Encuesta Vanguardia
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