Mirador 05/04/2023

Opinión
/ 5 abril 2023
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Pilatos no encontraba culpa en aquel Jesús que le habían llevado para que lo juzgara. Con frases vagas respondía el reo a las acusaciones, y a las preguntas oponía un silencio empecinado.

Algo tenía el hombre, sin embargo, que le daba semejanza de Dios. Era quizá la majestad que fluía de su cuerpo, erguido frente al escarnio de la turba, o la suave dulzura con que veían sus ojos, o la serenidad con que afrontaba el riesgo de la muerte. Por eso, y porque su mujer le había dicho que vio en sueños la inocencia de ese justo, Pilatos no sabía lo que tenía que hacer con él.

Hizo traer a Barrabás, pues era costumbre regalar al pueblo en esos días la libertad de un condenado. Llevó a Jesús y a Barrabás ante la muchedumbre, y pidió a la gente que dijera a cuál de los dos quería libre.

—¡A Barrabás! —gritó con una sola, enorme voz la turba.

Y así Pilatos dejó libre al culpable y condenó a morir al inocente.

Se lavó las manos, y mientras se las lavaba decía para sí:

—Es cosa buena esa invención que los griegos llaman “democracia”. Obré con tino y con justicia en este asunto: dejé que el pueblo decidiera. Y ya se sabe que el pueblo siempre tiene la razón.

¡Hasta mañana!...

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