Patrimonio, memoria y ser

Opinión
/ 3 diciembre 2023

“Vivimos cada vez más en el tiempo presente,

en un ahora que siempre desaparece,

sin un eco del pasado.

Juhani Pallasmaa.

Sin entrar en profundizaciones epistemológicas o conceptuales, la palabra símbolo, en términos generales se define como este vínculo de la identidad con una realidad que se presenta como abstracta y a la cual evoca. Sin embargo, Giorgio Morandi afirma que “nada es más abstracto que la realidad”, tal vez por esto que menciona el artista italiano es que, como seres humanos, buscamos crear estos vehículos que transportan nuestra identidad para poder tratar de entender nuestra realidad o nuestra existencia. Es decir, estos elementos, imágenes, pictogramas, letras, dibujos, objetos o construcciones, responden a nuestra necesidad de adentrarnos en el mundo de lo que desconocemos, pero que se encuentra cargado de significado.

Pallasma dice que existen tres categorías para encontrar el sentido humano de nuestro estar en el mundo: la religión o el mito, la ciencia y el arte, y agrega que la relación entre la realidad y el arte no se manifiesta de forma tan sencilla como a veces pudiéramos pensar. Lo cierto es que un símbolo, se erige en el tiempo y en el espacio, tal como la arquitectura, muchas veces por un suceso significativo, otras por sus cualidades, otras al conjugar y representar la identidad de alguien, de algo o de muchos. Sobre la arquitectura, ésta no es solamente un conjunto de materiales dispuestos de manera equilibrada y útil, tampoco es un símbolo que retrata de forma indirecta lo que se encuentra fuera de ella sino que como el autor menciona: es un microcosmos completo que se inserta directamente en nuestra experiencia y en nuestra existencia.

Entonces, si pensamos en la arquitectura como parte de nuestra cultura y de nuestra identidad, debido a los elementos, materiales, métodos constructivos, pericia, creatividad, volumetría, el lugar o el tiempo en el que se edificó: es un símbolo no solamente por lo que refleja constructivamente o incluso estéticamente, sino precisamente por lo que contiene o contuvo y este vínculo entre lo concreto y lo abstracto. Tal como nuestro cuerpo contiene nuestra alma, nuestra mente o lo que somos. Robert Pogue Harrison, profesor de literatura menciona sobre el lugar y el alma: “en la fusión de lugar y alma, esta es tanto un contenedor de lugar como este es un contenedor del alma”.

Entonces, nuestros símbolos culturales y patrimoniales son contenedores -vehículos- de nuestras aspiraciones y están atados indiscutiblemente a nuestra existencia y a nuestras memorias. Hace poco leía en una publicación que mostraba una nueva tipografía que: “una comunidad se funda en actos de memoria, en las formas en que logra transmitir de una generación a otra, sus creencias y costumbres”. Los signos lingüísticos son un ejemplo de cómo a partir de los caracteres creamos palabras, frases, oraciones o ideas completas; creamos nuestro entorno como reflejo de quienes somos, se conforma nuestra cultura y nuestros símbolos a partir de las memorias significativas que yacen en los lugares y objetos significativos. El patrimonio cultural según García Canclini es un proceso social, colectivo, que se acumula, se renueva, no solamente como bienes y prácticas sino precisamente como este lugar de complicidad social, donde no hay distinción de raza, sexo, género o estatus, donde las diferencias y las convergencias conviven y contrastan los aspectos de la vida social, la enriquecen y la identifican.

La arquitectura creada como una respuesta a nuestra aspiración de infinitud, se convierte en símbolo de nuestra existencia, de nuestra permanencia, la destrucción del pasado, de la tradición inscrita en nuestra arquitectura patrimonial, es como renunciar a nuestras memorias, a nosotros mismos.

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