El derecho a la verdad
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Quizá no existe otro derecho más fundamental que el derecho a la verdad. Sin embargo, no es típico ver este derecho formando parte de los derechos humanos tradicionalmente reconocidos. Tampoco es común ver a este derecho en la discusión sobre los derechos que poseemos y debemos defender.
No sorprende entonces que sea todavía más raro analizar el derecho a la verdad, justificarlo como tal e identificar las mejores estrategias para protegerlo frente a las innumerables amenazas que constantemente se ciernen sobre él. Empero, y quizás como nunca, urge hacer todo esto.
La verdad es una condición para la vida. Sin poder distinguir entre lo comestible y lo que no lo es, reconocer lo seguro de lo peligroso, distinguir al amigo del enemigo, la vida sería literalmente imposible. Todo organismo tiene que hacer este tipo de distinciones de vital importancia.
Cuando los mecanismos correspondientes fallan, las consecuencias son dramáticas. El precio es la extinción. Esta necesidad universal de poseer y usar la verdad se incrementa exponencialmente en el caso de los organismos complejos, particularmente en los dotados de razón.
La verdad es una condición para la razón. Usar la facultad de la razón, ofrecer razones y pedirlas es inconcebible sin la verdad. La facultad de la razón se basa en la capacidad de entender, analizar e idealmente aceptar ideas bien fundadas.
En donde bien fundadas quiere decir avaladas con la evidencia que asociamos con la verdad.
Más aún, la razón está detrás de cada una de nuestras acciones, es la fuente de su justificación, son precisamente las razones que tenemos para actuar. Sin ellas no nos distinguiríamos de todas las otras formas de vida que actúan sin saber qué razones tienen para hacerlo, esto es, sin tener idea de lo que hacen y por qué lo hacen.
La verdad es una condición para la libertad y la responsabilidad. Si por libertad entendemos la capacidad de hacer una diferencia en el mundo de acuerdo con nuestros deseos y creencias, de nuevo sin tener acceso a la verdad esto sería imposible.
A falta de información correcta sobre quiénes somos y en qué mundo vivimos, perderíamos la capacidad de orientarnos y dirigir nuestras vidas.
Dejaríamos de ser responsables de nuestras acciones y de sus consecuencias. Nos convertiríamos en títeres del destino y del azar.
La verdad es una condición para la vida social.
Para poder convivir con otros se requiere la existencia de confianza mutua. Confiar es creer en algo o en alguien. Es suponer que las cosas y las personas son como parecen y dicen ser. Incluso en los peores sistemas sociales los tiranos confían en la obediencia y el poder de la fuerza.
Sin embargo, cuando las mentiras en las que se fundan tales sistemas son reveladas, cuando las promesas son vulneradas y el velo de la apariencia es rasgado, es cuando en la mayoría de los casos las cosas revientan y las cabezas empiezan a rodar.
Es así que en cuestiones sociales no hay nada más estable que la verdad. Es no solamente un principio sin el cual la vida social es imposible, sino el cimiento que posibilita que una sociedad pueda florecer.
La verdad es una condición para la moralidad. Sin respetar las normas morales, cualesquiera que ellas sean, la moralidad sería imposible. Pero para poder respetar estas normas, hay que conocerlas. Esto es, hay que acceder a ellas a través de la verdad.
Más aún, ser honesto con uno mismo y con los demás es un principio básico para el funcionamiento de cualquier norma moral. Incluso los maestros del engaño y la simulación creen ser honestos consigo mismos. Al menos esa gota de verdad tiene que existir en esa ciénaga de obscuridad moral.
Es así que en cierto sentido fundamental no podemos escapar de la verdad, la misma identidad personal depende de ella. Cuando nuestras convicciones sobre quiénes somos son falsas, nos convertimos en una mentira. Nos disminuimos y al final desaparecemos perdidos en una ficción: la propia. Es difícil imaginar una tragedia más grande que esta.
La verdad, entonces, hay que exigirla frente a las autoridades públicas, educativas, religiosas, frente a las fuentes de información y de ayuda, sobre todo frente aquellas encargadas de ofrecer precisamente justicia verdadera.
Y, por supuesto, hay que hacer lo propio. Hay que ser honestos y confiables, ser auténticos.
La verdad es nuestro derecho, pero es también nuestra responsabilidad.
aguilar.esparza@gmail.com
El autor es investigador de la Academia Interamericana
de Derechos Humanos
Este texto es parte del proyecto
de Derechos Humanos de
VANGUARDIA y la Academia IDH