La ‘justicia social’, esa falacia
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Se le atribuye al polemista y político británico William Cobbett que “ser pobre e independiente es una cosa casi imposible”. Mediante el cristal de lo mexicano se pueden deshilvanar múltiples interpretaciones: desde pensar en la carencia y la marginación como una suerte de condena o en el pasmo indolente de esperar que todas las soluciones vengan por “gracia” de los gobiernos, hasta la nociva idea (confirmada reiteradamente en la práctica) de que la pobreza construye capital electoral y los problemas, lejos de resolverse, sólo se administran con cálculo politiquero. Y en ese crisol, no extraña que los discursos populistas tiendan a resonar; el problema es que la demagogia también cuesta vidas.
De sobra está decir que la pandemia del coronavirus ha sumido al país en una profunda pesadilla, agravada por el manejo errático y desarticulado de la emergencia. Casi 180 mil muertes confirman el desastre y el colmo ha sido ver cómo el proceso de vacunación, esos primeros rayos esperanzadores que se posan sobre un mundo atribulado, están contaminándose de asistencialismo y discursos polarizantes, en lugar de cimentarse en una estrategia donde imperen los criterios científicos.
“Por el bien de todos, primero los pobres”, es una de las banderas del presidente Andrés Manuel López Obrador. Nada qué discutir: ha habido durante décadas una violencia estructural que ha acentuado el deterioro de poblaciones enteras, el atraso de comunidades y el abandono de millones de mexicanos y ya venía siendo hora de que un gobierno comenzara a saldar esas deudas históricas erradicando las prácticas que han propiciado una desigualdad cada vez más abyecta. Sin embargo, empecinado en no pasar de lo simbólico, el gobierno mexicano está cometiendo un error al iniciar la vacunación a población abierta en comunidades “pobres” y alejadas que, justamente por esas condiciones, no necesariamente representan focos de alta propagación del virus. Si bien los deficientes servicios públicos y el poco acceso a infraestructura hospitalaria ponen a los habitantes de estos sitios en escenarios de muy alta vulnerabilidad (y señalando que, como cualquier ciudadano, tienen absoluto derecho a la vacuna), el criterio científico marca que se debió haber hecho precisamente lo contrario: comenzar a inocular en los núcleos más densamente poblados y de alta movilidad, para así conseguir una mayor contención del virus en menor tiempo. Entre más población movilizándose, mayor propagación y, en consecuencia, mayor letalidad. Y sin embargo lo que impera es, como siempre, el acartonado y falaz discurso de la “justicia social”.
Pero también, como si no fuera ya suficiente, sigue imperando el encono y la polarización. Para algunos defensores del obradorismo, resultaron un triunfo las penosas escenas de una desorganización que provocó que miles de adultos mayores esperaran durante horas en las filas. Y fue un triunfo porque, según el lenguaje morenista, todo el caos se justifica con el argumento abstracto de que se está transformando al país y quienes se quejan deben entender que las cosas ya no son como antes. Así está el nivel. Lo cierto es que resulta una ruindad indescriptible el que, lejos de aspirar a que las cosas mejoren, se hayan interpretado esos suplicios como signos de igualdad o de una exitosa erradicación de favoritismos. Para algunos fanáticos del presidente cualquier crítica, cualquier lógica exigencia de mejoría, es una diatriba o una resentida patada de ahogado por haber perdido privilegios, cualesquiera que estos hayan sido. Como si todo se tratara de estar de un lado o del otro. Pero es ese torpe maniqueísmo el que enciende la pira de la mezquindad.
El presidente ha prometido que, en un lapso no mayor a un mes y medio, los 15.7 millones de adultos mayores que hay en el país estarán ya totalmente inmunizados, con las dos dosis de la vacuna de AstraZeneca, que es la que se está aplicando en esta fase. Para ello se debe vacunar a un ritmo de poco más de 175 mil personas mayores de 60 años por día, es decir, el doble de las dosis que se aplicaron en la primera jornada, que fueron poco menos de 88 mil. Ojalá la meta se cumpla y los números cuadren. Y que todo transcurra sin esas ridiculeces de falso triunfalismo y, sobre todo, entendiendo que las vacunas las hemos pagado todos con nuestros impuestos y que el aparato gubernamental las debe proporcionar de manera efectiva, garantizando el derecho universal a la salud. La vacuna no la está ofreciendo gratis un político en un acto admirable de magnanimidad, como el discurso populista trata de hacer pensar. Creer esto último es pobreza intelectual y, parafraseando a Cobbett, ese tipo de pobreza tampoco se lleva bien con la independencia.