Tensión entre fe y vida
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Así como el testimonio es factor de convencimiento en la vida cristiana, lo es también para el movimiento contrario (la desilusión y la desesperanza), y por más que queramos argumentar, con el antitestimonio no hay retorno. En mucho es la clave para entender por qué las religiones cristianas, particularmente las mayoritarias, no despegaron más y se quedaron cortas en relación con el porcentaje poblacional mundial.
Aquello de “fuera de la iglesia no hay salvación” se convirtió en un axioma que ya no asustó a nadie y sólo se lo siguen creyendo quienes están a la punta. Así les viene bien, así salvaguardan el binomio hegemonía-zona de confort. Los dineros, el trato diferenciado en lo civil y en lo legal, la vida backstage, los lujos, los viajes, la buena comida, entre otros tantos dislates, aumentan cada vez más la tensión entre la fe y la vida.
Lo de la vida es lo de menos, eso teniendo en cuenta la naturaleza de la que estamos hechos, y con un poquito de tiempo se entenderá en otro momento. La incoherencia, el doble discurso y la simulación son prácticas con las que se ha lidiado desde siempre, así que quienes han fracturado la presencia prolongada de Jesucristo en la historia son peccata minuta en comparación con las formas ordinarias que se utilizan para que siga vigente el mensaje −“un mandamiento nuevo les doy, que se amen unos a otros como yo los he amado” (San Juan 13,34)− que, pese a su simpleza y claridad, sigue sin entenderse y, por tanto, sin vivirse. La realidad no miente.
Será tan complicado entender que la guerra que hoy sigue viento en popa en Europa del Este, las desigualdades galopantes que se viven en el mundo y particularmente en las naciones latinoamericanas, la violencia institucionalizada en los gobiernos locales, la falta de solidaridad de las organizaciones y empresas en relación con sus trabajadores y empleados; la falta de compasión y de empatía que debiéramos tener con quienes menos tienen, se contrapone completamente con el mensaje solidario y fraterno del Jesús que se vitorea por estos días.
Rusia, con su tradición ortodoxa, Estados Unidos con su tradición luterana y calvinista, América Latina y Europa con su tradición católica, celebran los ritos de la Semana Santa en medio de frivolidad, superficialidad, trivialidad, irreflexión, falta de escrúpulos, insensibilidad, desinterés, indolencia y banalidad.
No hay forma de entender tanta devoción y tanta desgracia al mismo tiempo, sólo la incongruencia de quienes afirman grandes verdades y las contradicen al mismo tiempo. Finalmente llamarnos hermanos en el templo no nos complica en lo más mínimo, el problema está en la calle, donde las muertes no paran, donde los suicidios siguen, donde las desapariciones forzadas entristecen a nuestras familias, donde los atentados en sus múltiples formas contra la dignidad humana siguen sin tener final.
No es compatible con el pensamiento cristiano actitudes tan poco cristianas como las que despliegan quienes siguen encareciendo precios, incendiando bosques, contaminando el ambiente, comprometiendo la paz social. No tiene lógica que los gobernantes y los empresarios que tan religiosos y modositos se ven delante de cualquier autoridad religiosa, sean lobos rapaces a los que le importe un comino y medio la vida de los demás. Para poder celebrar el nombre de Jesucristo hay que celebrar el nombre de quienes nos rodean, independientemente de sus apellidos, color o posición social.
El problema, sin temor a equivocarme, se encuentra en la institucionalización del mensaje y en la infravaloración del mensajero. Los hambrientos, los sedientos –y no de justicia solamente, para no complicar el mensaje–, los forasteros, los más pobres, los enfermos o quienes carecen de libertad son, sin lugar a duda, el foco y la meta de Jesús (Mt. 25,31) y de quienes creen en él. Los ritos y la parafernalia son importantes, pero nunca tanto como la vivencia de la fe en la vida.
Una vez más, por estos días santos se pone de moda, porque lo que vivimos está en el marco de la moda, el tema de la fe. Una vez que pase la semana, muchos olvidarán los ramos, el pan, el agua bendita, el fuego nuevo y la riqueza de una teología que fue superada por la religiosidad que reditúa utilidad para que la institución –cualquiera que esta sea– pueda seguir con el copyright de la fe, y eso nos pone en el área de lo lamentable.
La Semana Santa, que en este día termina, seguirá celebrándose por años, como hasta el momento, se hace y de poco o nada servirá si seguimos con el romanticismo barato que sólo deja ganancias para quienes la celebran. Por eso el mundo está de cabeza. Las celebraciones se convierten en conmemoraciones cuando la fe y la vida van de la mano.
Probablemente el signo más claro de que esto ocurra será cuando comencemos a ver que la pobreza disminuye, que la violencia cede, que todos tenemos acceso a servicios de salud, de educación, en fin, a volver terrenal la igualdad y la equidad que son los signos de la justicia. Esos, justamente, son los olores de la Resurrección, lo demás es lo de menos. Dejemos de creer que es suficiente tener fe, porque una fe sin obras es una fe muerta, y no lo digo yo. Así las cosas.
fjesusb@tec.mx