Uso discrecional de bienes públicos; cuando políticos saludan con sombrero ajeno
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La única forma como los Gobiernos pueden realizar obra pública es a través de los impuestos recaudados, que son una obligación de todo ciudadano según lo estipulado por el artículo 31 constitucional, fracción IV. La idea es sufragar la infraestructura de un pueblo, de una ciudad, de un estado, del país. Educación, impartición de justicia, seguridad, salud, carreteras, programas de apoyo social y desarrollo económico, son los rubros que se apoyan.
Son los impuestos municipales (predial, espectáculos, patrimonio), los impuestos estatales (control vehicular, registro civil, notarias, ISN) y los impuestos federales (ISR, IVA, IEPS, ISAN, IETU, entre otros) los que un gobernante tiene para echar mano y poder responder a la encomienda de la construcción de lo público. Por supuesto, dependiendo del “sapo es la pedrada”, quiero decir, mientras más grande la ciudad o el estado, más recursos para aplicar en favor de la ciudadanía.
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En teoría, así debería de ser. Sin embargo, vea la descripción de impuestos –arriba mencionada– y pregunté a sus amigos y a sus vecinos cuántos están a mano con los gobiernos respecto a las contribuciones. En ese sentido, los impuestos siempre han sido un tema –en la práctica– de resistencia, de incomodidad, de dificultad en la operación, sobre todo porque el fin de este no se ve aprovechado.
La verdad, si por todos fuera, y si estuviera a consideración, seguro que la mayoría no los pagaríamos. Por eso una buena cantidad de personas los evade. Si esa es su práctica, no se queje tanto. Mal consejo, primero pague y luego critique. El comercio informal, la compra de facturas, el no estar a tono con los pagos básicos de la mayoría de la ciudadanía dan cuenta de ello.
La sospecha y el lugar común –ayer y ahora– siempre estarán presentes: “para qué pago impuestos si me los van a robar” o “para qué pago impuesto si hacen mal uso de ellos”. Dificulto que quienes nos gobiernan no escuchen esos corrillos. Lo peor es que, sabiendo de la mala fama, no hagan nada para cambiar la percepción. La sospecha de que hacen con los bienes públicos lo que les da la gana, por otra parte, no es infundada; la práctica del patrimonialismo los evidencia.
Creo que ese es el meollo del asunto, el uso indiscriminado de los bienes públicos utilizado como si fuera propio. Porque ese finalmente es el discurso que una buena cantidad de ciudadanos utiliza para no cumplir con sus obligaciones. Dinero que va a parar a las arcas personales de los políticos, de los servidores públicos, de las campañas electorales, de las rifas de casas y carros; los festivales, las ferias, las becas, los viáticos, el uso de autos, el personal en sus casas, los gastos de representación, los viajes excesivos y otras vainas más. Perdón, una desfachatez. Una inmoralidad en el entendido de que lo inmoral es tener conocimiento de las reglas y hacer todo lo contrario. Por eso el desencanto, la desilusión y la tristeza de no ver utilizado adecuadamente el dinero público.
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El uso discrecional de los recursos –cualquier cosa que eso signifique– es lo que puja con relación a los impuestos. Como en la teoría gramsciana, el padre bueno y generoso, extrapolado al estado, nos comparte de sus bienes, que realmente son nuestros. Max Weber dirá con respecto al patrimonialismo que es una forma de gobernar utilizando los recursos públicos como propios. Es la no distinción entre lo privado y lo público. En castellano −porque Weber era alemán−, simple y llanamente es saludar con sombrero ajeno.
Lo peor del caso es que esta desfachatez se convirtió en una práctica ordinaria que se volvió costumbre porque todos –PRI, PAN, PRD, MORENA– lo hicieron cuando estuvieron. Utilizaron y utilizan los recursos como les ha venido en gana. Es un abuso de poder que conduce a malas prácticas que redundan en malas finanzas públicas porque terminan siendo el principio del peculado. Cínicamente, son bienes usados en favor del ciudadano que acaban siendo para el bien del gobernante –popularidad o fortuna–.
Este uso discrecional de los bienes, que son de todos, no es sino la concentración del poder en una sola persona. Y al grito de “hicimos”, “construimos”, “regalamos”, “creamos”, entre otros tantos verbos que denotan acción propia, como de todos es sabido, un tiempecito después abundan los subterfugios para buscar sacar ganancias propias sin tener las mínimas consecuencias.
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Imagine usted, el gasto público para el 2024 en el Gobierno Federal será de cerca de 9 billones 66 mil millones de pesos, según la Secretaría de Hacienda. Para Coahuila el presupuesto será de 55 mil 500 millones de pesos. ¿De dónde saldrá ese dinero? Así es, de los impuestos de todos.
Por tanto, bajo ningún motivo –aunque sea la práctica ordinaria– podemos seguir permitiendo que esas cantidades sean usadas de forma indiscriminada: 1) Si quieren que el ciudadano siga colaborando; 2) si quieren que el país progrese y 3) si quieren que regrese la esperanza y la ilusión gobierne quien gobierne. Creer –los gobiernos– que el gasto público puede usarse como un bien privado, ha sido un error garrafal que nos ha metido en la encrucijada de la desgracia.
La autonomía de los institutos que regulan la transparencia y la rendición de cuentas, si se quiere salir de la cultura de la simulación y del doble discurso, debe de marcar la pauta para salir de la ruta del patrimonialismo, lo otro es la resistencia de la que estamos a años luz. Lo otro es el patrimonio familiar en el servicio público −el servidor público que deja a sus hijos (as) y familiares, como si el cargo fuera propio− que no deja de ser otra inmoralidad y que se llama conflicto de intereses. Pero ese es otro tema. Por lo pronto vienen las elecciones y veremos a muchos saludar con sombrero ajeno. Así las cosas.
Encuesta Vanguardia
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