Harry Potter y el misterio del príncipe: Amor, magia y muerte
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En "El misterio del príncipe" perece un personaje importante y entrañable
Al final se muere. No Harry Potter, desde luego -ni sus adeptos ni las finanzas de la industria cinematográfica podrían resistir semejante tragedia-, y tampoco uno de sus coetáneos, cosa por la que la bola de viejos verdes que integramos el club de fans de Emma Watson nos sentimos de lo más agradecidos. Pero, sí, cierto es que al final de Harry Potter y el misterio del príncipe -sexta entrega fílmica de la serie, de estreno esta semana en México- perece un personaje importante y entrañable, y cierto también que acaso sea ésta, de todas las Potterpelículas hasta ahora filmadas, la que aparece más renegridamente coronada por un halo funéreo.
Se trata, pues, de una cinta de muerte pero también -cosa no menos asombrosa- de una de amor: lo supe desde antes de verla, ya sólo porque en el avión que habría de llevarme a Londres a entrevistar a su director, a sus actores principales y a uno de sus productores, me di a la tarea de leer la novela en que se basa. No fue una lectura particularmente inolvidable -los talentos de su autora, J.K. Rowling, se antojan más cercanos a la mercadotecnia que a la literatura, y las 608 páginas que integran el volumen fluyen lentas, planas y a fin de cuentas sosas- pero me preparó para saber que me esperaba un día dedicado a hablar, sobre todo, de romances adolescentes y de elaboración de duelos.
Hoy que escribo esto he visto ya la película, que me gustó. Primero porque, aunque las que de Harry Potter son lo que Umberto Eco llama narrativas "cerradas" -no las vemos para saber si la magia buena triunfará sobre la magia mala sino para ver cómo triunfará-, la noción misma de contar la historia a lo largo de siete entregas seriadas permite de cuando en cuando una derrota parcial, como aquella con la que culmina ésta, lo que siempre se agradece ya sólo en aras de la variedad.
Segundo, porque, al funcionar como una especie de Bildungsroman light -una narrativa de formación diseñada para la identificación de aquellos adolescentes que oscilan entre lo nerd y lo cool-, la fórmula va acusando ligeras variaciones en cada uno de sus avatares, que llevan a cada novela y a cada película a coquetear con otras convenciones genéricas. (Ver a Hermione penar por el desdén de un Ron de súbito popular e indolente equivale a retrotraer la memoria a la Molly Ringwald de Sixteen candles y de tantas otras comedias teen).
Y tercero -y acaso más importante- porque, aunque casi todas las cintas presentan elementos recurrentes tanto en lo narrativo como en lo visual, Harry Potter y el misterio del príncipe se distingue de sus antecesoras por el ritmo trepidante de sus secuencias de acción y por el esplendor de su fotografía. Mucho nos gusta a los mexicanos jactarnos de que la Harry Potter y el prisionero de Azkabán filmada por Alfonso Cuarón en 2004 es la mejor de la serie; concedo que hace mucho que no la veo pero su memoria se me confunde con la de las otras y me cuesta un trabajo endemoniado encontrar razones para su presunta superioridad. Con ésta, en cambio, se antoja mucho más fácil: la secuencia inicial -una suerte de tanático ballet aéreo ejecutado por una plétora de mortífagos cuyas crueles piruetas terminan por derribar el Millenium Bridge londinense- resulta tan eficaz y aparece tan llena de suspenso como el mejor momento hitchcockiano (enriquecido, además, con una espectacularidad caótica digna de una película de desastre setentera de Irwin Allen), mérito del director David Yates, y la fotografía preciosista del francés Bruno Delbonnel redunda en un show no sólo entretenido y a ratos conmovedor sino visualmente hermoso, equidistante -como la Amélie que también figura en su currículum- de la extravagancia y de la elegancia.
En la tierra de la magia
Sin embargo, cuando llego a los estudios Leavesden en Hertfodshire, a una treintena de kilómetros de Londres, no deja de desconcertarme la idea de dedicar una mañana a hablar de amor y de muerte con los maguitos favoritos de todos los niños. Mientras me instalo en pleno comedor de Hogwarts -sí: es igual de majestuoso en persona-, pienso que ésas son palabras que suenan a película de Bergman o de Buñuel (o a esa cinta de Woody Allen que en el inglés original se titula, justamente, Love and death) pero que, en todo caso, parecerían remitir a cualquier cosa menos a Harry Potter. He aquí, sin embargo, que Harry Potter y el misterio del príncipe aparece marcada por el despertar romántico de los protagonistas -al fin y al cabo ya bullen hormonas en su cuerpo- pero también por el hado maligno que se cierne, más ominoso que nunca, sobre ellos.
El primero en interrumpir su trabajo en Harry Potter y las reliquias de la muerte (la séptima peli, actualmente en filmación) para atender mis preguntas es Daniel Radcliffe, chico no sólo sensible y bien educado sino, además, inteligente y extraordinario conversador. Sencillo, además, puesto que, tras admitir que su personaje resulta "bastante incompetente" en materia amorosa, reconoce que él tampoco tiene mucho de qué presumir en ese terreno. "Somos bastante similares en el sentido en que parecemos un poco torpes de primera impresión", diagnostica con tino. "Estamos más o menos al mismo nivel en términos de nuestro desempeño con las chicas". Lo de enfrentar la muerte a través de su personaje tampoco se le dio fácil, como resulta previsible en alguien tan joven. "No creo haber pasado jamás por un duelo real, verdadero", me confiesa. "Hace unos meses mi abuela paterna murió, y ése fue mi primer encuentro con la muerte de un familiar. En efecto fue un reto actoral tratar de acceder a ese tipo de emociones. Ya veremos qué tal funcionó, qué tanto me acerqué, cuando la película se estrene". (Nota tranquilizadora a posteriori: su conmoción ante la muerte al final de la cinta no sólo funciona sino que estremece.)
En persona, Emma Watson resulta una decepción. Y no porque no parezca inteligente o articulada o hermosa (lo es) sino porque, sin maquillaje ni luces, aparenta unos 12 años (y eso que acaba de cumplir 18). Pese a ello, la habita un puntito de suficiencia, acaso de arrogancia, cuando habla de su personaje: "Hermione es un par de años menor que yo", me dice con tono de mujer de mundo, "yo he experimentado ciertas cosas antes y aplico ese conocimiento cuando la encarno. Siento que va un poco por detrás de mí." ¿Pero no se supone que la mejor amiga de Potter se distingue justo por su inteligencia?, protesto. Mi querida Watson se mantiene inconmovible: "Quiero decir que es muy distinta a mí: mucho más tímida -creo que hasta que besa a Ron nunca ha besado a un chico-, muy insegura, mientras que probablemente yo sea más extrovertida que ella y espero que más relajada". En efecto.
Habrá, sin embargo, que dejar la última palabra a los adultos. Yates, el director, tiene la generosidad de explicar el mérito de la película a partir de la novela: "Los personajes crecen; conforme se hacen mayores, se vuelven más complejos. Las tramas se hacen más intensas y más oscuras: la narración que J.K. Rowling ha creado y que nos ha dado se presta a una maduración -y a una madurez- conforme avanza". Y David Barron, uno de los dos productores -junto a David Heyman-, achaca el buen resultado justo a la universalidad del amor y la muerte como temas: "No es éste un año más en la vida de Harry Potter, sino que, como todo mundo, crece, y la gente que lo rodea crece, y el amor y la muerte son componentes esenciales de la vida adulta, casi tan ineludibles como los impuestos".