La cata del canto
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Hay tantos individuos como voces. Las huellas dactilares no son más distintivas que la voz humana. Aunque dos cantantes de igual tesitura afinen la misma nota con idéntica intensidad, su timbre será distinto. Las diferencias tímbricas están ligadas a muchos factores: tamaño de la laringe, conformación de las cuerdas vocales, configuración de la cavidad bucal, estructura del cráneo, y muchos otros.
Un sonido nunca es “un” sonido; siempre está acompañado de muchos otros de distintas alturas e intensidades: los “armónicos”. Como las rémoras al tiburón, los armónicos acompañan a la nota fundamental, definiendo las cualidades de una voz. Nuestro cerebro es perfectamente capaz de advertir las diferencias cualitativas entre sonidos.
Además de los tímbricos, existen los factores mecánicos o de articulación. Estos tienen que ver con el modo en que cada persona emite un sonido. Una buena parte de ellos tienen lugar de manera automática, pero otros pueden ser voluntarios. En el canto operístico, a la suma de los procedimientos mecánicos y articulatorios para conseguir una emisión sonora eficaz y conveniente, y cuya génesis parte de una voluntad consciente, se le llama “técnica”.
Las reuniones de aquellos que aprecian o cultivan el arte vocal parecen sesiones de cata. En ellas se suelen descorchar con habilidad unas cuantas botellas —quiero decir, cantantes—, para después proceder a la degustación, en la cual los sommeliers echan mano de todo su arsenal teórico, práctico e intuitivo, con el fin de conseguir certeras notas de cata.
“La soprano tenía especial brillo en los agudos, algo de metal en el registro medio, y un fiato envidiable. Sería una voz hermosa de no ser por el caprettino.”
“Brillante”, “metálico”, “áspero”. Ninguno es calificativo propio del sonido: son palabras tomadas de otras categorías. A esta cleptomanía categórica se le conoce como sinestesia. La capacidad asociativa del cerebro humano es inmensa: una personalidad puede ser oscura, y el domingo, amarillo. (Me culpo de lo segundo). Así, una voz puede ser suave, gruesa, rasposa, ligera, pesada, metálica, oscura, blanca, o pastosa.
Pero no solo de sinestesias vive el catador. También utiliza los símiles. En Italia los cabritos se llaman “capretti”, de manera que un “caprettino” es un “cabritillo”. Así que, seguramente, el canto de la soprano en cuestión algo tenía de balido. Otro ejemplo: “¡es un pito de ferrocarril!”, exclama un querido amigo ante las voces atronadoras, ingentes y estentóreas.
Hay otros parámetros a observar en la cata del canto. A la capacidad pulmonar de un cantante se le conoce como “fiato”. Cuando Cecilia Bartoli prolonga su aliento a través de sendos compases de vertiginosas coloraturas, se dirá que hace gala de tremendo fiato. Pero, si a un pobre tenor se le acabase el fuelle antes de completar la frase, la turba de sommelieres vocales diría, para disgusto de la RAE, que estuvo “desfiatado”.
Un elemento definitivo en la cata cantantesca es la afinación, la cual es la consecución de frecuencias sonoras de alturas específicas. Cuando un sommelier del canto percibe en el corcho un tufillo a desafinación, no da ni un sorbo a la voz. Prefiere descorchar otra botella. ¡Salud!
reyesvaldesalejandro@gmail.com