una historia interesante: Fuego en la orina

Vida
/ 17 mayo 2018

¿Qué tienen que ver la orina y las mujeres con el nacimiento del sindicalismo?

Como buen alquimista del siglo XVII, Hennig Brandt estaba en busca de la llamada ‘piedra filosofal’, cuando se topó con el fósforo. En 1669, este alquimista alemán quería saber qué era lo que había en la orina de las personas, así que la juntó en grandes cantidades, la metió en enormes ollas y la hirvió hasta que espesó.

Luego añadió carbón triturado y volvió a calentar la mezcla, esta vez a muy altas temperaturas. El resultado fue un extraño líquido luminoso que ardía ferozmente cuando entraba en contacto con el aire, pero que se podía conservar en agua, donde mostraba un brillo más tenue.

El material fue llamado ‘fósforo’ —del griego phos, que significa luz, y forein, que significa extraño, desconocido (‘una luz que sorprende’). 

Todos los alquimistas y protoquímicos de Europa trataron en vano de copiar el procedimiento de Brandt para obtener el fósforo. Pero no lo lograron.

De hecho, fue el propio Brandt quien finalmente, en un momento de descuido cuando alardeaba de sus conocimientos en un bar de Londres, al calor de las copas, reveló el secreto, que se esparció rápidamente entre sus colegas y competidores. Esta fue, en términos simples, la receta que Brandt divulgó a sus oyentes: “hierva una buena cantidad de orina fresca de tomadores de cerveza hasta que tenga la consistencia de la miel...”. Esas eran las instrucciones para hacer el fósforo en el siglo XVII.

Un elemento indispensable

El hecho de que en aquellos tiempos el fósforo fuera tan inflamable, lo convertía en un instrumento apropiado e indispensable para encender el fuego en las estufas  y prender las veladoras.

Y, cuando en el siglo XIX, dos empresarios británicos —el químico Arthur Albright y el comerciante John Edward Wilson— desarrollaron un proceso para extraer fósforo de huesos de animales, no fue difícil incorporarlo a la vida cotidiana de la gente.

“Los cerillos (como los llamamos en México), no suenan como una industria clave, pero en esa época no podías calentar la comida ni el agua, ni prender una veladora ni una lámpara de kerosene sin cerillos. 

“Por eso cuando se inventaron los cerillos, los había en todas partes, de hecho se vendían en todas las esquinas de ciudades y pueblos”, cuenta  Louise Raw, historiadora social y autora de ‘Striking a light’ (La huelga de la luz).

El problema era que los cerillos del siglo XIX contenían una pequeña cantidad de fósforo blanco. Y fue eso lo que encendió una ahora legendaria disputa industrial protagonizada por las empleadas de una fábrica de cerillos londinense.

Y lo más importante, esa disputa llevó a una huelga de mujeres que sentó las bases del movimiento sindical a nivel global.

 

Los cerillos llegaron a ser tan fáciles de usar que se volvieron inmensamente populares, incluso en las películas de vaqueros. Pero tenían un problema: “Una de las puntas del cerillo estaba bañada en fósforo blanco. Y eso era muy peligroso pues el fósforo blanco es un tóxico fatal”, señala la historiadora londinense Louise Raw.

Una fábrica de cerillos producía la marca conocida como Lucifer (Lucifer es uno de los ángeles caídos, una expresión que significa ‘luz del infierno’). Un nombre muy apropiado para los peligros derivados de trabajarlos en las fábricas.

Lo que hacía que esos cerillos fueran tan populares era que podías prenderlos casi en cualquier lugar: frotándolos contra una pared o la suela de tu zapato... cualquier superficie áspera.

Pero el hecho de que los cerillos tuvieran fósforo blanco era terriblemente negativo para la salud de quienes los producían.

Trabajando en las fábricas, esas personas, la gran mayoría de ellas mujeres, inhalaban los vapores del fósforo día tras día con resultados horribles.

La realidad de quienes trabajaban en las fábricas de cerillos empezaba con dolores en los dientes e hinchazón en la cara y en la mandíbula inferior.

Se trataba de un mal conocido como fosfonecrosis.

“Pero las mujeres estaban tan desesperadas por no perder el trabajo que escondían los síntomas usando pañoletas, pues si los capataces se enteraban de que tenían el mal, las despedían.
“Lo que pasaba luego era que la mandíbula empezaba a necrosarse (necrosis es la muerte patológica de células o tejidos en un organismo vivo).

 Hay historias de la época que cuentan que lo peor era el olor del cuerpo pudriéndose”, describe la historiadora Louise Raw.

“Las trabajadoras  tenían enormes abscesos en la mandíbula, de los que salían pedazos de hueso (que brillaban con un color blanco-verdoso en la oscuridad). Ni siquiera los familiares aguantaban a los afectados viviendo bajo el mismo techo, así que en las últimas fases de la enfermedad los necrosados terminaban viviendo en las afueras de la ciudad, con los leprosos”.

La huelga 
de las fosforeras

Todo empezó con el despido de tres chicas muy populares que fueron acusadas de proporcionar información para un artículo de la periodista radical Annie Besan, que criticaba las condiciones laborales en la fábrica de cerillos.

La protesta contra los despidos se convirtió en una revuelta contra las condiciones de trabajo, de manera que las fosforeras fueron ganando apoyo a medida que el público se fue enterando más y más sobre la realidad de sus vidas.

 

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Presencia en el Parlamento

La periodista llevó a 50 de las huelguistas al Parlamento británico.

“Las chicas les contaron a los parlamentarios sus experiencias y les mostraron los impactantes daños físicos, que tenían sus cuerpos.

“Esas visitas al Parlamento cambiaron las cosas y convencieron a los parlamentarios de que aquellas chicas estaban diciendo la verdad.

La opinión pública también cambió y hasta los diarios se pusieron del lado de las fosforeras. Y En cuestión de tres semanas, presionados por las marchas, lo mítines y las amenazas de huelga, la empresa Bryant & May aceptó casi todas las demandas de las mujeres.

Nace el sindicalismo

La huelga de las fosforeras fue un catalizador vital para el ‘nuevo sindicalismo’. Ellas les mostraron a los trabajadores que era posible unirse y tener éxito en sus demandas laborales.

Fue así como nacieron los sindicatos en Reino Unido. De hecho, para los historiadores, “las fosforeras fueron las Madres del Movimiento Sindicalista”. 

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El poder de Lucifer

Hasta las niñas que vendían cerillos en las esquinas —conocidas como ‘las chicas Lucifer’— se veían afectadas por el fósforo.

Pero en las fábricas las condiciones eran terribles: no había ventilación y las jornadas laborales eran largas y sin descanso.

“Las niñas y mujeres llegaban al trabajo, desenvolvían un pedazo de pan y lo ponían a su lado. Para cuando tenían tiempo de comérselo las partículas de fósforo que estaban en el aire ya lo habían impregnado. Y con el tiempo, tendrían huecos de dientes perdidos en sus encías, por donde el veneno entraba fácilmente al hueso”,escribió la historiadora Louise Raw.

Bryant & May era entonces la principal firma de fabricantes de cerillos del Imperio británico.

Era un negocio enormemente importante, que literalmente ponía a trabajar las fábricas y las chimeneas y veladoras desde Londres hasta Calcuta y Sídney. “Además, la empresa Bryant & May estaba muy bien conectada con los políticos de la época. Es por eso que aunque otros países prohibieron el fósforo blanco, Reino Unido no lo hizo.

Pero las condiciones se deterioraron tanto en 1888 que las obreras se unieron para protestar  y desafiar el poder de los empresarios.   

Con la información de BBC Mundo

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