La ciudad costera española que te hace regresar
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Desde que visité por primera vez hace 40 años esta ciudad costera española, al sur de Barcelona y a la que se llega en un viaje de media hora en tren, siempre me ha hecho feliz.
Por: Alexander Lobrano
En una soleada mañana de domingo, al salir de la pequeña y bonita estación de tren en Sitges, respiré profundo y empecé a reír. Desde que visité por primera vez hace 40 años esta ciudad costera española, al sur de Barcelona y a la que se llega en un viaje de media hora en tren, siempre me ha hecho feliz.
Después de casi dos años y medio de ausencia a causa de la pandemia, volver fue un alivio eufórico. Por suerte, casi nada había cambiado en mi ausencia. Las buganvilias de color fucsia caían sobre la valla de las vías del tren y la plaza frente a la estación seguía a la sombra de robustas palmeras y unos cuantos tamarindos. Al otro lado de la calle, las palomas picoteaban las migajas del desayuno en la acera que rodea las cafeterías y bares, y las banderas catalanas amarillas y rojas ondeaban con la brisa desde los balcones.
Mientras arrastrábamos nuestro escandaloso equipaje detrás de nosotros, Bruno, mi esposo francés, y yo nos detuvimos una o dos veces de camino a nuestro apartamento alquilado para contemplar las espectaculares mansiones modernistas de la calle de la Isla de Cuba, como hemos hecho desde hace 25 años. Estas son alegres estallidos de la arquitectura art nouveau catalana: las casas están decoradas con abundantes mosaicos, azulejos, hierro forjado y molduras, a menudo con motivos florales, y muchas de ellas tienen torres, torretas y otros elementos extravagantes.
En su mayoría fueron construidas por los “americanos”, como llamaban los lugareños a los emigrantes de Sitges que hicieron fortuna en Cuba o Puerto Rico y luego regresaron a casa, muchos de ellos al final de la guerra hispano-estadounidense. Las 69 mansiones que sobreviven están protegidas por la ley y varias de ellas se han convertido en hoteles.
En mi opinión, siempre han representado el admirable modo en que la cultura catalana recibe a la anarquía creativa, como se aprecia en las obras de un arquitecto como Antoni Gaudí, un artista como Salvador Dalí o incluso un chef como Ferran Adrià. En Sitges, también son un síntoma de la tolerancia habitual de la ciudad hacia las diferencias humanas, incluida su aceptación de los viajeros homosexuales, que en otros lugares podrían ser tachados de excéntricos o algo peor.
Cuando tenía veintitantos años, me encantaban los bares y discotecas de este animado centro turístico y me quedaba hasta tarde bailando, fumando fuertes cigarrillos Ducados de tabaco negro y bebiendo brandy español en las rocas, para finalmente volver a casa solo o acompañado ante el borde gris perlado del amanecer para dormir unas horas. Ahora, ya casado, descubrí que los camastros rentados a la sombra en la playa de San Sebastián son el lugar perfecto para la lectura interrumpida por ratos de observar personas y nadar en el Mediterráneo.
Los días de lluvia también son casi bienvenidos. Me encanta volver a visitar el Museo del Cau Ferrat, que fue el taller de Santiago Rusiñol, uno de los pintores impresionistas más queridos de España, y el adyacente Palau de Maricel, la extravagante casa del industrial estadounidense Charles Deering, heredero de la International Harvester Company y mecenas de Rusiñol. El Museo Maricel es el tercero de este conjunto costero y en él se expone una amplia colección de pinturas de Rusiñol.
El origen de Sitges como balneario tiene una historia muy parecida a la de muchos otros encantadores complejos costeros de Europa. En un principio era un pueblo de pescadores que fue descubierto por artistas a finales del siglo XIX, y luego fue ocupado por la burguesía barcelonesa, que construyó extravagantes villas de estilo Tudor que demostraban su anglofilia en el boscoso barrio del Vinyet. Prosperó como refugio liberal durante los años en los que el dictador Francisco Franco estuvo en el poder, pero tras el auge turístico inicial de la década de 1960, todo se detuvo. Sitges nunca se convirtió en una ciudad de convenciones como Cannes o en un patio de recreo para millonarios como Saint-Tropez, lo que significa que, a diferencia de muchos otros centros turísticos costeros, sigue estando al alcance de los bolsillos.
Es probable que el turismo sea su actividad económica más importante, pero Sitges no ha perdido su autenticidad. El estilo de la ciudad se encuentra en sus calles laterales, donde se encuentran negocios que han desaparecido en casi todos los demás lugares: tiendas de artículos para tejedores y costureras, papelerías, jugueterías, junto a bares de tapas donde todo el mundo se conoce.
Cuando llegó la fideuá negra y brillante, el camarero del Costa Dorada nos sirvió en la mesa con una teatralidad encantadora, blandiendo dos cucharas de acero inoxidable con una velocidad y precisión casi mecánicas. Tenía un sabor exquisitamente primario: es el Mediterráneo en un platillo, y asentimos con entusiasmo cuando nos preguntaron si queríamos repetir.
Después de que nos recogieron la mesa, declinamos el postre y pedimos café expreso, por lo que fue desconcertante cuando el camarero llegó con dos copas de champaña y una botella de cava abierta. Cuando levanté la mano para detenerlo, me explicó que la familia de la mesa de al lado nos ofrecía las bebidas. Me giré para darles las gracias y una mujer sonriente me dijo: “¡Disfruten! No nos la íbamos a acabar”.
Le di las gracias y le dije lo mucho que había extrañado Sitges. “¡Bienvenido de nuevo!”, me contestó, recordándome que más allá de sus hermosas playas, su arquitectura, sus restaurantes y su vida nocturna, lo mejor de Sitges son los sitgetanos.