Vigencia

Vida
/ 25 julio 2017

Freddy Mercury murió—, Bruno lloraba y alzaba los brazos corriendo hacia mí, queriendo medir su desamparo en el cielo.

Ahí estábamos, uniformados de frío en una de las canchas de la secundaria, en plena adolescencia, ese lote baldío al que uno va a intentar ser un ente de algo. Era noviembre de 1991. Freddy Mercury moría de Sida a los 45 años de edad, no sabíamos si era joven o no, lo que sí sabíamos era que la muerte todavía no visitaba nuestras casas y que era terrible perder a un hombre estupendo cuya voz era una fuerza inquebrantable.

Ver a Bruno llorar me desconcertó porque yo veía a un hombre llorar, no a un niño. Desde muy temprano tuve la certeza de que, aun en la infancia, todos mis contemporáneos eran adultos al igual que yo, que según mis pesquisas, había “nacido” adulta. Me gustaba pensar que todos sabíamos en cuál juego andábamos, sin dinero, sin llaves de la casa (a esa edad en que se está lejísimos de ser un sujeto confiable para quien sea), sin objetos de valor más que nuestras mochilas, que dejábamos por ahí, en alguna banca de la alameda, para ir de expedición a las calles aledañas, sin tener que cargar todos esos cuadernos cuyo contenido era tan absurdo como lo era estar sentado dentro de un salón gris, escuchando perversiones de alguno de los maestros de la secundaria que lleva, hasta hoy, el nombre del hermano de mi abuelo paterno; o al interior de sus laboratorios, en donde la vida parecía una pesadilla deslavada y sumergida en formol, o tecleando con los dedos ofendidos por el metal en el taller de mecanografía, cuya capitana había sido diagnosticada por todo el grupo como “falta de alma” desde la primera clase.

Intentábamos sobrevivir con la “nada poderosa del mendigo”, como dice Novo. Intentábamos lidiar con el tedio desde nuestra más profunda raíz de tedio. Esos eran nuestros dominios.

La luz en Saltillo en ese tiempo era algo que se nos quedaba en la piel y nosotros, pubertos sucios y agrestes, nos regodeábamos en la radiocasetera (la única de la casa) y en las primeras convulsiones y espumarajos del amor. La lluvia en Saltillo en ese tiempo era algo hermanado con el sueño, y nosotros, pendencieros adormilados, queríamos convertirnos en vampiros, pero en realidad mutábamos en otros seres mucho menos agradables.

Hace 6 años que vivo detrás de mi secundaria (de la que fui expulsada al inicio del tercer año, por cierto). De día llegan el barullo de la banda de guerra y silbatazos de la clase de educación física. De noche me he asomado a través de sus rejas y permanece igual, salvo por los rollos de púas que han puesto encima de los barrotes, a la usanza de campo de concentración. No sé por qué verla a oscuras y vacía me hace recordar con más claridad quién era yo cuando fui adolescente. 

Hace poco supe que a varios alumnos de esta escuela les encontraron armas blancas y de fuego en sus mochilas. La irrealidad. 

Cuando escucho el riff de John Deacon en Under Pressure, aquella palpitante e imperdible canción que Queen y David Bowie grabaran en 1981, vuelvo a esa cancha, al abrazo que le di a Bruno a manera de consuelo, y pienso también, ahora, en las armas que reposan en los salones de niños para quienes el futuro es del tamaño de una bala.

Can’t we give ourselves one more chance? Why can we give love that one more chance? Why can’t we give love, give love, give love, give love, give love...?, canta Mercury, con gran vigencia.

COMENTARIOS

TEMAS
NUESTRO CONTENIDO PREMIUM