AMLO, el presidente del narco
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México ha sido, es, el mayor semillero planetario de políticos impresentables. Debido a ello, salvo contadísimas excepciones hemos padecido presidentes autoritarios, locuaces, deslenguados, corruptos, ilegítimos, torpes… pero nunca habíamos entregado la Silla del Águila a un individuo imbécil.
Andrés Manuel López Obrador ha llenado ese vacío. Gracias a su arribo al poder hoy está completa la galería del horror político nacional, y podemos presumir el dudoso honor de ser un país donde la ineptitud y la estupidez pueden constituirse en las mayores ventajas competitivas de un individuo.
El culmen de la imbecilidad presidencial lo vivimos el jueves anterior, cuando el Presidente y su gabinete de seguridad decidieron dejarse de simulaciones y de una buena vez formular la declaratoria de estado fallido para México, poniendo al Gobierno de la República al servicio del narcotráfico. O al menos del Cártel de Sinaloa.
La historia no ha hecho sino empeorar conforme surgen los detalles con los cuales se demuestra, de forma irrebatible, lo afirmado en este espacio en reiteradas ocasiones: la transformación de cuarta no es sino una broma de pésimo gusto contada por comediantes anencéfalos.
No perderemos el tiempo relatando aquí lo reseñado con profusión por todos los medios de comunicación. Concentrémonos mejor en lo importante, es decir, en el significado de la historia en cuyo centro se encuentra el primer presidente mexicano abiertamente cómplice del narcotráfico.
Como lo sabe cualquiera, en México se ha especulado largamente sobre la connivencia entre el crimen organizado y el Gobierno. Series como “El Chapo” o “Narcos México”, distribuidas por Netflix, exponen –a partir de licencias literarias, desde luego– múltiples ejemplos de esta conducta en la historia reciente del País.
Los medios de comunicación, y no pocos periodistas y escritores en lo individual, han publicado toneladas de artículos de investigación, análisis y libros enumerando las huellas de la sociedad tejida, desde el poder, con los barones mexicanos de la droga.
Con todo, ningún político ha reconocido jamás –ni siquiera después de caer en desgracia por ello– haber usado los instrumentos del poder público para favorecer la actividad de los grupos delincuenciales del País.
Lo más cercano a una conducta como ésta –un suicidio político desde cualquier punto de vista– fue aquella afirmación del exgobernador Sócrates Rizzo García –en febrero de 2011, ante un grupo de estudiantes de la UAdeC, en Saltillo–, en la cual “confesó” la existencia de un pacto con los cárteles de la droga durante los gobiernos del PRI:
“…de alguna manera se tenía resuelto el conflicto del tránsito… había un control y había un estado fuerte y un Presidente fuerte y una Procuraduría fuerte y había un control férreo del Ejército. Y entonces, de alguna manera, decían, ‘bueno, tú pasas por aquí, tú por aquí, tú por aquí, pero no me toques aquí estos lugares”, dijo en aquella ocasión el neoleonés.
Carente de todo rubor, López Obrador no ha tenido empacho en confesar la voluntaria claudicación de su gobierno ante el ejército privado de los herederos del Chapo Guzmán. Y hasta se ha ufanado de ello.
Hábil como pocos para retorcer la verdad, el Presidente ha presentado su vergonzante sumisión ante el Cártel de Sinaloa como un acto de heroísmo, como un evento por el cual los mexicanos deberíamos estarle agradecidos, pues “ha salvado vidas”.
La síntesis apretada de la historia es exactamente al revés: al liberar a Ovidio Guzmán López se le ha extendido una “autorización oficial” a un grupo delincuencial para seguir realizando sus actividades cotidianas, es decir, asesinar, secuestrar, torturar y comerciar con drogas.
Y si al Cártel de Sinaloa se le han garantizado inmunidad e impunidad absolutas, pues lo mismo reclamarán para ellos el resto de los grupos criminales del País pues, o todos coludos o todos rabones.
Con ello, el gobierno del presidente López Obrador ha enviado a los mexicanos el más ominoso de los mensajes: defiéndanse como puedan, protéjanse como mejor se les ocurra, pues la política de esta administración es no incomodar a los señores delincuentes ni con el pétalo de un arresto.
Eso, aquí y en cualquier lugar civilizado del mundo, se llama complicidad, protección gubernamental, patente de corso… y eso convierte también al mexicano en el primer narco-gobierno abiertamente reconocido del mundo.
Los criminales están de plácemes y no tienen empacho alguno en convocar conferencias de prensa para expresar su júbilo. Ayer mismo, José Luis González Meza, abogado de la familia del Chapo, se encargó de reconocer públicamente el favor presidencial: “…muy, muy agradecidos toda la familia, muy contentos, ya él (Ovidio) está en un lugar seguro y finalmente agradecerles que no fue torturado, como se acostumbraba en el pasado…”.
El sueño dorado de toda organización criminal del mundo y sus alrededores: tener a su servicio a las instituciones públicas y, al frente de estas, a individuos a quienes no avergüenza su complicidad con los narcotraficantes.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx