Desde los terribles 2 años a los traumáticos 3: generaciones de padres tienen algo en común

Vida
/ 10 marzo 2016

A veces, pienso en cómo hacían las cosas mis abuelos y estoy segura de que yo no estoy a la altura de ellos. Después, oigo una historia honesta sobre cómo manejó mi abuela Fleeta una situación difícil

En mi experiencia, los bebés de 2 años no son en realidad tan terribles.
Son un poco molestos, un poco agotadores y fatigosos, pero ¿terribles? Con esos mofletes y esas manos rollizas y la piel que todavía tienen muy suave, no es tan malo. Cualquier travesura que hacen los bebés de 2 años es compensada por sus sonrisas siempre listas, esas risas abiertas y los besos húmedos en toda mi cara.

Los realmente traumáticos son los de 3.

Y, en mi familia, los 3 comienzan unos cuatro meses antes de que realmente sean 3, y continúan hasta un par de meses antes de su quinto cumpleaños. Esa etapa de los 3 es un período largo, difícil, obstinado y terrible. Hay menos besos y abrazos y muchos más berrinches y peleas. Lavarse las manos y cepillarse los dientes se convierten en esfuerzos monumentales. Empiezan a perder el oído –o el deseo de hacer feliz a mamá- y se resisten –quiero decir son reticentes- a que les importe.

A mi hijo, que cumple 3 en mayo, le gusta aprovechar cada oportunidad para moverse y patearme las piernas cuando trato de cambiarle los pañales sucios. Por otra parte, no es que me encante cambiar los pañales sucios de caca, pero el hecho de que me castigue por hacer algo tan básico para él es una amarga ironía que no disfruto. Está listo para dar batalla en todo momento. Yo agito la bandera blanca.

No es ninguna novedad, ya lo sé. Pero escribo esto por una razón. Dos razones a decir verdad.

Primero, sé que no soy la primera persona que lucha con un bebé, pero de todas maneras, hay momentos en que siento que estoy haciendo todo mal. El sábado, mis tres chicos lloraban por algo, los varones se peleaban y cada uno lloraba a causa del otro, la pequeña gritaba porque los varones tocaban sus cosas y no paraban de gritar, no escuchaban, hasta que alguien gritó más fuerte que ellos y les dijo que se callaran.

No supe cómo reaccionar. Entonces, lo dejé, cerré la puerta, me fui a mi habitación y me escondí.

“¿Qué estamos haciendo mal?” me dijo mi marido con exasperación.

Montones de cosas, probablemente. Leo libros sobre crianza de los hijos, leo artículos sobre la paternidad, pruebo 
distintas cosas, las sigo hasta el final, aprendo, pongo los chicos en penitencia, a veces grito, levanto la penitencia de los chicos, los abrazo, los beso, trato de hablar pausadamente, les permito ver TV, a veces no, llevo un gráfico, a veces lo olvido. Hay altibajos. Generalmente me concentro en los bajos.

La semana pasada, mi hijo de casi 3 años aprendió a escaparse de su corralito y trepar en el armario. Cuando no duerme la siesta, se pone muy refunfuñón y sus patadas a la hora de cambiar el pañal se vuelven más fuertes y más precisas de modo que me siento muy motivada para hacerlo dormir la siesta. Por supuesto, él está muy motivado para no dormir la siesta. Y cuando fui a ver cómo estaba mi querubín durmiente, lo encontré sentado en el estante junto a una caja de juguetes de la que sistemáticamente iba sacando uno por uno para arrojarlos a los rincones de su cuarto.

No supe cómo reaccionar. Entonces, lo dejé, cerré la puerta, me fui a mi habitación y me escondí.

No es eso generalmente lo que se transmite en los cuentos sobre la historia familiar. De alguna manera, pienso en los 
esfuerzos de mis abuelas y veo que sus hijos se convirtieron en personas inteligentes, respetuosas, cariñosas y 
productivas. Seguro que mis padres, tías y tíos nunca patearon a su madre mientras trataba de limpiarles la cola. Seguro que nunca provocaron a nadie tanto como me provoca mi bebé. Seguro que mis abuelas sabían manejar a sus hijos como para evitar estas conductas. Porque sabían lo que estaban haciendo.

Y yo no.

O por lo menos esa es la imagen que tengo en mi mente. Es la imagen que nos hacemos cuando oímos las cosas buenas sobre nuestros ancestros. Eran perfectos, nosotros no.

Pero no eran perfectos.

Y esa es la razón No. 1 por la que estoy escribiendo esto. Para mi posteridad dentro de muchos años y para mis hijos en los próximos años, yo no hago ningún esfuerzo por ocultar mi ineptitud. Los amo con todo el corazón y espero que ellos también me amen, pero no reivindico ninguna perfección. Pongo la barra tan baja para que ellos puedan apuntar más alto.

Lo cual me lleva a la segunda razón.

Mi tío Bill, hijo de mi abuela Fleeta, que murió antes de que yo naciera, era un chiquito un poco revoltoso. Intentó afeitarse la cara con la maquinita de afeitar de borde recto, era famoso por decir todo lo que le pasaba por la mente y no podía estar quieto. La respuesta de mi abuela fue ponerle un arnés cuando estaban en público para que no pudiera escapar. Hasta el día de hoy, él cuenta esa historia riéndose.

Ese es el tipo de cosa que yo haría, y reconsideraría, y me haría sentir culpa, pensando que estoy haciendo algo que mis abuelas jamás habrían hecho.

De modo que es algo universal. Sean o no historias buenas, nuestras experiencias comparten indudablemente uno o dos cuadrantes en el diagrama de Venn de la crianza de los hijos. Es probable que Fleeta estuviera exasperada, es probable que haya hecho una o dos cosas que habría preferido no hacer, pero de todos modos, la amaban.

Y, pensándolo bien, esos momentos de patadas y siestas sin dormir en realidad no son tan terribles. Son una razón para reír.

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