Juan Rulfo: Sueño y Erotismo
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Conmemorando el centenario de Juan Rulfo, nuestro colaborador Javier Treviño desentraña la onírica sensualidad que el autor imprimió en sus dos principales obras: ‘Pedro Paramo’ y ‘El llano en llamas”
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo;
sólo quedan palabras.
Jorge Luis Borges
“El Inmortal”
I Las voces del poema
Querido Jorge Arturo: continúo con mis vaguedades en torno de la obra de Juan Rulfo. Esta vez, lo primero que debiera decir, aunque muchos lo hayan hecho ya, es que “Pedro Páramo” tiene la constitución de una novela poética, de una novela “lírica” (Freedman, sí, y Sergio Fernández), como a su manera lo son “Farabeuf”, “El hipogeo secreto”, de Salvador Elizondo, y “Los peces”, de Fernández; y que sus cuentos, los que componen “El llano en llamas”, son rutas ficcionales que nos conducen a Comala.
El mismo Rulfo lo dijo en una de las pocas entrevistas que ofreció para la televisión: “Los cuentos de El llano en llamas los escribí como un ejercicio para poder llegar a Pedro Páramo…”, confesión que, al leer su obra, nos parece evidente: la aridez, la precariedad, el dolor, el destino adverso, el erotismo, la austera filigrana del idioma, la muerte y una enrarecida atmósfera de sueño nutren y envuelven casi todos estos cuentos y la novela entera.
Esto, amigo, para no hablar de la técnica narrativa de su autor. ¿No te parece interesante y sintomático, en Rulfo, su necesidad de desaparecer cualquier vestigio de la voz que narra los hechos? Mucho de lo que un narrador convencional realiza en una novela o en un cuento anteriores a las vanguardias y al trabajo de los grandes innovadores del relato contemporáneo –Joyce, Proust, Musil, Broch, Virginia, Faulkner…- queda disuelto y abolido lo mismo en los cuentos que en la novela de Rulfo.
El narrador se nos escabulle, se oculta, se hace a un lado para no protagonizar ninguna acción. La técnica de Balzac, Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Dickens, Dumas, las Brönte y muchos de los sabrosos narradores del siglo XIX -que recurre generalmente a la omnisciencia- queda en Rulfo reducida a lo tangencial, a la extrema elusividad, o de plano, a la desaparición.
¿Quién habla, quién narra, quién cuenta estos cuentos y esta novela poéticos? ¿Y de dónde y cómo surge este aire poético, lírico, en ellos? Para responder las primeras preguntas basta con leer atentamente estas obras; para contestar las segundas, sería necesario navegar hacia las profundidades del autor. Si “el estilo es el hombre”, como se supone que afirmó Buffon, habría que entrar en la carne, en el alma, en la sangre del propio Rulfo. E ignoro si la Estilística, como una de las disciplinas de la Lingüística, sea capaz de semejante hazaña.
Pero no pretendo tanto, amigo. Por el momento me interesa hablarte de dos rasgos que, entre muchos otros, han saltado de las páginas rulfianas a mis ojos, sorprendiéndome con su recurrencia y su poder de seducción. Me refiero, ya lo dije antes, al erotismo y al sueño.
II Eros, Oniria
Si el hombre es polvo
Esos que andan por el llano
Son hombres
Octavio Paz
Casi todos los cuentos de “El llano en llamas” y todo “Pedro Páramo” están rebosantes de un erotismo a veces epidérmico, y otras, plenamente manifiesto y turgente, aunque jamás pedestre. Del sueño puedo decir lo mismo. Pero te preguntarás de qué hablo cuando digo “el sueño”. Para hacerme entender desde ahora, te diré que en este contexto equiparo al “sueño” con lo que algunos llaman “atmósfera onírica” cuando hablan de cierto tipo de obras literarias, dramáticas, cinematográficas o plásticas en general, incluso musicales.
Este ambiente de sueño, esta “atmósfera onírica” que envuelve a Comala y a sus fantasmagóricos habitantes surge en la ficción casi desde la primera página de la novela y oprime como una densa neblina muchos cuentos de “El llano en llamas”. Recuerda “Luvina” o “El hombre”. Imposible llamar a esto “surrealismo” o “realismo mágico”: no hay etiqueta ni denominación posible en un caso como éste.
Rulfo inventa una realidad que se parece a la real, pero la reconfigura y la fija en un tiempo ubicuo, un tiempo que se mueve ante nosotros pero a la vez se encuentra derrumbado en un nebuloso pretérito; un tiempo que fluye en todas direcciones pero que, a la vez, se halla detenido en su corriente o animado en un flujo multidireccional. Gracias a la ficción literaria, Rulfo logra que revivamos un tiempo muerto, y que esos difuntos personajes vivan instantánea y casi simultáneamente una historia de amor que implica a otras muchas historias.
Mientras perdura la actividad lectora, asistimos al milagro: Comala y sus personajes sueñan la vida desde la tumba. Cuando cerramos los libros de Rulfo, esos personajes siguen deambulando por otro cementerio, el de nuestra memoria. Ahí esos seres continúan murmurando sus palabras, sus diálogos: Pedro Páramo y Susana San Juan, Eduviges Dyada, Fulgor Sedano, el joven y gallardo Miguel Páramo… Y ese héroe colectivo y universal que anda, como tantos, como todos, en busca de sus orígenes: Juan Preciado, otro muerto.
Todos hablan. Todos aman, han sido amados o buscan el amor. Todos sueñan el sueño de la vida y viven el sueño de la muerte. Como en un drama o en un guión cinematográfico, Rulfo hace avanzar la acción –si puede hablarse de “avance” en el caso de este autor- gracias al diálogo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…” A partir de este célebre momento inicial todo se craquela, todos los fragmentos de la narración comienzan a giran en torno de un centro: la búsqueda del padre. ¿O la búsqueda y la espera del amor?
Pero en esa búsqueda, Comala se abrirá ante nosotros como un sueño preñado de símbolos indescifrables. Y se abrirá no tanto porque se nos narre su extinta y reconstituida vida cotidiana, sino porque, como en “El Quijote”, los personajes hablan, hablan, hablan, reconstruyendo casi por sí solos un pasado que parece suspendido en el limbo de la atemporalidad.
Y -como en “El Ingenioso Hidalgo”- conoceremos el drama de estos actores rulfianos más por lo que dicen que por lo que el autor nos dice de ellos. Los rasgos y las características de este o de aquel personaje emergerán de esa atmósfera de sueño gracias a lo que otros dicen de ellos, no porque Rulfo se ocupe de describirlos minuciosamente.
De hecho, querido amigo, me da la sensación de que tanto “El llano en llamas” como “Pedro Páramo” son obras surgidas –extraídas, diría- de la nebulosa del recuerdo, como lo es “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Y si la vida, como desde antiguo se intuye, es o parece un sueño, el pasado, y lo que de él recordamos, adquieren con el paso del tiempo la misma inasible y fragmentaria contextura del sueño.
Los cuentos y la novela de Rulfo aparecen ante nosotros como las ruinas de un sueño recordado a medias, como un sueño recurrente cuyos jirones nos persiguen en la vigilia durante años. Esos vestigios, esos jirones del sueño se confunden con la vida antaño vivida, de modo que no sabemos ya si lo vivido fue “realmente” vivido o si fue soñado. Esto no importa para el arte, pues una y otra experiencia se alimentan de manera recíproca: Anacleto Morones y Pedro Páramo son hijos del recuerdo y el recuerdo llega a ser para nosotros un correlato del sueño.
Excavador de lo pretérito y experto oniromántico, Juan Rulfo rescata de su propio subsuelo vivencial un puñado de historias amasadas con “la misma materia del sueño”, resolviendo así, en parte, la tortuosa tarea de encontrarse y así, de paso y acaso sin saberlo, detecta una parte de nosotros, un trozo de nuestra compleja identidad mexicana, siempre en busca de sí. Todos los personajes de Rulfo son el producto de una remembranza que el autor “oniriza”, transformándolos así en “universales”.
¿Hasta qué punto Rulfo fue consciente de este hallazgo? No tengo respuesta para ello. Sabemos que asumía la influencia de algunos autores extranjeros y que su “técnica narrativa” había sido adoptada, adaptada y transfigurada por él para sus propios objetivos, pero el modelado del idioma; el aliento lírico; la atmósfera funeraria, onírica, épica pero a la vez íntima; el erotismo abrasador, ladino y clandestino que envuelve “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” no tienen parangón.
Como un espejo que se estrelló en el suelo y cuyos fragmentos se dispersaron, estas narraciones han sido compuestas –ésa es la palabra- como un “rompecabezas” que debemos armar a través de la lectura y después de ella, pues nos impelen a la relectura y a la reflexión, como tantas otras obras de índole semejante; “Rayuela” es el ejemplo clásico, pero también “Ulises”, “Farabeuf” o “Hamlet Machine”, de Heiner Müller. Estos relatos resultan, además, paradójicos: el telón de fondo es la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera, pero su alusión es tangencial, pues el primer plano lo ocupan las pasiones humanas: la traición, el poder, la muerte, el erotismo, el amor.
Y no es extraño que el erotismo y la muerte se unan aquí en un abrazo funerario y carnal. ¿Es Bataille quien sostiene la idea de que el erotismo es para los franceses una suerte de “petit mort”? ¿Recuerdas sus ensayos “El erotismo” y “Las lágrimas de Eros”? La obra de Rulfo parece el recuerdo de un sueño acaso soñado en la infancia o en la adolescencia y rezuma erotismo por los cuatro costados. En Comala y en los pueblos de “El llano en llamas” todo está, efectivamente, “en llamas”: hay incestos, hijos naturales, encuentros furtivos, feminidad rejega pero anhelante, hombres de masculinidad irresistible como Pedro Páramo o Miguel Páramo, muchachas “violadas” o “robadas”, mujeres arrepentidas por no haberse entregado al placer en su momento…
Todo ese volcán de urgencias eróticas hará erupción entre la aridez de pueblos devotos y fervientes y derramará su lava por calles desiertas y llanuras resecas: pueblos fantasmas cuyos cementerios guardan cadáveres que aún sufren las descargas eléctricas del deseo y que a su manera vuelven a sentir esa “muerte chiquita” del orgasmo o el recuerdo de su espasmo. “Polvo enamorado”, sí, diría Quevedo.
III El Erotismo
Yo solamente soy el vivo espejo
de tus sentidos. La fidelidad
en la garganta del volcán.
Carlos Pellicer
Cuando Eduviges Dyada recibe a Juan Preciado en Comala, ella le habla de un tal Inocencio Osorio, el “Saltaperico”: “Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: “Te vengo a pulsear para que te alivies.” Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos; luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos, invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo; y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que por alguno tenía que dar.”
Humor ladino y sensualidad: esto abunda en la obra de Juan Rulfo. Mujeres que parecen resistirse por pudor, pero que finalmente se dejan seducir, en un abrir y cerrar de labios, por un macho que en el fondo de sí han anhelado durante mucho tiempo. ¿Hedonismo rural? Podría ser, pero, en cualquier caso, el erotismo y la voluptuosidad están presentes en cualquier grupo social por pequeño o por grande que sea. Los animales obedecen a un ciclo natural de celo, pero el género humano parece estar siempre dispuesto para entregarse no a “la llama doble”, como diría Octavio Paz, sino al solo y puro gozo de la carne.
Muchos de los personajes masculinos de Rulfo son bragados y ardientes. Así es Pedro Páramo; así es Miguel Páramos y otros. Pedro Páramo aparece como una seductora combinación de hombre atractivo, viril, sensual y poderoso en todos los sentidos, pero también cariñoso a su manera y tocado por la tristeza, como tantos mexicanos. Por su parte, Miguel Páramo, a sus 17 años, se nos presenta como un joven precozmente lascivo, guapo, irresistible y mujeriego, como su padre. ¿Cómo sé que Pedro y Miguel son así? Pues porque todos los personajes en torno suyo casi lo gritan: al hablar de ellos los retratan, sin necesidad de que Rulfo los describa.
Uno de los momentos más nebulosos de la novela es aquél en el que el joven Miguel Páramo muere galopando en su caballo. El padre Rentería da la noticia a Anita, su sobrina, que fue violada antes por Miguel y cuyo padre había sido asesinado por el muchacho: “Estás segura de que fue él, ¿verdad?”, le pregunta el sacerdote. La chica contesta: “Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara [por el crimen]. Sin moverme de la cama le avisé: “La ventana está abierta.” Y él entró. Llegó abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que comenzaba a hacer cosas malas conmigo.
“Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo.
“Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir.”
¿”La ventana está abierta”? Hombre, Jorge Arturo, al leer esto, uno se pregunta si Anita es tan inocente como para invitar a entrar en su cuarto al asesino de su padre, el atractivo Miguel Páramo, sin medir las consecuencias, o si lo que realmente desea es que el joven vuelva a hacerla suya, ¿no te parece? Me inclino por lo segundo, pues ¿quién se resistiría a la hermosura viril de un muchacho precoz como Miguel Páramo? “Nada se parece tanto a la inocencia como la imprudencia”, diría Wilde.
El fantasma del erotismo recorre Comala y los pueblos de “El llano en llamas” y esto sí que es comunismo, no dictaduras disfrazadas de democracias de extrema izquierda o derecha. Porque el deseo y la sensualidad son, como la muerte, pasiones igualadoras; una vez tocados por ellas, nos olvidamos de posición social, grado académico, color de piel, credo religioso, idioma y demás aditamentos culturales.
Salvo el padre Rentería, no hay personaje en “Pedro Páramo” que no sea una alegre, elusiva o clandestina víctima del erotismo. Y pocos se salvan en “El llano en llamas”, pues hasta Macario, en su ingenuo monólogo, se encarama en la nube del embeleso erótico cuando recuerda el deleite que provoca en él la succión de la dulce leche que le brindan los senos de su querida Felipa. “Anacleto Morones”, por ejemplo, es un colmo exquisito de erotismo. Imagínate qué hubiera sucedido si este cuento se hubiese escrito y publicado en la época de la Colonia. Seguro que la Inquisición habría caído en picada sobre los huesos de Rulfo, ¿no crees? La propuesta de canonizar a un santo varón milagrero que mantenía sabrosas relaciones sexuales con todas sus histéricas seguidoras, hubiera hecho reventar los cristales de las gafas del no menos histérico Arzobispo Aguiar y Seixas, como recordarás, uno de los verdugos de Sor Juana.
Con un ladino sentido del humor, con ironía, con sarcasmo o con albur, el erotismo recorre todas las páginas de “Pedro Páramo” y muchas de “El llano en llamas”. Cuando Fulgor Sedano, el administrador de Pedro Páramo, pregunta a Miguel Páramo: “¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?”, éste contesta: “Vengo de ordeñar.” “¿A quién?”, vuelve a preguntar el administrador. Y cuando enseguida Damiana Cisneros pregunta en la cocina: “¿Cómo se te hacen los huevos [Miguel]?”, éste le responde socarronamente: “Como a ti te gusten.” “Te estoy hablando de buen modo, Miguel”, dice Damiana.
¿Cómo no dejarse seducir por personajes como éstos? ¿Cómo no sentirse atraído por esta versión juvenil de Pedro Páramo, que se colgaba de las ventanas de la casa para ir a retozar con las muchachas que servían en ella? En las páginas postreras de la novela, cuando la voz narrativa es más directa, Rulfo narra el momento en que una Damiana joven advierte la presencia del hombre de la casa y dueño de la Media Luna: “Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuando el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.
“-¡Ah, qué don Pedro! –dijo Damiana-. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan a escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesitaba para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.
“Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.”
Después de que el narrador hace recordar a Damiana que, alguna vez, ese mismo hombre de “cuerpo enorme” la buscó para solicitar sus favores, leemos: “Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.”
No se puede ser más explícito y mesurado al mismo tiempo. Rulfo lo logra con una elegancia estilística y una economía de medios insuperables. Todo este erotismo, sin embargo, desemboca en un amor que no pudo ser por completo: Susana San Juan se nos presenta como una mujer casi inaccesible para Pedro Páramo. Él, que había disfrutado del cuerpo de tantas mujeres, se rinde ante este luminoso fantasma que representa, de algún modo, lo Eterno Femenino. Y su amor por ella es tan grande que, al saberla muerta, se entrega a su propio final. El erotismo se resuelve, entonces, en un anhelo de muerte: ¿un “Liebestod”?
Muchos otros pasajes eróticos de la novela y el libro de cuentos podrían citarse y comentarse ampliamente, pero quisiera entrar ya a ese otro tema del que me interesa hablarte ahora, el del sueño, que por cierto se funde con no poca frecuencia con los del erotismo y la muerte. ¿No te parece sobrecogedor? Supongo que recuerdas el gran ensayo de Albert Béguin, “El alma romántica y el sueño”, o uno mucho más modesto pero interesante, de Peter Süskind: “Sobre el amor y la muerte”, publicado en 2006, que alguna relación tiene con todo esto.
IV El Sueño
Imagen espantosa de la muerte,
sueño cruel, no turbes más mi pecho,
mostrándome cortado el nudo estrecho,
consuelo sólo de mi adversa suerte.
Lupercio Leonardo de Argensola
Si te parece que es una impresión personal, es decir, una sensación que sólo experimenta éste que te escribe, puedes decirlo y objetar cuanto aquí leas. Pero desde que en la juventud leí los libros de Rulfo sentí que había en ellos una atmósfera única, una que sólo había advertido en las novelas y los cuentos de horror o de fantasía tenebrosa, y después, en otro tipo de obras.
Sin embargo, estrictamente hablando, Rulfo no es un autor del género del horror. ¿De dónde, pues, surge ese ambiente entre opresivo y nebuloso, entre melancólico y siniestro que encontramos en sus narraciones? Todo parece en ellas desdibujado a propósito, todo parece abocetado al carbón y escrito en un estado mediúmnico, memorioso y un tanto hipnótico, como, años después, lo descubrí en Proust, quien no nos hace entrar en un horror “literario”, sino en uno mucho más terrible: un horror metafísico, pascaliano, por decirlo así.
Creo que el sueño tiene mucho que ver en esto. Quiero decir: los personajes de “Pedro Páramo” están muertos, y desengañados, sueñan desde sus sepulcros el sueño de la muerte, como los poetas barrocos. Sueñan y conversan. Muchos de los cuentos de “El llano en llamas” parecen, también, evocaciones oníricas o recuperaciones de un pasado teñido ya de sueño. No hablo de surrealismo, querido amigo. Ni el realismo ni el surrealismo tienen mucho qué hacer aquí. Y después de todo, el sueño no es ni de exclusividad freudiana, ni griega, ni medieval, ni barroca.
Juan Preciado escucha cómo Damiana Cisneros describe Comala: “Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.”
¿Comala es un pueblo soñado, recordado, reconstruido fragmentariamente en virtud del ejercicio memorioso de Rulfo? ¿Es un pueblo inventado con todos esos personajes que lo habitan? El autor dijo alguna vez: “Susana San Juan existe. Y aún está viva…”. Supongo que, como muchos otros artistas, el escritor no pudo sino dejarse llevar por el obstinado río del recuerdo y rescatar lo que le fue dado de todo aquello.
El ambiente funerario y onírico en el que nos envuelve su obra y se sumerge toda ella parece inherente al estilo y al autor mismo, pero también es consustancial a la naturaleza de los mexicanos, a nuestra identidad peregrina, a nuestra alma, a nuestra contradictoria ontología. Roger Bartra -como antes Octavio Paz y otros- ha reflexionado mucho y con gran lucidez en torno de esta enigmática veta. ¿No crees que hay bastante por descubrir todavía? Rulfo es uno de esos autores que lanza un poco de luz sobre la oscuridad de nuestra idiosincrasia, que mucho tiene de onírica y ensimismada.
Damiana Cisneros continúa diciendo a Juan Preciado: “Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora.”
Esta desolación, este rumor que dejó de escucharse en ese remoto pretérito para dar paso al silencio del presente memorioso en el que todo esto se reconfigura, me recuerda un cuadro de María Izquierdo, seguramente hecho después del sueño. Representa a una mujer que se asoma por la ventana de una casa pueblerina; con su mano derecha ella ofrece al exterior una cabeza cortada de mujer que llora; los largos cabellos negros de esta cabeza plañidera se enredan entre árboles flotantes cuyas raíces entran por otra ventana; afuera, por un lado de la casa, marchan cuerpos mutilados que se pierden en una arenosa lejanía; bajo la ventana principal, una pequeña canoa que contiene una cruz azul es regada por las lágrimas de la cabeza cortada.
Todo habla en este cuadro, pero su discurso es virtualmente hermético. Su lenguaje es la pintura, pero el idioma es propio de María Izquierdo. Creo que de Juan Rulfo podría decirse algo similar: todo está dicho en los dos o tres libros que escribió; su ámbito es la literatura, pero el código en que se comunica, con ser el “español”, también es netamente rulfiano. Como la fila de cuerpos mutilados de María Izquierdo, los personajes de Rulfo parecen ir en busca de su propia vida, extraviada inadvertidamente el alguna parte del camino, igual que Miguel Páramo.
Esa atmósfera onírica de la que te hablo no es comparable a otras que conozca, y si lo es, el parangón resultaría ocioso. ¿Tiene algún caso, por cierto, citar aquí a Freud, a Jung, a Lacan y a otros más? ¿Es necesario nombrar a Bachelard, por ejemplo? Si se tratara de un ensayo académico supongo que tendría que hacerlo; por fortuna, esto no es sino una divagación. Más valdría mencionar a algunos poetas nahuas, a Elena Garro, a Salvador Elizondo, ¿a Francisco Tario?
Uno de los pasajes más sugestivos de la novela de Rulfo es aquél en el que Eduviges Dyada narra a Juan Preciado la muerte del hijo de Pedro Páramo: “Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió. Estaba ya acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. […] No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo…”
El joven Miguel cuenta a Eduviges que él iba a ver a su novia a un pueblo cercano, pero al cruzar a todo galope el lienzo de piedra que su padre había ordenado construir poco tiempo atrás, ya no pudo encontrar ese pueblo: “Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se los dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.” Eduviges lo fulmina y nos fulmina con su respuesta: “No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto…”
Hay cosas que sólo pueden ocurrir en los territorios del sueño, pero también sabemos que las fronteras entre la realidad real y el sueño no son del todo nítidas. Ni la más sofisticada teoría psicoanalítica podría desentrañar hasta su médula el sentido último del sueño. Ni por casualidad me atrevería a utilizar las herramientas de la psicología para acercarme a la obra de Rulfo. En este momento sólo señalo algunos de los rasgos que, en mi opinión, envuelven esa obra en un ambiente que no puedo calificar, provisionalmente, sino de onírico.
¿Cómo es que Rulfo llega a estas creaciones? No tengo una idea clara de ello, pero algo tiene que ver la técnica que utiliza, lo mismo en la novela que en muchos de sus cuentos. La dislocación del “tiempo lógico” es uno de los recursos que permiten al autor jugar con la trama. Eso es también característico del sueño. En éste, como en “Pedro Páramo”, lo “crono-lógico” ha sido abolido. El tiempo no existe y el espacio es múltiple. Además, el tiempo y los espacios de la narración quedaron suspendidos en la muerte y desde su ámbito se habla, se recuerda, se murmura.
Sugiero otra analogía plástica. ¿Recuerdas la obra del pintor mexicano Alfredo Castañeda? Muchos de sus cuadros representan extraños personajes -¿autorretratos?- que literalmente están disolviéndose en el aire; la materia de que están hechos se fragmenta y poco a poco se desprende del resto en forma de ingrávidas y pequeñas partículas. La sensación que provocan estas obras en el espectador es escalofriante: dentro de unos momentos ya no habrá personaje, ya no habrá qué ver; el lienzo se quedará vacío pues la materia de la que estaba hecho se ha pulverizado, el viento del Tiempo se la habrá llevado por completo. Eso parece Comala. Eso parecen los personajes de Rulfo: entes fragmentarios e ingrávidos cuya identidad el lector debe reconstruir, no sólo para comprender la obra del escritor, sino también para entenderse un poco a sí mismo.
La teoría de la relatividad y la mecánica cuántica relativista, transfiguradas en literatura: ¿no te parece descabellada esta idea, la de un perfecto lego en ciencias duras y blandas? Pero es que no encuentro otras analogías; las que pudiera establecer entre la obra de Rulfo y las teorías literarias contemporáneas han sido ya tan revolcadas y vueltas a revolcar, que sería necesario lavarlas, sacarlas de la casa y tenderlas al sol, lejos de la Academia, para que vuelvan a adquirir algo de su lozanía.
El mayor recurso de Rulfo, sin embargo, es el estilo, y no sé si a eso se pueda llamar “recurso”. El ambiente, la atmósfera onírica de la que he hablado, la tonalidad oscuramente poética de su obra no es sino producto de su estilo, un estilo en el que se unen una varonil austeridad y una riqueza verbal aparentemente sencilla, el habla “popular” y el discurso de un escritor irrepetible. ¿Por qué “popular” entre comillas? Porque Rulfo re-inventa el habla popular, sin despojarla de su propia poesía y de su musicalidad.
Ya termino, querido amigo, con estas líneas de “Pedro Páramo”. Pero antes te ruego que, al contestar esta carta analógica, como las que te gusta escribir, me contradigas en todo lo que te parezca confuso y errático:
“Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.”