La casa que reconforta el alma de los deportados
Luego de haber visitado un infernal desierto de cadáveres a su paso y de haber visto caer todos sus sueños uno a uno en el camino, esta casa ubicada en la frontera de Acuña, Coahuila, siempre está de puertas abiertas para ellos, los deportados.
Por: Jesús Peña
Fotos y video: Marco Medina
Edición: Kowanin Silva
Diseño: Edgar de la Garza
Los dos cadáveres que encontraron tirados, abandonados, en mitad del desierto de Sonoyta, eran una advertencia, sin duda, un mal presagio de lo que vendría después.
Más adelante, cuando llevaban ocho días de haber cruzado furtivamente a Arizona y esperaban medio escondidos, medio escamados, medio cansados, al coyote para que los recogiera y los internara en territorio gabacho, cayó la perrera de la migra y se los cargó.
¿El coyote?, ¿qué quién era? quién sabe, son personas que se dedican a eso, no dicen quiénes son ni cómo, solamente que en tal parte los van esperar y no dan más información.
Venían siete y Jesús Barrera López, de Álamo, Sonora. Su tirada era llegar a Los Ángeles, California.
El desierto era un calentador, un brasero a 50 grados bajo sus pies.
Uno de aquellos muertos estaba sin piel, la pura osamenta, el esqueleto nomás, no había forma de reconocerlo.
El otro apestaba a 100 metros de distancia que ni los buitres se acercaban.
Jesús se acercó, lo miró.
Estaba como tieso.
En la caminata habían divisado dos bultos tapados con bolsas negras que ellos a los lejos se figuraron, del hambre y la sed que traían, comida, un mandadito que hubiera dejado por el camino algún arrepentido de seguir la ruta peligrosa, peliaguda, de sus sueños.
Cuando uno de los que iban en la punta de la caravana arañó una de aquellas bolsas, se topó de golpe con un rostro descarnado, la calavera, y se espantó.
Tan espantado iba el pobre que no volvió a probar gota de agua en lo que restó del trayecto y si tomaba la devolvía.
Hasta que los demás lo tranquilizaron.
Es difícil sacar esas cosas de la memoria de uno.
La pesadilla duró ocho soles y ocho lunas de cabalgata en los lomos del desierto de Sonoyta, considerado un importante cruce de migrantes de México a Estados Unidos.
Ya después vino lo de la migra.
Unos sheriffs que andaban patrullando ahí les sonrieron, les dieron agua, los trataron amablemente.
Venían con dos canes.
Luego los detuvieron, los condujeron a Migración, los hicieron ponerse una sudadera y un pantalón, plomos, el uniforme de la prisión y los metieron en prisión.
“En Acuña es fácil distinguir a los deportados por el uniforme de la prisión. Por eso lo primero que ellos quieren es llegar a cambiarse de ropa para partir a su pueblo”, dice Hermenegildo Villalpando Gómez, el Padre Mere, párroco de la Iglesia de Santa María de Guadalupe y asesor de la Casa del Migrante Emaús, de Ciudad Acuña, a donde llega un promedio de 20 a 25 migrantes diarios, que están en constante tránsito, unos vienen otros van.
Allí los tuvieron dos días a puros burritos de frijoles, a veces calientes, a veces fríos, a veces helados; galletas y agua.
Dos días de burritos calientes o congelados, galletas y agua, en la prisión.
Los sheriffs preguntaban que por dónde habían cruzado, que a dónde iban y que qué tipo de trabajo iban buscando en el país de sus ensueños: el gabacho.
Al tercer día los sacaron de la prisión, les aconsejaron que no hicieran confianza de los coyotes, los treparon a un bus y los aventaron por Acuña.
Eran bastantes.
Jesús, creyó que eso de que los aventaran por Acuña era para darles un escarmiento, para que ya no volvieran a intentarlo, para que vieran que estaba difícil.
“Y a lo que vi yo está muy difícil ahorita, las personas están batallando mucho y el gobierno está un poquito más duro en Estados Unidos. Ha sido más frecuente que las personas estén fracasando en este intento, que se queden a medio camino en su deseo de migrar“, dice.
Entonces pensó, no supo por qué, en los dos hombres que habían encontrado muertos en el desierto y que murieron de sed, de insolación, tal vez.
El más entero tenía como 22 años en el semblante. No se miraba muy viejo.
Jesús tiene 34.
Alguna vez que le tocó irse por el Sásabe, otro de los principales cruces de migrantes, en seguida de Sonoyta, vio debajo de un mezquite a una familia.
Sintió feo y ya no quiso seguir de ver a un niño pequeño, una niña, el papá y la mamá, ahí acostados, sin esperanza, abandonados ahí, porque ahí habían quedado.
A Jesús le entró el pánico, el miedo a eso y se devolvió pa atrás, como dicen los repatriados.
Ahora estaba en Emaús, el albergue para deportados que hace tiempo abrió la iglesia católica en Acuña.
Alguien le dijo que fuera ahí, alguien lo llevó, quién sabe.
En la puerta de chapa con ventanita lo recibieron Miguel Sánchez y Lilia Guadarrama, el maduro matrimonio, con hijos ya casados, que migro de Toluca, desde hace un año, para servir en esta casa porque:
“Hay una cita en Mateo 25 donde el señor hace referencia a esto: ‘porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero, (o sea migrante), y me hospedaste, porque estuve preso y me visitaste, también enfermo o desnudo y me vestiste’, y entonces le preguntan a él ‘¿cuándo hicimos esto contigo?’, y él les dice ‘cuando lo hicieron con uno de estos más pequeños, conmigo lo hicieron’. Bajo esa cita, y basados en la Palabra de Dios, es que se hace el servicio aquí en la casa. Es Jesús, el mismo Señor, el que viene aquí. En cada hermano migrante lo vemos a él”, dice Miguel Sánchez.
Ya Jesús había estado un tiempo en un campo que se llama Santa Rosa, en Tucson, plantando rosas, higos.
Le deban buena plata: 100 dólares diarios, por ocho horas de trabajo. Tenía techo y comida
Ni qué decir de los 600 ó 700 pesos semanales que ganaba como albañil y minero en Sonora. Una mierda y dos niños que mantener.
Esa fue la gota que rebasó el cauce.
Jesús había terminado apenas la secundaria.
Un año duró en Santa Rosa, un año nomás, porque empezó a extrañar el terruño, a su madre, a su padre a sus hermanos. Tenía mujer, dos hijos y mejor se devolvió a Sonora.
La pobreza se encargó de echarlo a patadas de Álamo y Jesús intentó cruzar la raya una, dos y tres veces, tres intentos seguidos.
Ya no pudo.
“Es impresionante escucharlos que lo van a volver a intentar. Les fue muy mal en la ida, en el regreso y aun así quieren intentarlo. Otros ‘dicen jamás vuelvo, me voy a mi casa, a mi pueblito, aunque esté pobre y con poquito y no quiero volver a pasar lo que viví allá’, pero hay quien lo ha intentado dos o tres veces. Ya se están haciendo especialistas en intentar cruzar al país vecino”, dice el Padre Mere.
Por algo Jesús está aquí, en Casa Emaús…
“Esperando para regresarme a mi tierra. No tengo para el pasaje”, dice.
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Vaya a saber que pasó, si los nervios o el miedo lo traicionaron, se pondría nervioso, dicen, de repente Carlos se echó a correr como un loco por el monte con la noche cargada al espinazo.
Manuel, su hermano, corrió detrás suyo gritando, que a dónde iba, que regresara, ¡Carlos!, ¡Carlos!, pero ya no lo alcanzó y sólo se quedó parado en un camino mirando cómo la oscuridad engullía a Carlos con sus grandes, amenazantes, fauces.
No lo volvió a ver más.
Los hermanos estaban exhaustos después de haber andado, junto con otros 14 migrantes, 18 horas, sin parar, siguiendo el rastro del coyote que los llevaría a Dallas, su soñado destino en el gabacho.
Serían las 10:00, ya estaba oscuro, cuando llegaron a un claro en el desierto donde, había prometido el coyote, los recogería una troca para llevarlos a Dallas.
La troca no apareció nunca, que se había descompuesto, se excusó el coyote con más maña que otra cosa, los coyotes son ladinos, tendrían que cambiar de ruta e ir a píe otras cinco horas.
Manuel, su hermano Carlos y otros dos, se tumbaron en el suelo, al cobijo de un huizache, que dormirían un rato, dijeron, descansados irían tras la huella del pollero.
Y el pollero partió con el resto de la gente. Unos 12.
Pasadas unas horas, ya bien entrada la noche, Manuel, su hermano Carlos y los otros dos migrantes, la emprendieron de nuevo por el desierto y…
Allí fue cuando lo de la huida de Carlos, que le ganaron los nervios, quién sabe, y se echó a correr como un desquiciado.
Manuel y sus dos desconocidos acompañantes siguieron caminando como autómatas, hasta que, amaneciendo, dieron con una carretera.
Se habían perdido.
Ya no tenían comida ni agua…
Uno de los muchachos llamó con su celular al coyote, que fuera por ellos, y el coyote que no, que no sabía dónde estaban, que no los ubicaba, que adiós..
Mejor había que entregarse, sí, ya no quedaba otra que entregarse, dijo Manuel, y echaron andar por aquella carretera tachonada de trailers.
Pidieron raite.
Nadie los quiso llevar.
Ya no aguantaban la sed y tenían la garganta seca.
Una hora después, aparecieron dos camionetas de esas Ford grandes. Era la migra.
Los detuvieron, se los llevaron y los metieron presos en una cárcel de Eagle Pass repleta de más migrantes.
Entonces Manuel, no supo por qué, pensó en su hermano Carlos, corriendo por el monte con la noche acuestas.
Manuel lo trató de pescar de la mano, pero Carlos se jaló y se fue.
En la cárcel, comían burritos de frijoles con agua.
A los tres días de estar encerrados, comiendo burritos de frijoles con agua, estaban tan asqueados de burritos que los lanzaban por el retreta.
Dormían todos en el suelo y sin cobijas, sin nada.
Uno de aquellos días, después de levantarse, los sacaron de la prisión, los echaron en un bus y los tiraron en Ciudad Acuña.
Manuel y Carlos Costilla Espinoza, 33 y 24 años, del Estado de México, habían viajado en bus hasta San Luis Potosí para encontrarse con un coyote, guía, les nombran elegante, eufemísticamente acá los migrantes.
Allí pagaron 13 mil pesos por cabeza.
Al rato estaban en Piedras Negras y más al rato cruzando al ‘otro lado’, en una lanchita por el Río Bravo.
Allí pagaron otros 2 mil pesos, por cabeza.
Llevaban unas botellas de agua, suero, latas de sardina y galletas.
Una mañana Manuel se vio en Casa Emaús con sus padres, que habían venido desde el Estado de México para buscar a Carlos, su hijo perdido.
“Hablamos al consulado, a Migración y no tienen ningún registro de que él haya sido detenido”, dice el padre de Manuel.
Sus rostros eran la viva fotografía del dolor.
“Todo es gratuito. Aquí se les da comida, se les da jabón, hay regaderas con agua caliente para que se bañen, se les da un cambio de ropa, zapatos. Si vienen con ampollas se les curan sus ampollas, si vienen enfermos se les lleva al médico, pero también se les comparte la Palabra de Dos a diario. Yo les digo ‘es importante el alimento material, pero también la fortaleza del espíritu y del alma que solo Dios da’. Hemos llegado a ver cómo el Señor los fortalece, los restablece y les levanta los ánimos. Tienen que seguir en la lucha, como les digo, ‘a lo mejor se perdió una batalla, más no la guerra’. Se les dan ánimos para seguir adelante”, dice Miguel Sánchez, el director del albergue Emaús.
Iban seis, Jorge Quintana Orozco, su sobrino Miguel Ángel Sandoval Quintana, Maricruz Pérez, la mujer de éste y tres muchachos más, uno de Guatemala, otro del Salvador y una chica guatemalteca, que se les habían juntado por el camino.
Era noche cerrada.
Cuando caminaban, mejor sería decir, arrastraban los pies, muertos de cansancio por el desierto vieron una luz resplandeciente y grande.
No era la luna, era la caseta de la migra.
A uno de los chavales que había intentado correr, le pegaron una patada y lo agarraron.
A Jorge y al otro chaval ya los tenían sometidos.
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Apenas la migra los avistó burlando la frontera del Sásabe hacia Arizona, se abalanzó sobre ellos con sus cuatrimotos por el desierto y los atrapó.
Un helicóptero alumbrando desde cielo.
“Queremos que encuentren un hogar cuando lleguen aquí, porque ya ellos vienen devastados y maltratados de Estados Unidos. Al momento que los agarran los tratan como delincuentes, con grilletes, con esposas y ellos se sienten mal. Que ellos encuentren un hogar, una familia. Si allá se sintieron desvalorados, aquí no, aquí Dios los ama, los quiere y son sus hijos”, dice Lilia Gudarrama, la encargada de Casa Emaús.
Miguel Ángel, el sobrino de Jorge, su esposa Maricruz y la chica guatemalteca, que se llamaba… ¿Cómo es que se llamaba?, quién sabe, se habían rezagado por el cansancio.
Estarían escondidos entre zacatal, después que miraron las luces y escucharon el alboroto de las motos y el helicóptero de la migra, creyó Jorge.
Los agentes de la Border Patrol cargaron con Jorge y los dos chavales, el de Guatemala y el del Salvador, en la perrera y los llevaron a una cárcel de Tucson.
Jorge imaginó que se encontraría allá con su sobrino Miguel, su esposa Maricruz, y la muchacha guatemalteca.
No los vio más.
“Pensé que los habían agarrado, pero a la hora que nos llevaron a la cárcel no estaban ellos ahí y esa es mi preocupación, porque no sé nada”, dice.
Durante su cautiverio los de la migra les dieron burritos de soya, galletas y jugo.
Burritos de soya, burritos de soya, burritos de soya,
Entonces Jorge, no supo por qué, pensó en sus sobrinos y la chica chapina, perdidos en el Sásabe.
“Mire que ya no llevaban mucha agua. Comida llevan poca”, dice.
La víspera Jorge había huído de Chiapas, porque la mierda, 150 pesos al día, que ganaba sembrando banana, ni de chiste le alcanzaba para mantener a una esposa y cinco críos.
De chico Jorge había hecho dos meses del sexto grado.
El dinero no dio para más.
Y ahora su Ilusión era llegar a Virginia, donde radica uno de sus hermanos y trabajar en lo que cayera.
Llevaba dos días caminando por el desierto, cuando los de la migra lo pillaron con sus demás compañeros.
Lo contó en una plaza de Ciudad Acuña, mientras aguardaba la llamada del cónsul que le daría noticias sobre sus sobrinos y la chica guatemalteca extraviados en el desierto.
Por aquellos días la prensa acuñense publicó unas declaraciones de Evaristo Lenin Pérez, el alcalde de aquella ciudad, en las que achacaba a los deportados la imparable ola de robos en Acuña.
“No podemos catalogar que el que delinque necesariamente tiene que ser migrante. No podemos estigmatizar de que migrante o deportado, es igual a delincuente”, dice Hermenegildo Villalpando Gómez, el Padre Mere.
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Ya estaba escrito en el libro del destino que la migra agarrara a Valentín.
Si no por qué lo agarraron.
Había cruzado tantas veces por el canal, de Mexicali a Calexico, en salvavidas que, como dice el Padre Mere, se había hecho un especialista.
Brincar una cerca, caminar 45 minutos, llegar al canal, tirarse al canal, salir del canal, caminar 15 minutos hasta una carretera, esperar un raite y, si acaso, a unos 20 minutos queda Calexico.
Y eso era todo.
No había necesidad de llevar lonche ni agua.
Valentín Ramírez Garavito quería trabajar en lo que fuera, estar mejor, porque allá en Mexicali la vida es muy canija.
Pa la mierda de 500 ó 700 pesos a la semana que sacaba en la obra...
Valentín había dejado el secundario cuando iba en segundo grado por falta de plata.
Iba y venía por el canal, con la esperanza de que algún troquero lo levantara y lo llevara más pa arriba.
Allá le sería fácil encontrar empleo de lo que fuera, pensaba.
Pero nadie le daba raite.
Entonces Valentín se quedaba unos días a las afueras de Calexico, trabajaba de limpiapisos o en lo que cayera y luego se volvía a Mexicali.
Hasta que una de esas topó con los sheriffs.
Llegó la migra y lo saco del canal.
Con él iba otro migrante, de esos que te encuentras por el camino, los dos nadando, Valentín por un lado y su compañero por el otro.
Valentín salió del canal, se escondió entre unos carrizales, vino la migra y lo sacó.
La migra había pasado una vez, pasó otra y la tercera paró exactamente por donde estaba escondido Valentín y lo sacó de allí.
Lo esculcaron, lo subieron a la perrera y le dieron cárcel.
Valentín, no puso por qué, pensó en el momento en que la migra lo había descubierto detrás de los carrizales.
Pa cuando acordó Valentín ya estaba en la Casa Emaús de Ciudad Acuña, donde el único requisito para entrar es enseñar tu hoja de deportado.
“La Casa se sostiene de la caridad. Gente de buen corazón que dona. Vivimos de los feligreses”, dice Lilia Guadarrama, la responsable del albergue.
A Valentín lo habían aventado de Mexicali para Acuña en bus, con otros treintaitantos migrantes.
Estaba escrito en el libro del destino.
¿Qué qué iba a hacer? Irse para su casa, nomás conseguir la plata del pasaje.
“Ganas poco, pero no te arriesgas tanto”, dice.
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