TLCAN: nuestras ‘ventajas’ convertidas en desventajas
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Han pasado casi 25 años desde que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo concebido para –en teoría– “homogeneizar” a la región, es decir, para que los tres países firmantes, México, Estados Unidos y Canadá, cada día se parecieran más.
La simetría, de acuerdo con los teóricos del libre mercado, se lograría a partir del fortalecimiento de un mercado común que impulsaría la economía regional, lo cual se traduciría en una reducción de la brecha que existía entre el ingreso promedio de nuestro país y nuestros socios.
Lo primero sin duda alguna ocurrió, es decir, el mercado regional se fortaleció y los beneficios económicos obtenidos, a partir de tal circunstancia, son innegables. El problema es que, al menos en el caso de nuestro país, la mayor riqueza producida siguió distribuyéndose de la misma forma que antes.
Para decirlo con mayor propiedad, la riqueza siguió concentrándose exactamente igual que antes de la firma del Tratado, es decir, los ricos se volvieron más ricos y los pobres, en el mejor de los casos, permanecieron en el mismo lugar.
Por otro lado, la ausencia de una política concreta y permanente de desarrollo de nuevas capacidades y fortalecimiento de nuestras ventajas competitivas se traduce hoy en que nuestra principal “fortaleza”, exactamente la misma con la cual llegamos a la firma del TLCAN hace un cuarto de siglo: la mano de obra barata.
El comentario viene al caso a propósito del reporte que publicamos en esta edición, relativo a la respuesta que a nivel local ha tenido el planteamiento de los Estados Unidos –formulado en el proceso de renegociación del Tratado– para que los salarios de las personas que trabajan en la industria automotriz, en los tres países, sea el mismo: 15 dólares por hora.
La propuesta, de acuerdo con voces locales, resulta inviable porque la mano de obra barata “es la ventaja competitiva que se tiene ahorita”, razón por la cual, si los salarios se ven incrementados las empresas automotrices no tendrían razones para permanecer en nuestro país.
Con independencia de que la afirmación sea cierta –desde el punto de vista estrictamente financiero–, se trata de un diagnóstico que nos escupe a la cara la incapacidad colectiva para pensar en el futuro y construir condiciones para que podamos ofrecer algo más que individuos dispuestos a ganar la décima parte, por exactamente el mismo trabajo que otros hacen en Estados Unidos y Canadá.
El hecho nos confronta con una realidad incontrovertible: hemos desperdiciado 25 años de un acuerdo comercial usándolo sólo para consolidar el modelo de desigualdad que ha caracterizado a nuestra sociedad desde la colonia, que no cambió esencialmente al convertirnos en un país libre y que persiste a pesar de la Revolución.
Más allá de la manera en la cual resolvamos al final el desafío que representa renegociar el TLCAN, el reto lanzado por los Estados Unidos en materia salarial tendría que llevarnos a reflexionar respecto a la forma en la cual concebimos el futuro, y lo que estamos dispuesto a hacer para construir una comunidad capaz de competir con algo más que mano de obra barata.