José Rojas es conocido como el descubridor de la zona paleontológica de Rincón de Colorado, aunque a pocos les suena su nombre. No tenía formación académica, pero quienes lo trataron aseguran que poseía una inteligencia extraordinaria. Su sueño era fundar un museo en donde el pueblo admirara su colección, pero murió solo y pobre, en un asilo.
- 24 noviembre 2025
La última imagen de don José que les quedó a sus amigos más cercanos, a sus discípulos, a los que lo acompañaron, a los que lo conocieron de veras, es la de un anciano como de 90 años, delgadito, encogido, de piel quemada por el sol, blanca barbita, su inseparable guaripa, bastón en mano, abriendo la puerta del asilo a donde había ido a parar, sin casa, sin mujer, sin hijos.
La imagen del hombre que se iría de este mundo con el sueño trunco de fundar un museo en el que la gente, el pueblo, decía él, admirara su colección de más de mil piezas, (algunas veces afirmaba que eran entre 20 mil o 30 mil), recopiladas durante más de 60 años de robarle al desierto sus secretos.
“Fuimos a verlo, ya estaba muy viejito. De repente supimos que había muerto. Ya él así como, ‘mira, mira lo tengo aquí, son piedras preciosas’, y que esto y que lo otro, y eran puras... las sobras de la fundición, le llaman grasa de fundición. Era como cristal. Tenía unas cuantas piedritas, yo creo que para que se entretuviera...”, platica Enrique Rodríguez Flores, integrante del Club Galaxia Xl “Lobos solitarios andantes”, uno de los grupos de jóvenes que lo acompañaron en sus muchas y largas expediciones por las profundidades del páramo.
Con los años, y justo al final de sus días, de su legado de cientos de puntas de flechas, conchas, chuzos, caracoles, collares, estrellas de mar, minerales, tortugas, frutos y semillas petrificados, monedas, piezas arqueológicas y, por supuesto, fósiles de dinosaurios, no sobreviviría absolutamente nada.
EL RECUERDO QUE SE EXTINGUIÓ
De don José Rojas García perduraría sólo el recuerdo guardado en un legajo de papeles y periódicos viejos, olvidado en el Archivo Municipal de Saltillo, y luego rescatado por algún familiar, como único y valioso tesoro.
“Nos dejó nada más un cuadro con unos frutos fósiles, un pedacito de madera fosilizada, coprolitos, cosas pequeñas...”, dirá Héctor González Carrillo, sobrino nieto de don José.
Entre el escaso legado del señor Rojas había también un mapa en el que revelaba la existencia de una cueva misteriosa que escondía inestimables piezas arqueológicas, puras joyas.
“Era todo un personaje, conocía muchísimos sitios, andaba detrás de una cueva, dijo que había encontrado una cueva... Él recordaba que había entrado a la cueva, platicaba mucho y la buscó muchas veces, logró entrar y él hablaba de que en medio había lo que se conoce como monolitos, una placa grande y monolitos. Pero nunca jamás volvió a encontrar la entrada a esa cueva, hizo su mapa y siempre nos platicaba a nosotros y a su familia, a sus sobrinos nietos, que fueron los que nos trajeron el mapa. Y nosotros lo seguimos, fuimos, y nos ubicamos, ubicamos por dónde es y todo, pero no encontramos el punto”, relata Martha Carolina Aguillón Martínez, paleontóloga del Museo de Desierto, graduada en Estados Unidos, la primera que hubo en Coahuila.
Tiempo atrás don José, hombre de pocas palabras, habría hecho público en los periódicos su deseo de ceder su compilación íntegra de objetos al gobierno o a las universidades Autónoma Agraria Antonio Narro y de Coahuila, a cambio de una compensación por los años dedicados al rescate y resguardo de joyas arqueológicas y paleontológicas, y sus aportaciones a la ciencia, pero al parecer su oferta fue desoída y, por ende, desairada.
A pesar de que tiempo más atrás las propias autoridades estatales y algunos paleontólogos de talla nacional e internacional, lo habían reconocido como el descubridor de la zona paleontológica de Rincón Colorado, en General Cepeda, misma que pondría a esta tierra en la mira del mundo y las colocarían entre los 10 mejores lugares del planeta con restos de dinosaurio y diversidad de fósiles.
“Fue parte histórica en la carrera de la colecta de restos fósiles. Él fue el que nos llevó a Rincón Colorado, a la zona donde se hicieron, posteriormente, las excavaciones de las canteras. Él recordaba un recodito donde había colectado, verdaderamente, restos de un dinosaurio... Sí, sí, o sea... Después en ese lugar encontramos huellas de dinoaves. Él nos lleva al sitio donde fue el hallazgo, donde él había colectado. Él colectaba en costales, agarraba una vértebra, huesos, ya sabía identificar, coyunturas, restos de animales.
“Vamos al sitio donde es ahora la zona paleontológica, y ya en ese inter nosotros, más entrenados, empezamos a encontrar más cosas, pero a raíz de don José Rojas, él fue parte histórica importante porque gracias a sus derroteros, de sus lugares, fuimos a dar nosotros a Rincón Colorado”, admite José Ignacio Vallejo González, paleoescultor, entonces miembro de la Coordinación de Paleontología de la Dirección de Educación en Coahuila.
UN ROMPECABEZAS DE VIDA
Pocos habrían llorado la muerte de don José, acaecida, unos dicen que a mediados de la década de los noventa, otros que a finales.
Y solo unas cuantas caras conocidas, vecinos y amigos, le acompañaron en su misa de despedida, celebrada en el Santuario de Guadalupe, y luego a su última morada en el añoso panteón de San Esteban.
“Que yo haya reconocido... vecinos, Beatriz Arizpe, no fue mucha gente”, cuenta Teresa Guillermo Arriaga, una de las seguidoras más fervientes de don José, ahora cantante de ópera, quien interpretó el Ave María para él durante la ceremonia religiosa.
La vida de don José, de quien se dice era persona de carácter afable, es como un rompecabezas incompleto, ahora sí que como un fósil de dinosaurio al que le faltaran partes.
Lo único que se sabe de él, por boca de sus discípulos, y algunas entrevistas que concedió a la prensa saltillense de su época, es que era originario de Ramos Arizpe, nacido en la histórica Hacienda de Guadalupe en 1911.
Que era hijo de un soldado revolucionario carrancista, nombrado Victoriano Rojas, y de una señora Benita García.
Que en su tierna juventud don José trabajó en las minas, así nada más, en las minas, nadie sabe de qué, cuáles ni de dónde, pero que de oficio era carpintero y ebanista.
Aunque Héctor González, su sobrino nieto, asegura que don José emergió de un ejido llamado Palmas Altas, situado al sur de Saltillo, donde se dedicó a la agricultura y a la crianza de caballos, según relató el mismo don José en una charla acerca de su vida para un rotativo de la localidad.
El episodio de su arribo a Saltillo... es un tanto nebuloso.
Algunos de sus adeptos, a la sazón jóvenes, recuerdan haber escuchado sobre un humilde señor que poseía una megacolección de rocas, entre ellas fósiles, en la sala de una vieja casa de adobe con ventanales, arcos y zaguán, plantada sobre la calle de Matamoros, a tres o cuatro viviendas de la insigne Escuela Coahuila, como yendo rumbo al afamado barrio del Águila de Oro.
“No era casa de él, era una vecindad, ahí había varias familias viviendo. Él habitaba en la parte de adelante y había una pieza donde tenía todos sus fósiles, como si fuera un museo. Muchos, no, no, no, infinidad. Tenía amonites así... hermosos, grandes, semillas, muchas, muchas, muchas cosas. Enseguida estaba su recámara, que era un cuartito, y enseguidita su cocinita”, narra Teresa Guillermo Arriaga, que en entonces formaba parte de Antares, un grupo de estudiantes de la carrera de ciencias naturales de la Escuela Normal Superior del Estado, aficionados a salir al campo para recolectar piedras.
Teresa evoca la ocasión en que ella y su compañera de escuela Alma García, visitaron por primera vez el singular museo de don José.
“Le digo, ‘ah mire, es que nosotros somos del grupo éste’, dice ‘ah muy bien, ¿y qué necesitan?’, ‘platicar con usted nomás, que nos diga qué es todo eso’. Decía ‘mira, éste es el pangea’, y sacaba un mapa, ‘y éste es, mira, un huevo de dinosaurio, un fósil’, y nosotros ‘ay don José, ¿cómo sabe que es un huevo de dinosaurio?’, y decía ‘ah porque mira aquí está...’, y te decía las características”.
EN LA BÚSQUEDA DE UN TESORO
Otro día, entre los días, don José convidó a Teresa y a su amiga Alma a sus excursiones, él les llamaba campañas, por cerros y llanos, el sol a plomo.
“Dijo ‘vamos, si quieren yo las llevo a buscar fósiles’, y le digo ‘ándele don José, ¿cuándo?’”.
Era principios de los ochenta.
Para esa época don José Rojas había ya reportado el hallazgo de huesos petrificados en la región, parecidos a los de los animales gigantes de los que él leía con avidez en sus libros de paleontología, reunidos en su pequeña y modesta biblioteca.
Las autoridades no le creyeron y lo tomaron por loco.
Era 1969, de acuerdo con los fragmentos de la historia de don José encontrados en recortes de notas de diferentes periódicos que formaron su exigua hemeroteca.
Don José se había iniciado como buscador de yacimientos de oro y minerales en el semidesierto de la Región Sureste de Coahuila, y topado, durante sus andanzas, con todo género de vestigios.
“Era más un buscador de tesoros. En realidad, él andaba atrás de un tesoro, sus ideales eran encontrar un tesoro. Tenía entre su colección unas balas de cañón increíbles, balas de todo tipo, de rifles antiguos, de mosquetón. Y en el área de la arqueología tenía collares con cuentas, monolitos de barro, piezas únicas, invaluables, que había recuperado detrás de la Capilla de Landín, de donde ahorita son las ladrilleras. Mucho de ese material no sabemos en dónde quedó. Nosotros no tenemos nada de él. El Museo no tiene nada de él. Probablemente lo vendió”, aventura la paleontóloga Martha Carolina Aguillón, miembro fundador del grupo Antares.
No obstante Ignacio Vallejo, paleoescultor, asegura que no hubo dolo.
“Algunas piezas se perdieron, la gente, por la curiosidad... A lo mejor se las regalaba a alguien, pero no hubo dolo, yo estoy seguro, no hubo de que voy a vender”.
Martha, quien acompañó a José en muchas de sus exploraciones, dice de Rojas que era un hombre obstinado.
“Entre esas piezas tenía una concreción así grandota que por dentro tenía óxido de hierro y él decía que era un melón, y le veía las semillitas y todo. De fósiles no tenía mucho, lo que siempre encuentras, amonites y frutos, que ya estaban reportados, dientes de tiburón, pero todo mundo tiene dientes de tiburón. Tenía como todos, una vertebrita, un pedacito de hueso, no tenía nada extraordinario más que su melón, su famoso melón,”.
Se trataba, apunta Ignacio Vallejo, de rocas que parecían fósiles, lo que en paleontología se conoce como seudofósiles o estructuras secundarias.
“Él tenía algunas piedras con forma de frutas, ovoides o huevos, muchas veces decía ‘es un huevo de dinosaurio’, por la forma de la roca. A veces son cantos rodados, que tenían forma así, caprichosa. Y tenía que el corazón de un dinosauro, la forma de un corazón. Él decía que eran órganos”.
LOBO SOLITARIO
La gente de Rincón Colorado, municipio de General Cepeda, había visto a un hombre de aspecto campesino, bajito, erguido, correoso, regordete, de tez tostada por el sol, barba entrecana, sombrerito, chamarra de mezclilla y morral, adentrarse en el monte, acompañado de una tribu de niños y jóvenes, a la que don José había bautizado como el Club Galaxia Xl, “Lobos solitarios andantes”.
“Nos dimos cuenta en Rincón Colorado de una señora que curaba con huesos de gigante, yo dije ‘algún hueso de burro que tiene por ahí’. Y luego hablaban de la Mesa de la Virgen, y que iban a danzar. Era una loma plana. Empezamos a ver ahí muchos huesos. Los del pueblo tenían velas, rezaban y se sentaban en uno de los fémures del dinosaurio que estaba enterrado, nomás sobresalía esa piedra. Se miraban las costillas, era increíble, la piel”, dice Enrique Rodríguez Flores, uno de los 14 integrantes del Galaxia.
Los Ona, indios del sur de Argentina, ilustra el historiador Carlos Manuel Valdés Dávila, decían de los fósiles de dinosaurio que eran huesos de gigante, incluso lo afirmaron los grandes naturalistas como el investigador francés Georges Cuvier. “Decían ‘aquí hubo gigantes’, y en realidad eran huesos de animales prehistóricos”.
La primera vez que Enrique fue a Rincón Colorado con don José y sus “Lobos solitarios andantes”, se quedó petrificado.
“Un paraíso de fósiles, estaba hasta la madre de fósiles, pero hasta la madre, chingo de fósiles, caracoles, vértebras de pescado. Así encontramos Rincón Colorado”.
Después Enrique y sus camaradas del club, ayudarían a don José en la faena de recuperar los restos de un dinosaurio, asegura Enrique, casi completo, trabajo que les llevó un mes.
“Acampamos ahí, lo bajábamos en arriones, nos prestaban una burra, contratamos una camionetita Datsun de esas chiquitías y cargamos. Esa costalera de huesos la tuvo don José en su casa por mucho tiempo”.
Martha Aguillón asevera que apenas y eran unos huesecillos.
“Lo único que halló José Rojas, relacionado con dinosaurios, eran unos huesecillos que se había encontrado en superficie. Sí, pero no se podrían identificar, porque no había cráneo, no había cadera, entonces eran solo huesos de dinosaurio. Resultó ser un dinosaurio herbívoro, pero no se puede estudiar porque no tiene partes diagnósticas, y porque no fue extraído de la manera correcta”.
De eso ya hace más de 50 años.
A principio de los setenta, don José Rojas, según consta en oficio, había cedido esos restos al Instituto de Geología de la UNAM para su estudio, y en 1981, pidió, mediante otro oficio, le fueran devueltos: un dinosaurio Pico de Pato (Trachodón) de sangre caliente, herbívoro, al que solamente le faltaba la quijada; un cuadro consistente en vértebras y la piel de animales chicos; un cráneo de jabalí, la piel de un dinosaurio (Trachodón) y los coprolitos de tal dinosaurio.
Sin embargo, no existe evidencia de que tales piezas hayan sido recuperadas por él. Años más tarde investigadores de la Coordinación de Paleontología de la Secretaría de Educación de Coahuila, con ayuda de un equipo interdisciplinario de científicos estadounidenses, canadienses y mexicanos, rescatarían de Rincón Colorado al Velafrons coahuilensis, primer dinosaurio nombrado científicamente a nivel de género y especie que se dio a conocer, de México para el mundo, y que puso al estado en el mapa mundial de los dinosaurios
Se trataba de un dinosaurio pico de pato, con una cresta ósea en la frente, que habitó en Rincón Colorado, General Cepeda, a finales del Cretácico, hace aproximadamente 72 millones de años, herbívoro y que medía aproximadamente 7 metros de largo.
Velafrons significa vela en la frente, por su cresta distintiva y coahuilensis se refiere al lugar que habitó y donde fue encontrado, se lee en la ficha técnica del animal.
UN MUNDO DE FÓSILES
Enrique, quien tenía 12 años, había conocido a don José por un amigo de la secundaria que vivía a solo unas casas de la de Rojas.
Cuando pasó por ahí y miró a través del zaguán el museo particular de don José, se quedó petrificado.
“Impresionado de ver tantos fósiles, tenía conchas grandotas... Tenía puntas de flecha, arcos, tenía un arco y flechas originales, me impresionaba mucho la forma en que estaban... Esas fueron encontradas en una cueva, junto con unas sandalias que eran así como tejidas de pura lechuguilla o pita de maguey. Tenía muchos minerales, galenas, cuarzos, calcita, calcedonia”.
Hasta que un 8 de mayo, de no recuerda qué año, a Enrique lo invitaron a uno de los safaris organizados por don José Rojas en el desierto.
“No pos que vamos a explorar. Fuimos como dos o tres compañeros a los que yo no conocía. Ahí empecé a hacer migas con personas con las que él ya tenía relación, que se iban con él y yo me integré. Él salía con dos señores ya mayores, uno que coleccionaba monedas de plata y otro que andaba en lo de los tesoros. La primera salida me encantó, y desde entonces agarré un vicio terrible de ir cada fin de semana con él”.
De la vida personal de don José sus prosélitos conocieron poco, se podría decir que nada, solo que vivía con su esposa Tomasita López, una señora morena, delgada, costurera, de la cual enviudó, y que no había tenido descendencia.
“Siempre que regresábamos de las expediciones o que íbamos de visita a la casa de don José, la señora Tomasita era darnos café negro...”.
Los viajes se hacían siempre el fin de semana en tren o de raid, hasta Mesillas, Bravo o Paredón, en Ramos Arizpe.
Teresa Guillermo, otra antariana y una de las discípulas más persistentes de don José, recuerda esas desmañanadas con su amiga Alma García y el señor Rojas, a las 6:00, en la estación, esperando a que saliera el ferrocarril.
“Para mí era la muerte total, pero tenía que llegar. Cuando no íbamos en tren, íbamos de raid. No era la ciudad de entonces, el montón de muchachillos y de muchachillas pedíamos raid y los traileros, los señores que iban a los ranchos, nos gritaban ‘súbanse muchachos, ¿a dónde van?’, y nos llevaban y de regreso igual, no había peligro. Siempre era de raid y siempre nos respetaron y siempre nos ayudaron. Nadie teníamos carro, éramos totalmente estudiantes, algunos ya empezaban a trabajar, pero...”.
Lo demás era agarrar monte y caminar y caminar y caminar, hasta encontrar algo.
Teresa dice que ella y su amiga Alma serían las primeras del equipo Antares que acompañaron a don José en sus correrías por el desierto.
“Si nomás las dos, tres con él, y ahí vamos y se nos pasaba todo el santo día buscando. Decía don José ‘y ahora vamos a buscar semillas’, y nosotras ‘¿semillas?’, y nos llevaba a donde había semillas, y recolectábamos semillas. Era bueno pa subir los cerros. Decía ‘vamos a buscar cristales, cuarzos’, él también sabía de yacimientos de cuarzos, nos enseñó a buscar cristales, y decía ‘ahora vamos a buscar puntas de flecha, por aquí miren’. Luego íbamos con nuestros compañeros de Antares y les decíamos ‘miren, pos todo esto juntamos con don José’, y ellos ‘ay, pero cómo. Vamos...’, y luego ya todo el grupo como que se interesó”.
EXTRAORDINARIO Y EN EL OLVIDO
Don José había conocido en aquella época a Beatriz Arizpe Narro, empresaria saltillense, que a la postre se convertiría en su mecenas, su acompañante en sus aventuras por el desierto y fan de su colección.
“Beatriz lo ayudó porque llegó el momento en que él era ya muy pobre, ella le llevaba comida o le daba algún dinero, fue muy bondadosa. Lo admiraba mucho”, dice Carlos Manuel Valdés Dávila, historiador.
Carlos Manuel también lo habría visitado en el asilo. Le emocionaba mucho que hubiera una persona como don José, “sin una formación académica”, pero con una inteligencia natural extraordinaria.
“Llegó a ser muy respetado, en la UNAM lo tenían como el gran descubridor. Cuando lo del asilo me acuerdo que dijo, ‘todavía tengo aquí algunas cosas’ y de debajo de la cama sacó una caja y dijo ‘mire, todo esto no lo he clasificado’.
“Era pedacería prácticamente, pero sí había algunos bivalvos muy bonitos y algunas otras piezas de mar, porque aquí fue mar. Yo no digo que don José tuvo suerte, al contrario, todos los que lo rodeamos tuvimos la suerte de haberlo conocido a él, como es mi caso”.
Después vino el olvido.
Don José, que había tomado confianza con los muchachos de Antares, les platicó de Rincón Colorado.
“Él fue el que dijo de ese lugar, no creas que vinieron quién sabe quién a... Él era el que sabía de Rincón Colorado y él nos platicaba, ‘es que mira Teresita, ahí hay dinosaurios, pero nadie me cree, ahí están’, y como que no... En esa época nadie hacía caso de eso. Nosotros, los loquitos de Antares fuimos los que le replicamos, ‘a ver, pos llévenos a Rincón Colorado, vamos a Rincón Colorado. Él nos mostró el lugar, él nos llevó allá. Nosotros tampoco teníamos mucho conocimiento, tampoco éramos duchos, dijimos ‘necesitamos a alguien experto’”, cuenta Teresa Guillermo.
Martha Carolina difiere de esta historia.
“Lo llevamos para ver si recordaba de dónde había sacado los huesos de dinosaurio, no nos llevó, ya su memoria no era buena. Sino que hasta tiempo después, en el 93, nosotros ya estábamos trabajando ahí, estábamos excavando el dinosaurio de la cantera 7A o el Velafrons, no recuerdo cuál, y al limpiar lo de la cantera 1 nos acordamos de una foto de don José Rojas que él tenía con unos estudiantes y se concluyó que de ahí era de donde se habían sacado los huesos antes, pero él nunca se acordó...”.
Poco después habría aparecido en escena el reconocido paleontólogo de la UNAM, René Hernández Rivera, y aquel connotado equipo interdisciplinario de científicos estadounidenses y canadienses con nombres sonoros como el doctor Scott Sampson y el maestro en ciencias Mike Getty, para desenterrar el pasado de aquel sitio al que los investigadores describen como un cementerio de dinosaurios.
“René vino después cuando nosotros le hablamos para decirle lo que teníamos, se interesó mucho por el gran acervo que vio, dijo, ‘cómo, qué es eso...’, y él conoció a don José”.
Tal vez ni siquiera don José sospechó que, a la vuelta de los años, Rincón Colorado se convertiría en el primer sitio paleontológico del norte de México.
“El Velafrons coahuilensis, el museo de sitio de Rincón Colorado y, por qué no, el del Desierto, no existirían si el señor Rojas no nos hubiera compartido los lugares en donde él encontró los fósiles que ahora se conocen de ese lugar”, dijo en entrevista para SEMANARIO René Hernández Rivera.
Don José había conseguido llevar su colección de fósiles, según notas periodísticas, a exposición en eventos de la Universidades Autónoma Agraria Antonio Narro, la Universidad Autónoma de Coahuila y la Normal Superior de Monterrey que, de acuerdo con la versión de Rojas, le otorgó una distinción como Maestro Honoris Causa por su incansable labor en pro de la paleontología.
En una de las notas de prensa aparece la foto de don José recibiendo un reconocimiento de manos del gobernador Rogelio Montemayor Seguy, durante la inauguración del Museo de Sitio de Rincón Colorado en 1994.
Y el 2 de noviembre del año pasado en el Museo del Desierto se levantó una especie de altar dedicado a don José, con su historia y su ficha técnica.
“Él lo que quería era que hubiera un museo en Saltillo... Y lo que yo quiero ahora es que haya un espacio para él, una vitrina o algo. Que yo pueda llevar cosas de él ahí, sus colecciones de timbres postales, tengo un mapa de la República de 1914 que él dejó, está grande. Quiero que haya un espacio para él, que se le reconozca más que nada, que la gente sepa que él fue el pionero en la paleontología de Coahuila y se quedó en el olvido...”, comenta Héctor González Carrillo, su sobrino nieto.
Andando los días don José quedaría solo, aquellos jóvenes que habían formado con él el entusiasta Club Galaxia Xl, tomarían cada cual su camino.
Los de Antares ocuparían su vida en desenterrar y estudiar los misterios que rodeaban a los dinosaurios coahuilenses.
“Le perdimos la huella, ya no supimos... Ya no lo volvimos a juntar. Tristemente ya no pudimos darle un reconocimiento, un homenaje. Se mencionaba a veces, algunos lo mencionaban. Pasó como un personaje de historia. Ni siquiera una cantera con su nombre. Es el caso de don José Rojas y de otras personas que aportaron mucho y no se les dio el merecimiento, el reconocimiento, soñadores o que en su ingenuidad o en su poca sapiencia o poco conocimiento de ese tema, aportaron mucho”, critica el paleoartista Ignacio Vallejo.
Más tarde Benito González Rojas, un sobrino de don José, hijo de su hermana Guillermina, lo hospedaría en su casa de la colonia Lucio Blanco con todo y su museo.
Era el ocaso de la vida de don José.
“Leía. Se encerraba a leer, a ver sus cosas. Era muy celoso con sus cosas, no quería que nadie le agarrara, ni que entráramos a su cuarto. Cuando él estaba ahí sí entrábamos y a ver güelito, le decíamos güelito, ya nos las mostraba. Yo le preguntaba qué eran esas piezas, decía que eran huesos de dinosaurio. Tenía otras cosas, él era coleccionista de todo, objetos militares, lo que eran botones de los uniformes de la Batalla de la Angostura, llaves antiguas, imágenes antiguas, timbres postales, lámparas antiguas, mosquetes, espadas, pistolas”, cuenta Héctor González Carrillo, sobrino nieto de don José, que entonces era un chiquillo de seis años.
Al cabo de ocho años don José se mudaría con su museo a vivir solo en otro cuarto de renta.
“Desconozco por qué se quiso ir él de la casa, no tuvo problemas con nosotros”, comenta Héctor.
Y pasó el tiempo, hasta que Teresa Guillermo lo encontró en un asilo, por el centro, rodeado de algunas de sus piezas.
“Anduve pregunte y pregunte hasta que lo encontré. Él me abre la puerta, hermoso, ya con bastón, más viejito, muy cansado, él no usaba bastón, ya traía su bastón, su sombrero, parece que lo estoy viendo, y me dice ‘ay, Teresita, qué bueno que llegaste, nomás te estoy esperando para morirme...’”.
