Villa Unión: “van a venir otra vez y nos van a matar”, los momentos de terror que vivió el municipio en 2019
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El reciente arresto y extradición a los Estados Unidos de Juan Gerardo Treviño Chávez, “El Huevo”, presunto líder de la organización criminal conocida como “Cártel del Noreste”, amerita un recuento de la actividad de este grupo en territorio coahuilense. Probablemente, el episodio más notorio de su incursión en Coahuila haya sido el ataque contra la Presidencia Municipal de Villa Unión, el 30 de noviembre de 2019. Esta crónica es un texto inédito que reconstruye lo ocurrido en aquella jornada de terror
“¡Métanse a su casa que esto se va poner de la chingada!, ¡Se los va a cargar la verga!”.
Los gritos retumban en la calle principal del poblado de Villa Unión, Coahuila. Quienes los profieren son un grupo de hombres armados que, a bordo de camionetas, avanzan rodeando la manzana de la presidencia municipal y la iglesia Dulce Nombre de Jesús. “Venimos por las gatas. A ustedes no les va a pasar nada”, acotan mientras se estacionan. “¡Métase, señora! Agarre a sus huercos o se los va a cargar la verga”, le advierten a una mujer cuya curiosidad vence al temor. Descienden de las trocas.
Mientras unos vigilan desde las esquinas de la plaza principal, otros se aseguran de neutralizar las miradas indiscretas: “¡Órale!, ¡a la chingada!, cierre y tírese al suelo”, le gritan a quienes se encuentran en los pequeños comercios y estanquillos que rodean la plaza. Otros más se acercan al edificio de la Presidencia Municipal y entran. Es sábado: día de descanso para la burocracia local. Solo un empleado de Protección Civil (otros testigos dicen que de Obras Públicas) estaba en su oficina. Son más de 100 pelados enfierrados y al menos 25 trocas con blindaje artesanal. Los pocos policías municipales que estaban en la Dirección de Seguridad Pública, justo atrás de presidencia, se esconden. Los integrantes del pequeño ejército irregular, tras “inspeccionar” el edificio, salen y toman posiciones.
Entonces se desata el infierno sonoro y el terror recorre la espina dorsal de todo el que tiene oídos para aquello: primero el tronido de miles de balazos; luego el impacto contra paredes de concreto y block, vidrios, puertas de madera, automóviles; después el sonido de los muros, vidrios y objetos destrozados por los impactos, las explosiones, los granadazos: Un ruido inaudito durante casi 10 minutos.
Era el último día de noviembre del año 2019. Y el reloj aún no marcaba la hora del ángelus.
VILLA UNIÓN SE HACE VIRAL
La balacera se regó por redes sociales en imágenes, audios y videos: en poco tiempo Villa Unión saltó a los medios nacionales e internacionales: inmuebles agujerados, camionetas quemadas, policías muertos y criminales hechos pedazos. ¿Qué estaba pasando en este pueblo del norte de Coahuila, de apenas cinco mil habitantes, para que un comando armado entrara impunemente a balacear la presidencia municipal y casas de civiles el mismo día del Segundo Informe del gobernador del estado, Miguel Ángel Riquelme Solís? Pero no solo fue el ataque a los edificios, también enfrentamientos entre diversos cuerpos de seguridad y los criminales que ostentaban el logotipo del “Cártel del Noreste (CDN) Operativo Coahuila”, en sus trocas y uniformes. ¿Qué pasó esa hora y media o poco más que los ciudadanos estuvieron tirados en el piso, impotentes, abrazando a sus hijos, escuchando los pelotazos y los gritos, sin entender lo que ocurría salvo que podían morir en cualquier momento?
Esa tarde el gobernador Miguel Riquelme viajó a Villa Unión y explicó ante medios de comunicación que miembros del Cartel del Noreste (CDN), de Tamaulipas, intentaron entrar a Coahuila y sembrar terror. Pero agregó enseguida: “no vamos a permitir el reingreso del crimen al estado. Aquí estoy yo personalmente, aquí está el Fiscal, aquí está el General, aquí está el Secretario de Seguridad y están todas las fuerzas del orden público trabajando y enfrentando a la delincuencia”.
La cifra de muertos y detenidos aumenta a medida que la persecución avanza por las brechas que rodean al municipio. Sin embargo, un discurso puntual no quita las pesadillas y temblores que tienen algunos niños dos semanas después, a sus 4 años, y escuchan que sus compañeros del kínder dicen “van a venir otra vez y nos van a matar”.
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UN PUEBLO TRANQUILO
La gente de Villa Unión dice que son un pueblo tranquilo. No es que desconocieran la ilegalidad pero afirman que estaba “controlada”. Y el muchacho que hacía su desvergue ya no amanecía vivo la mayoría de las veces. La Zona de Tolerancia hacía honor a su nombre en un sentido más oscuro y narcótico. Eran principios de la década. Hoy, dicen, ya está apaciguado.
Es un municipio cuya población apenas rebasa los 6 mil habitantes. Se ubica a menos de 70 kilómetros de Eagle Pass, Texas, en Estados Unidos, pasando por el puente internacional de Piedras Negras. Gran parte de los pobladores de Villa Unión tiene familia en el Otro Lado. Funcionarios del ayuntamiento local, ejidatarios, comerciantes y sociedad en general coinciden en que cuando eres mayor de edad es común cruzar el río Bravo y quedarse a trabajar allá. Por eso hay cinco temporadas cuando la tranquilidad del pueblo se rompe y trasmuta en un mar de trocas con placas de Texas u otros vehículos aparentemente ostentosos pero “chuecos”, con placas “chocolates”. El 5 de mayo, el Día de la Madre, el Día del Padre, el 16 de septiembre y las vacaciones navideñas son los únicos momentos en que se quiebra la rutina en un lugar en el que ni siquiera organizan bailes masivos, y los jóvenes tienen que ir a Nava o a Allende a disfrutar de la música grupera en antros o al aire libre.
¿Por qué ningún ciudadano se espantó al ver una caravana de al menos 25 camionetas blindadas, con cinco o seis hombres armados en cada una de ellas, mientras recorrieron casi 2 kilómetros desde el lugar por donde entraron hasta el centro del municipio?
“No sabíamos qué eran. Pensamos que eran soldados porque iban uniformados, con casco, chalecos, rodilleras, armas”, dice una señora a la que llamaremos Alba y quien, como muchos habitantes del pueblo, prefirió mantener el anonimato y por eso no usamos su nombre real. “Ya era común que hubiera retenes aquí o que pasaran patrullas de vez en cuando”. En aquella ocasión, ella vio, desde una ventana, cuando el convoy de trocas abarrotó la calle Riva Palacio, desde las letras rojas que dicen Villa Unión, por la salida oriente al ejido Santa Mónica, municipio de Guerrero, hasta la calle Escuadrón 201. Ahí permanecieron estacionados 10 minutos, en silencio o hablando en claves. Después arrancaron rumbo a la presidencia.
La noche anterior un grupo de texanos paseaba por la Plaza Principal con su música, cena, pisto y la respectiva cuota para la Policía, que solo cuenta con 10 agentes. La lonchería de la plaza cerró hasta las 3:30 de la madrugada, una hora típica para fin de semana, de acuerdo con una empleada. ¿Qué más se puede hacer sino salir y dar la vuelta así?, es lo que hacen aquí viernes y sábado.
Ahora que visitamos el pueblo para reconstruir los hechos es un sábado de otoño cercano a los 30 grados antes de mediodía. El cielo azul no tiene ni una nube. Casi nadie camina en el centro. En la plaza, la lonchería, la paletería y la miscelánea no tienen clientes. Algunas personas van a los dos cajeros automáticos de la presidencia municipal a cobrar la quincena. No hay fila larga, pero sí hay dos o tres esperando su turno. Afuera dos sabinos enormes y otros árboles ya pintan sus hojas de dorado.
El siguiente recuerdo de la señora Alba en aquel sábado de noviembre es una tronadera a la que no le falta explicación.
CONTENER LA RESPIRACIÓN
“¿Son cuetes?”, pregunta Elías, dueño de un negocio local. Las explosiones alteran al perro que tiene amarrado afuera, en la parte trasera del negocio. Lo mete y lo amarra a un tubo clavado en el centro de un rin. Elías le dice a su esposa que lo espere, que saldrá a ver qué pasa. Junto a la torre de la iglesia se divisa el humo de la pólvora. “¡Hay tiros!”, le grita el encargado de un negocio vecino. Elías regresa por su familia. En algún momento se hace el silencio. ¿Deben huir a casa o quedarse? El rechinido de llantas le dicta que es demasiado tarde para huir.
Las trocas pasan zumbando. Dos se estacionan frente al negocio y bloquean la vialidad, otra se pone atrás del establecimiento y otra a un lado. Elías, su familia y su perro se ocultan en un cuarto sin ventanas contiguo al área donde están el mostrador y los productos a la venta. Escucha que los hombres gritan groserías y se bajan. La puerta principal está abierta y solo cierra por fuera.
La supervivencia manda. Elías cierra la puerta trasera del cuarto, corre a la entrada y la atranca con un tubo, regresa con su familia, cierra la puerta de lámina y apaga la luz. No entra ni un hilito de luz. Y el bombeo alterado de la sangre galopa enloquecido por sus venas. Oye que golpean la puerta. Y la balacera comienza de nuevo. Se tiran al suelo. Ahora los disparos dejan agujeros en los muros de block y el techo de teja americana, destruyen los vidrios del otro cuarto, y los garrafones de agua quedan como desinflados cuando una bala los atraviesa, al igual que los costales, palos y otros artículos. “Ya mataron a...”, grita alguien. ¿Pero quién?, ¿quiénes son?, ¿contra quién disparan?, ¿qué quieren? Otro golpe en la puerta. Uno más. Se cae el tubo. Desde el cuarto de al lado, Elías y su familia escuchan pisadas y gritos. Dos o tres hombres buscan gasas, tiran productos de las repisas y se llevan paquetes de pañales para adultos y la bolsa de ella.
Un hombre abre la puerta del cuarto donde Elías y su familia se esconden. No encuentra el interruptor de la luz. “Búscale bien”. El hombre sigue sin atinarle. El perro no ladra. “No hay nadie, está limpio”, grita. “Búscale, cabrón”. “Está limpio”, insiste.
Los hombres salen. Elías y Fátima escuchan el rugido de las detonaciones. Una deja un boquete de una pulgada en la parte superior de la pared, otra más atraviesa la puerta, y un poco de luz se cuela. De nuevo silencio. ¿Y si regresan? Si se quedan los van a ver. Elías camina al otro cuarto y encuentra su negocio hecho pedazos, con un rastro de sangre y mercancía y trozos de pared, vidrio y techo por los suelos. Su troca estacionada junto al negocio está agujereada y ponchada. Vámonos. Todos se echan a correr. Rodean al menos dos muertos afuera de su negocio y huyen hasta llegar a casa aunque no tarda para que de nuevo retumben los plomazos.
“Creemos que sí nos escucharon”, cuenta Fátima dos semanas después. Recuerda que la bebé sí hacía ruiditos. Quizá entraron encandilados, intuye Elías y opina lo mismo que los otros testigos: “No sabíamos quiénes eran. Andaban vestidos iguales que el Ejército o la Federal”.
Las fotografías muestran lo que los ciudadanos no vieron en medio de la refriega: los uniformes y las trocas tenían el emblema del CDN.
UN REGUERO DE CASQUILLOS
“Todos al suelo”, grita Mario a sus hijos, esposa y suegra al escuchar los plomazos afuera de su casa. ¿Quiénes eran y contra quién disparaban?, ¿era un enfrentamiento?, ¿se meterán a la casa? Estaba a punto de acudir a un sepelio en el panteón Rosales cuando su suegra le pidió que no fuera porque había visto mucho movimiento de patrullas y policías y que se habían estacionado afuera de la casa, en la esquina, cerca de la presidencia municipal y la iglesia.
“Había un montón de camionetas estacionadas con gente armada, en un principio yo pensé que era la Policía del Estado, pero después empiezo a observar distintos uniformes, unos traían un tipo de uniforme, otros otro, y luego veo unas letras que no eran de la Policía, es cuando decido no salir”, dice Mario. Él y su familia permanecen tirados en el suelo 6 u 8 minutos, lo que parece una eternidad cuando la vida se vuelve un soplo incierto. Entonces escuchan que los hombres regresan, se trepan a las trocas y queman llanta.
Antes de que decidan levantarse regresa la tronadera por otra zona del pueblo y continuará al menos una hora y media más por otras calles. Más de 80 casas reciben plomazos que dejan boquetes de una pulgada de diámetro -y otras dimensiones- en el block. Lo que hacen con el cuerpo humano es otra cosa.
Dos horas después, la intersección donde se ubica la casa de Mario está llena de casquillos que se confunden con la hojarasca dorada que se acumula en la orilla de las calles. La gente que se atreve a salir sigue sin entender lo que pasó. Es la primera vez que este pueblo escucha un estruendo así. Aunque a poco más de 20 kilómetros de distancia, en Allende, Coahuila, una masacre sanguinaria se desató en marzo de 2011. Algunas personas reciben llamadas de sus familiares en Estados Unidos: se enteraron por redes sociales de que hubo un ataque, luego un enfrentamiento, de que la zona está caliente. Preguntan si están bien. Como un pariente de Elías y Fátima, o como la hija del secretario del Ayuntamiento, quien al momento de los pelotazos se encontraba cuidando su rancho a 5 kilómetros de la presidencia. Conforme va conociendo las versiones de los hechos, el humo que vio en la distancia y el ruido que pensó que eran cuetes adquirieron la verdadera dimensión del horror.
La presidencia quedó destruida. Las casas de la calle Morelos, en esa misma manzana, recibieron decenas de balazos. Una tenía más de 100, hasta 200, calcula el capitán Ponce, encargado de coordinar la labor social de los Regimientos de Caballería Motorizada 12 y 14, de Piedras Negras y Múzquiz, respectivamente.
“Atacaron casas donde viven funcionarios o exfuncionarios o familiares de la vida política de Villa Unión”, asegura una fuente de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), que habló a condición de que se omitiera su nombre.
La gente de Villa Unión piensa que la iglesia Dulce Nombre de Jesús, al lado de la presidencia, fue el único edificio respetado de la manzana porque la fachada no fue acribillada, al igual que los salones al costado de la parroquia, donde ese sábado se realizaban pláticas pre bautismales. Solo una pared de la iglesia tenía poco más de 10 marcas de bala.
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NO ESPERABAN LA REACCIÓN
“Fue lo que llamamos un ‘golpe de mano’. Una acción rápida y sumamente violenta”, explica la misma fuente de la Sedena. “Pensaron que iban a escapar rápido, no esperaban que reaccionaran tan pronto los batallones y todos los cuerpos de seguridad. Lo que hizo el Ejército fue que les cerró las salidas y ya no supieron a dónde huir”.
Después de rafaguear la presidencia, la estación de policía y otras casas de civiles en la misma manzana, las camionetas del Cartel del Noreste (CDN) se movieron por la calle Hidalgo, rumbo a la salida para Allende. Algunas unidades avanzan hasta la Unidad Médica Familiar número 15, donde emboscan y asesinan a elementos de la Policía Estatal.
Los plomazos resuenan sin piedad y sin explicación para la enfermera de la clínica y para los habitantes de ese sector de casas de adobe o block, con amplios terrenos en los que estacionan sus trocas, tienen lavadoras y tendederos, además de criaderos de animales como gallinas, chivos y vacas. Se le conoce como Gigedo.
Ahí se arma el primer intercambio de plomazos. El batallón proveniente de Allende entra disparando con la ametralladora calibre .50 para repeler a los sicarios. La misma que el Cartel del Noreste (CDN) tiene en dos de sus camionetas. Las balas topan con pared, blindaje, automóviles, animales y cuerpos humanos. Las trocas retroceden hasta llegar a lo que se conoce como la “curva de Villa Unión”. Ahí también llegan por el otro lado elementos del Ejército, Guardia Nacional, Fiscalía del Estado. Algunos sicarios se bajan de las camionetas y se meten a casas abandonadas, otros golpean las puertas, quieren entrar, los disparos no cesan, unas camionetas del Cartel agarran para el sur, otras para el norte, el Ejército las sigue.
Tras casi dos horas de pelotiza, ya hay 550 elementos de los tres niveles de gobierno y tres helicópteros, uno de ellos armado, en el pueblo. Desde la troca armada con la Browning M2, los sicarios despachan de un cincuentazo a un helicóptero. No lo derriban, pero lo dejan fuera de combate y aterriza en Piedras Negras. “...sabiéndola usar, con una calibre .50 acabas con 100 personas, ahí vemos que no tienen entrenamiento ni estrategia ni plan de contingencia, se bajan de las camionetas y no saben a dónde ir, se meten a las casas y roban comida, cerveza, empiezan a levantar gente para poder huir, tienen estrés postcombate”, relata la fuente de Sedena.
“Aquí hay tortillas”, grita uno de los sicarios que entra a una fonda. Elías y Fátima escuchan desde el suelo de su refugio a través de la pared. En Gigedo, el patio de una casa en la calle Gral. Naranjo parece cementerio de animales o carnicería, no le dejaron ni una vaca viva.
A las 18:00 horas el gobernador de Coahuila, Miguel Riquelme, informa afuera de la presidencia municipal de Villa Unión que hay siete civiles armados abatidos y tres más por certificar, cuatro policías y seis heridos estables. El 10 diciembre los números subirán a 19 delincuentes abatidos, cuatro policías muertos, dos civiles no armados fallecidos y 36 detenidos.
“Los miembros del Cartel del Noreste que no mataron aquí, los agarraron en otro estado o no llegaron, iban desangrados, hechos pedazos”, sentencia la fuente de Sedena.
SIN SALIDA
“Es una emboscada”, grita uno de los uniformados con el logo del CDN al ver la calle llena de trocas y autos. Van al menos 20 de ellos con armas largas y trepados en una camioneta negra. Se estacionan frente al templo pentecostés “Manantial de vida”, en el ejido La Luz, a menos de 8 kilómetros al sur de Villa Unión. Los sicarios se bajan. Algunos dejan un rastro de sangre mientras caminan. Uno abre la puerta del templo. Otros cruzan por el patio de la casa a la izquierda de la iglesia, donde hay al menos tres trocas estacionadas y un vehículo con flores de la funeraria. “Es un velorio”, grita el que entró al templo. Los otros se encuentran con un anciano de 83 años, desarmado y de pie, en la puerta de lámina.
Escaparon de Villa Unión en dos camionetas, pero una les tronó en una bajadita llamada “Pozo del Diablo”, a 6 kilómetros de la Plaza Principal del pueblo. Con ellos iban un bombero y un empleado de Protección Civil del municipio. El segundo tenía un par de semanas de haber llegado a trabajar a la administración invitado por la alcaldesa Narcedalia Padrón Arizpe, de la alianza PAN-UDC-MC. A los dos los despacharon ahí y los remataron en el suelo junto a los restos de basura, casquillos calibre .223 y cagadero que la gente arroja sobre la hierba dorada, de acuerdo con algunas versiones no oficiales. Los 20 sicarios dejaron la troca inservible y se montaron en la otra para tomar camino rumbo a La Luz.
Un pastor que cuidaba su ganado en una loma vio cuando las dos trocas iban enfierradas por el tramo que conecta a Villa Unión con el ejido La Luz, fue entonces cuando le habló por celular a la gente que estaba en el velorio, cerca de 50 personas, para que se resguardaran.
“Apúrate, cabrón, dame las putas llaves de la troca”, grita uno de los sicarios al viejo ejidatario. Sus manos tiemblan frente a un hombre chaparro, uniformado y con un pistolón que suelta un disparo. La bala entra por la parte inferior de la puerta, deja un agujero, choca contra el suelo y explota en forma de esquirlas. Una de ellas hiere el pie de Enedelia, esposa del ejidatario. Adentro de la casa se resguardan 30 personas, entre mujeres y niños, que estaban velando a una familiar de 78 años. El entierro iba a ser ese mediodía en el Panteón Rosales de Villa Unión, pero los planes cambiaron. Ahora el cadáver está solo y nadie le llora.
“No les vamos a hacer nada. Nomás díganos pa’ dónde salimos a Laredo”, escupe un uniformado del CDN ya con las llaves en las manos de la camioneta roja, 2005, cabina y media. Varios sicarios se montan en la troca y se la llevan. Otros se llevan el auto de las flores de la funeraria. El resto se va en la camioneta del Cartel. Todos huyen rumbo al oriente. En el camino levantan a jóvenes y señores para que les indiquen las salidas por las brechas, luego los abandonan, vivos, en la terracería.
“No venían a matar gente, querían saber la salida”, dice una hija del ejidatario que esperó a los sicarios en la puerta. Su hermano, excomisariado ejidal, piensa lo mismo: querían muebles y pelarse. Esa tarde él se escondió de un salto tras una barda al escuchar que llegaba la troca. Solo vio a los hombres cargando fusiles y agua, algunos de ellos maltrechos, heridos, torcidos de las piernas.
Veinte minutos después llegan los cuerpos de seguridad, incluido un helicóptero. El entierro lo celebran a las 17:00 horas entre puros hombres, nadie pronuncia palabra, acaban pronto y se meten a sus casas. La vida es apenas un suspiro, no hay oportunidad de despedirse.
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¿CUÁL ERA EL BLANCO?
“Venían por la alcaldesa y los policías de la estatal”, creen algunas personas del centro del pueblo que escucharon a los hombres armados. Y casi la encuentran.
Aunque era un día inhábil, Narcedalia Padrón Arizpe sí fue a la presidencia municipal ese día en la mañana. Antes de las 11:30 horas se fue a su casa. Tenía pensado regresar, pero no lo hizo. El que sí se quedó fue el empleado de Protección Civil u Obras Públicas del municipio.
Diez días después del ataque, la alcaldesa es internada en un hospital de Piedras Negras por tener la presión alta, riesgo de un paro cardíaco y problemas de estrés laboral. Se rumora que renunciará, pero no lo hace.
La gente murmura que la presidenta municipal esconde una historia turbia en su primer año de gestión: compró casa, carros, no da aguinaldo a miembros del equipo que proveen servicios sin estar en nómina, metió a trabajar al municipio a su presunta pareja.
Las policías municipal y estatal son señaladas por abuso de autoridad por los habitantes de Villa Unión. En un lugar donde todos se conocen, muy pocos protestan por temor a represalias institucionales.
La presidencia municipal, inaugurada en mayo de 1980 por el entonces gobernador Óscar Flores Tapia, será restaurada y tendrá mobiliario nuevo. También el municipio tendrá nuevas patrullas y contará con una base militar.
Desde el 30 de noviembre, se han acercado algunos muchachos buscando trabajo de policía, pero el secretario del Ayuntamiento, Andrés Lara Alemán, expresa el sentimiento de muchos ciudadanos: no podemos confiar, ¿y si son malos o informantes?, no podemos confiar, ya no.
PREFERIBLE NO SABER
“No vi nada. No sé nada. Yo no estaba aquí. De mí no vas a sacar nada”, dice el dueño de un negocio ubicado en “la curva de Villa Unión”. No es el único que responde así. Para muchos, “no pasó nada” o están queriendo olvidar, borrar de alguna manera el horror y continuar con su vida, sin temor, con la confianza de antes. Sin embargo siempre hay una marca, un agujero en la pared, un casquillo perdido entre la hojarasca, una marca de sangre y sesos en la banqueta o en el suelo que muestran que la balacera sí existió, que la gente pasó casi dos horas boca abajo, abrazados a sus hijos o incomunicados, sin saber si algún plomazo perdido se incrustaría en sus cuerpos.
Quizá por eso, 40 soldados de los 12 y 14 Regimientos de Caballería Motorizada, de Piedras Negras y Múzquiz, resanan y pintan, del 6 al 18 de diciembre, las más de 80 casas balaceadas. Además ofrecen cortes de cabello afuera de la presidencia municipal, también en proceso de restauración, y consultas médicas y odontológicas en el Centro Médico. Hay poca gente en las calles y quienes responden el saludo prefieren no hablar de ese mediodía. Están yendo a terapia en alguna escuela a la que asisten sus hijos, van solos o en familia.
“Los niños ya traen en la cabeza que van a venir y nos van a matar, tienen miedo, los chiquitos que les tocó estar de cerca sí tienen miedo. No quieren dormir solos, tienen pesadillas. El domingo después de, el niño se levanta grite y grite, tiemble y tiemble, yo creo que estaba soñando lo que había vivido”, dice una empleada del ayuntamiento, sobre su hijo de cuatro años, cuyos compañeros también faltaron la primera semana al kínder. Todos han asistido a terapia psicológica.
“Al principio la gente nos veía raro, como asustada, pero a los dos, tres días ya nos saludaban bien, están muy agradecidos con nosotros”, comenta el capitán Ponce afuera de la Biblioteca Pública, junto a la iglesia frente a la plaza Gigedo y junto a la iglesia San Pedro de Gigedo, donde los días 12 de diciembre sale una peregrinación encabezada por niños matlachines, una patrulla de la Policía Municipal y el padre José Federico. El sábado de los balazos, el sacerdote estaba con un grupo de padres de familia en pláticas bautismales. Él ya no quiere hablar. Lo mismo responde el grupo de mujeres y hombres que peregrinan. A veces el olvido es defensa propia.
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A RÍO REVUELTO...
—¿Y tu papá? —pregunta una voz por teléfono.
—No está —contesta el niño de diez años en su casa mientras su papá trabaja.
—¿Cómo se llama tu papá?
El niño le dice el nombre y le pasa el número celular del papá y la mamá.
—¿Y tu papá qué hace?
—Pues va al rancho y trabaja.
—¿Te sabes la dirección donde vives?
—Sí.
—A ver... Muchas gracias.
Entonces el mismo número llama al celular de la mamá.
—Buenas tardes, señora, soy el encargado de coordinar la seguridad de Villa Unión después de los hechos ocurridos la tarde del 30 de noviembre, y me interesa mucho entrevistarme con su esposo —pronuncia el nombre completo y la dirección exacta, también el número del celular. La señora cuelga y le habla a su esposo.
—Sí, me han estado llamando de un número de Monterrey, pero no he contestado.
La llamada que recibió la familia de Mario se repite entre la gente de Villa Unión cada vez con más frecuencia después del 30 de noviembre. Algunas voces argumentan ser familiares para obtener información y luego volver a llamar y extorsionar ya con una historia sólida e información cierta. Los medios de comunicación alertan: “no conteste o cuelgue”. Pero no falta quien caiga. El miedo y la tragedia son tierra fértil para los gandallas.
¿UN EPISODIO PARA OLVIDAR?
Tres cuerpos inertes yacen sobre el pavimento frente a una patrulla de la Policía Especializada Coahuila, las cuatro llantas ponchadas, vidrios rotos, agujeros por todos lados. Piel morena, uniforme caqui que se ennegrece con la sangre. Charcos rojos bajo el sol inclemente del mediodía. La pelotiza continúa. Otro policía cae. Será el último muerto de las fuerzas del Estado. Los del CDN derramarán más sangre, vísceras, orina, mierda y sesos en las banquetas, paredes, calles y terracería de Villa Unión.
Nadie está preparado para ver cómo una lluvia de balas le abre el cráneo a tu compañero y escupe fragmentos de hueso y masa encefálica a tu lado. La explosión le desinfla el cráneo y de pronto ya no parece una persona, sino un traje sanguinolento de una botarga que tiene las letras CDN. Te cagas. Te meas. Te falla la respiración. Disparas mientras la nube de pólvora asciende como un mensaje. Lo escrito en las paredes no responde a ningún lenguaje. Es vacío y horror. Es un escupitajo de sangre y pedacería de cerebro que queda durante días en la banqueta y en las paredes de block en la calle Allende, entre la “curva de Villa Unión” y canchas de futbol llanero. Los cuerpos siguen cayendo llenos de agujeros y fluidos.
El 12 de diciembre empleados del municipio colocan adornos navideños en la presidencia. Muñecos inflables de Santa Claus, monos de nieve, renos, arbolitos, regalos multicolores que contrastan con la fachada de color gris y café, casi obra negra, y el busto de Benito Juárez balaceado. En la Plaza Principal, sobre la calle Ignacio Allende, instalan juegos mecánicos para las fiestas navideñas que empiezan el 20 de diciembre. Por el momento solo son esqueletos de fierro que no se mueven y nadie se les acerca.
En la entrada el pueblo, por la calle Allende que después se convierte en Hidalgo, un pino navideño formado por ramas secas y objetos reciclados, y un letrero grande, colorido, pegado en la malla ciclónica que delimita la manzana donde están las canchas polvorientas de futbol dan la bienvenida: “Amo Villa Unión”.
Casi dos semanas después de los balazos, niños y adolescentes patean la pelota en el terreno. El sol cae como aquel día: duro y cabrón, sin nubes. La única caravana que pasa es la del Ejército, la Guardia Nacional, la Policía Estatal, la Fiscalía. Al menos diez trocas levantan el polvo como los niños en el campo. El partido termina y otros más juegan en la sombra que proyectan las construcciones. A un lado de los niños, la sangre coagulada mancha las paredes, el pavimento y la banqueta.