Mátalas callando
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Mi historia de hoy podría llamarse "Mátalas callando". También se podría llamar "Mosquita muerta", o "Del agua mansa cuídame, Señor". Cualquiera de esos tres títulos le vendría bien al relato, pues se refiere a un hombre que tuvo tres mujeres, y en vida del señor ninguna de ellas supo de la existencia de las otras dos.
 No diré el nombre del protagonista, pues aunque ya murió tiene familia que lo sobrevive. Mejor dicho: tiene tres familias que lo sobreviven. Tanta sobrevivencia me obliga a ser discreto. Le daré, pues, al señor un nombre falso. Diré que se llamaba, digamos, don Zenón.
Don Zenón era viajante de comercio. Vivía en Saltillo. Eso es un decir, pues aquí pasaba únicamente tres días de la semana: domingo lunes y martes. Los otros días se la pasaba viajando. Al menos eso le decía a su esposa. Lo cierto es que los miércoles y jueves se iba a Concha del Oro. Ahí tenía otra señora. Y los viernes y sábados se iba a Monterrey, donde completaba la tercia.
Don Zenón era hombre cumplidor, tanto en lo diurno como en lo nocturno. A ninguna de sus tres mujeres le faltó jamás el pan de cada día, y tampoco a ninguna le faltó nunca el amor de cada noche. Misterio grande es cómo se las arreglaría don Zenón para mantener tres casas en tiempos -mediados del pasado siglo- en que era difícil sostener una sola. Mayor misterio, sin embargo, es cómo le haría para hacer que sus tres señoras amanecieran, las veces que les tocaba la visita conyugal, barriendo la acera de su casa con una sonrisa de oreja a oreja y canturreando, satisfechas, la canción de moda.
Jamás se enteró nadie de aquella doble vida -triple, más bien- que llevaba don Zenón. Tanto en Saltillo como en Monterrey y en Concha pasaba por ser hombre formal. Traía bien vestidas a sus tres esposas, y procuraba la mejor educación para sus hijos. Porque debo decir que con las tres tuvo familia. Y numerosa. Entiendo que su prole pasó de la veintena.
Un día don Zenón viajó a Nuevo Laredo. No sé si fue allá con el propósito de convertir su trío en cuarteto o si sus afanes de comercio lo llevaron a la ciudad fronteriza. El caso es que estando ahí le dio a don Zenón un ataque cardíaco. La camararera del modesto hotel donde se alojaba lo encontró ya sin vida cuando entró a hacer la limpieza de la habitación. El dueño del establecimiento revisó la cartera del muertito y ahí encontró tres direcciones, y otros tantos teléfonos. Llamó a los tres para avisar de la muerte de su huésped.
Fue entonces cuando cada señora supo de la existencia de las otras dos, pues las tres acudieron con presteza a recoger el cuerpo de su esposo. Diré en abono de las señoras que ninguna de ellas incurrió en alguna descortesía con las otras. Acordaron que la de Saltillo se hiciera cargo del difunto, pues su matrimonio era el más antiguo, y ya se sabe que el primero en tiempo es primero en derecho. Las otras dos asistieron al sepelio con sus hijos, y juntos todos lloraron a su marido y padre. Abierto el testamento del finado se encontró que había proveído por igual a sus tres familias. No cabe duda: don Zenón era hombre formal.
Las tres viudas del señor siguieron viéndose. Cada 2 de noviembre se juntaban aquí e iban al Panteón de Santiago a dejar sus ofrendas al desaparecido. Todas las tumbas de maridos muertos tenían una corona; la de don Zenón tenía tres.
Por este medio rindo homenaje a su memoria. No apruebo su conducta, no, y menos aún lo envidio. ¿Qué haría yo con 20 hijos? Y dejen ustedes: ¿qué haría yo con tres mujeres? Pero quiero dejar constancia de una frase que don Zenón le dijo a un amigo suyo que tenía el grave defecto de ser moralista. Ese áspero censor le reprochó a don Zenón su infidelidad. Respondió él: "A ninguna de mis tres mujeres le he sido nunca infiel. Cuando estoy con cada una, sólo en ella pienso". Lo dicho: don Zenón era hombre formal.