Ya deporta México más migrantes de Centroamérica que EU: Fray Tomás
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El Programa Frontera Sur dispara deportaciones y riesgos para migrantes
Tenosique, Tab. Para ser migrante hay que tener buenas piernas y oído de tísico. Lo saben los muchachos que más tardan en escuchar el ronroneo del tren que en treparse al techo del edificio más alto de La 72, como fray Tomás González bautizó –en honor a los indocumentados asesinados en Tamaulipas en 2010– a la casa-refugio para los sin papeles que recibe todos los días a centenares de caminantes.
Los más ágiles se trepan a la azotea para mirar si el tren va hacia Mérida o lleva camino al norte. Si el ferrocarril va para arriba, se arma de inmediato la corredera rumbo a las vías, a unas tres cuadras de distancia. Los centroamericanos saben que sus posibilidades son pocas: sólo los más jóvenes y osados –quienes además deben tener cualidades acrobáticas– logran treparse a La Bestia. “A veces lo alcanzan 10, otras namás dos o tres”, cuentan en el albergue.
La Bestia, que antes se detenía aquí, ahora no sólo sigue de largo, sino que el maquinista aumenta la velocidad, hasta alcanzar 40 o 50 kilómetros por hora.
José Alexander, salvadoreño, mira pasar en calma el alboroto. Para él, La Bestia no es opción. Aun así pasea su mirada por su cuerpo entero, de abajo a arriba, para lanzar un suspiro resignado: Yo ya no tengo capacidad, tengo casi 42 años. Un anciano para andar en esos trotes.
Si alguna vez tuvo la idea de intentarlo, la abandonó el domingo pasado, cuando vio a un joven hondureño perder una pierna bajo las ruedas del ferrocarril.
De modo que para José Alexander, como para la mayoría de los migrantes que pasan por ese refugio –pobres entre los pobres, sin dólares para un pollero–, no hay más alternativa que seguir a pie.
La escena vamos a intentar subirnos al tren se repite todos los días, desde que el gobierno de México puso en marcha el Programa Frontera Sur (PFS), anunciado por el presidente Enrique Peña Nieto el 7 de julio de 2014, con la finalidad de ordenar el flujo migratorio y proteger los derechos humanos de los indocumentados.
Los resultados reales han sido el disparo de las deportaciones y el incremento de los riesgos para los migrantes más pobres que, a falta de tren, recorren el mismo camino a pie.
México, brazo de Estados Unidos
Fray Tomás González, el franciscano fundador de La 72, vive en el mismo refugio donde a diario toma el pulso de los efectos del PFS. Con esas credenciales resume: Para los migrantes, este programa ha significado persecución, deportación masiva y muerte.
González recuerda el dato clave del PFS: México deporta ya más migrantes centroamericanos que Estados Unidos.
Según cifras oficiales, durante los primeros siete meses del año fiscal 2015 México detuvo a 92 mil 889 centroamericanos, contra 70 mil 448 que fueron aprehendidos por la migra estadunidense. Los números corresponden al periodo que va de octubre de 2014 a abril de 2015, y fueron tomados de reportes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos y del Instituto Nacional de Migración.
Los números ilustran, como concluyó en junio pasado la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos (Wola, por sus siglas en inglés), que México es ya el principal brazo de Estados Unidos para impedir que los migrantes lleguen a su territorio.
Para Wola, los datos anteriores muestran, por un lado, que la llamada ola migratoria de 2014 sigue viento en popa y que miles de centroamericanos siguen huyendo, con la diferencia de que ahora la mayoría están siendo capturados en México en lugar de en Estados Unidos.
Las rutas y sus polleros
Las amenazas son algo habitual en la vida de fray Tomás. Afuera de La 72 hay siempre una patrulla. Durante el día de la policía municipal, y por las noches de la estatal. Militares vestidos de paisanos que no se despegan de la puerta y acompañan al religioso adonde vaya completan el cuadro de las medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en abril de 2013.
No hay abuso ni tragedia que escape a La 72. Los religiosos, los profesionales y los voluntarios que asisten a los migrantes llevan un minucioso registro de los motivos, las veces que los han intentado, las causas de la huida y los abusos sufridos por los viajeros.
Fray Tomás conoce también al dedillo las rutas que utilizan los migrantes. En esta frontera de Tabasco con Guatemala son tres. Una agarra rumbo a Escárcega, Campeche, donde los espera una red de traileros que hacen de coyotes. Otra pasa por las inmediaciones de El Ceibo, el puerto migratorio formal, donde las modernas instalaciones construidas por el gobierno mexicano contrastan con las casuchas donde comerciantes venden ropa y chucherías en ambos lados de la frontera. La tercera, quizá la más usada, recorre los 60 kilómetros que separan Tenosique de El Pedregal, el primer caserío que topan los migrantes al cruzar la línea fronteriza.
Hasta 2013 los migrantes solían entrar por lancha, seis horas en el río San Pedro, que viene de El Petén, Guatemala, y que más adelante une su caudal al Usumacinta. Llegaban hasta un poblado conocido como La Palma, a mitad del trayecto que ahora deben recorrer. Pero esa ruta se acabó luego de un operativo en el que el Ejército mexicano detuvo a varios lancheros guatemaltecos.
Los migrantes siguen cruzando, aunque ahora las lanchas los dejan del lado guatemalteco. Así llegan a El Pedregal, pueblo pollero donde la mayor parte de las viviendas son de tablones de madera y hace una década que no reciben una manita de pintura. Pero, eso sí, en cada patio hay una camioneta. La mayoría de los vehículos son viejos y tienen placas de otros estados. Son parte de la red de tráfico que los polleros –controlados por Los Zetas, según dicen en voz baja en esta región– han constituido en la zona.
Las tarifas varían según el número de personas y el humor de los traficantes. Veinte pesos por lancha, 200 por un viaje en motocicleta y entre 300 y 350 a bordo de un vehículo. Muchas veces los bajan a medio camino, con el pretexto de que viene la migra, y los echan a caminar sólo para más adelante volver a cobrarles. Los van avanzando por pedazos, explica fray Tomás en un camino lodoso a unos pasos de la línea.
Desde su llegada, el grupo de visitantes es vigilado por halcones. Los espías no disimulan. Primero un muchacho en motocicleta y luego hombres a bordo de tres vehículos. Una camioneta verde, con vidrios polarizados y placas del estado de México, se acerca sin pretexto alguno al grupo de fuereños, a unos pasos de la línea fronteriza.
–¿Dónde está la frontera?
–Ahí nomás, a unos pasos –responde uno de los hombres tras bajar la ventanilla–. Pero aquí nomás pasan las Toyota, ninguna otra –dice en referencia a las camionetas favoritas del Estado Islámico.
La suya tampoco es una Toyota, así que se han acercado al lugar simplemente para verificar la identidad de los visitantes, lo que hacen sin disimular. Un vehículo más, parado a medio camino, verifica que los fuereños se van sin hacer lío.
En el camino de regreso, mientras el vehículo avanza por el largo trecho de terracería, González explica la táctica de la migra mexicana para capturar a los indocumentados (asegurarlos, en el argot oficial). La zona está llena de potreros y pantanos. De modo que el modus operandi de los agentes migratorios mexicanos es ir cansando a los migrantes: un convoy de vehículos los avienta fuera del camino y tienen que andar por los potreros, los escasos cañaverales o de plano por los pantanos. Así, a la hora de detenerlos, son cuerpos mansos por el cansancio. Los que la libran suelen llegar al refugio empantanados y llenos de heridas de alambres de púas y abrojos.
Cada día hay que hacer ajustes en La 72. Esta mañana, para el desayuno, hay sólo un tercio de los que cenaron anoche. El resto ha seguido su camino. Si se sale de noche de Tenosique, es posible verlos caminar por la orillita de una carretera sin cuneta, en grupos pequeños, todos con sus uniformes de migrantes: tenis cosidos con hilo y pequeñas mochilas donde cargan su vida entera.