Gritos y susurros (Jadeos, sobre todo)

Opinión
/ 2 octubre 2015

Una muchacha recién casada le confió a su mamá un secreto de alcoba: su marido le decía que actuaba con frialdad en el amor. La madre, mujer muy sabidora que al parecer había aprendido cosas acerca del matrimonio tanto dentro como fuera de él, le dio un utilísimo consejo:

-Al hacer el amor quéjate -le sugirió-. Eso les gusta a los hombres. Los hace sentirse dominadores y potentes.

Esa misma noche la joven esposa puso en práctica la recomendación materna. En el momento más ardiente del trance connubial, y ante el asombro de su esposo, empezó a quejarse así:

-¡Qué caro está todo! ¡Lo que cuestan las cosas en el súper! ¡Y la gasolina! ¡Si vieras el recibo de la luz!

Sería muy interesante un estudio que mostrara lo que dicen -o murmuran, o gritan- las mujeres cuando hacen el amor. Jardiel Poncela recordaba el caso de una amiguita suya que en el curso del coito invocaba a toda la corte celestial. Parecía que estaba rezando una devota letanía. En vez de decir: ¡Papacito!, ¡Qué rico!, o ¡Dale más aprisa!, cosas muy naturales de decir, gritaba entre jadeos: ¡Dios mío!, ¡San Antonio Abad!, ¡Virgen Santísima de Covadonga!,  y por ahí. El caso no es extraño: en las películas pornográficas americanas se oye decir una y otra vez a las pujantes daifas: Oh my God!. Las norteamericanas, conforme al espíritu de su nación, son muy asertivas cuando follan; tienen un gran sentido de lo positivo. Siempre dicen: Oh yes!. Y si no: Yea, yea!. Eso quiere decir, supongo, que están de acuerdo con la situación.

Hasta hace pocos años en Ramos Arizpe había plañideras, mujeres que lloraban en  los velorios a cambio de una módica retribución. En cierta ocasión iban tres de esas mujeres a un velorio. En el camino que va del barrio de Guanajuato a Ramos una les preguntó a las otras cómo se sentían para la ocasión.

-Yo no ando muy capaz -confesó una.

-Yo tampoco -reconoció la otra.

-Pos vamos a calarnos -propuso la primera.

Y ahí mismo, sin muerto ni nada, como quien dice en seco, a capella, procedieron a soltar el sollozo y los gemidos, a título de ensayo.

Recordé eso porque un amigo mío cuyo nombre no revelaré se quejaba de su mujer. Decía que estuvo engañado por su esposa mucho tiempo. Se sentía orgulloso y satisfecho porque a su señora le daba por lo oral cuando tenían sexo. No se confunda nadie: mi amigo quería decir que su mujer gritaba al hacer el amor. Además de ulular gemía, plañía, gañía y sollozaba. Su gama de oralidad era extensísima: iba desde un leve suspiro becqueriano hasta el formidable grito de Tarzán. Ni Yma Sumac, aquella sorprendente cantatriz peruana cuya voz abarcaba lo mismo la tesitura de soprano coloratura que la del bajo profundo, tenía tan vasto diapasón. A él eso le gustaba mucho.

Cierto día llegó de un viaje, y al entrar en su casa -eran las 6 ó 7 de la tarde- oyó todo ese variado repertorio de sonidos.

-Pensé -relataba desolado- que mi mujer estaba con otro hombre. Abrí la puerta de la alcoba. Y lo que vi fue peor: mi esposa estaba ensayando los gritos que esa noche daría al estar conmigo.

De ahí dedujo el infeliz que su señora simulaba todo lo relativo al acto conyugal, desde los arrumacos iniciales hasta el éxtasis final.

-¿Y qué le dijiste? -le preguntamos muy interesados.

-Nada -respondió él con honda filosofía-. Recordé aquella canción de nuestros tiempos: Miénteme más, que me hace tu maldad feliz.

Lo dicho: nos gusta que se quejen.




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