Arias de ópera en Saltillo
Qué bien sabe el café cuando está dispuesto a usar la mente para escuchar música. Escuchar música con atención crítica, en modo de detectar movimientos melódicos, patrones y desvíos, armonías y disonancias. Me di cita al Teatro de la Ciudad Fernando Soler, sábado treinta de noviembre, ocho treinta de la noche. El público saltillense se encargó de llenar el recinto. Desde las ocho con diez, que llegué al Teatro, había ya una larga fila para entrar.
Al pasar al lobby me formé en la fila para el café. Hice mi pedido: un espresso, negro, directo, cargado, contundente, con el fin de tener la mente avezada para trabajar la nota. La señorita encargada del puesto les dio la mala noticia al resto de la gente formada: no era buena idea ordenar, puesto que quedaba poco tiempo para que iniciara el concierto, y obviamente uno no podía pasar a butacas con su bebida.
Tuve que apurar los sorbos para no perderme de nada.
Era noche de escuchar Ópera. Ópera sin poder seguir una trama, al menos. Esbozos de ópera. Arias y coros. Bel canto, desde luego, pero nada de vestuario ni arco de personajes, ni actos, ni escenografía.
Los asistentes al Teatro acudieron con gabardinas y bufandas en una de las primeras noches frías del otoño 2024. Ropa elegante, zapato fino, botas de tacón alto. Barbas bien delineadas, peinados minimalistas pero vistosos.
La gente vestía sus mejores y engalanó la noche con el aplauso de un salón abarrotado.
Kristine Opolais, de Letonia y Sthephen Costello, de Filadelfia, estelarizaron esta gala de arias de ópera. Leyendo sus semblanzas no pude más que impresionarme.
La Orquesta Filarmónica del Desierto, bajo la dirección del Maestro Natanael Espinoza y La compañía de Ópera de Saltillo, bajo Alejandro Reyes acompañan a los solistas.
El concierto empezó con un Preludio de la Ópera Carmen, de Georges Bizet. Magistral obra, finamente interpretada. Dieron en el clavo con la energía y la elegancía que la obra exige. Resaltó el interés por la forma en la que presentaron la explosión inicial, con una variación más picosa y juguetona, y luego la sección contrastante y de movimientos más sutiles y felinos.
El coro cumplió su papel.
Continuó el concierto con “La flor que tú me diste”, de la misma Carmen de Bizet. Salió a escenario Stephen Costello. Caminaba con clase, vistiendo en negro. Abrió con una presentación muy sobria. Para probar el escenario, la resonancia del Teatro con el público. Una canción de añoranza. Nada explosivo.
Para la siguiente pieza tocaba hablar de la moda de los solistas, aunque Kristine Opolais también salió de negro y sobria. Interpretó “Io son Iumille ancella”, de la ópera Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea. Kristine lucía una voz ululante, que jugaba con la melodía. Ondeaban alrededor del núcleo, que es la idea principal de la canción. El arpa acompañaba y aludía ese toque de lago en calma.
Nos fuimos a Puccini, en su obra La Boheme: che gélida manina. A esas alturas ya se lució Costello. No dilató su forma de brillar, mas lo hizo con estilo, sin arrojarlo al rostro del espectador. Lo entregó, como un ramo de rosas a un solista.
En la siguiente aria de Kristine, la soprano tampoco se hizo esperar para mostrar su talento y alcance vocal. Ella interpretó “Ebben! Ne andrò lontana”, de la ópera La Wally, de Alfredo Catalani.
Lo siguiente a presentarse fue un dueto: O soave fanciulla, de La boheme, de Pucinni. Salieron a escenario los dos cantantes. Kristine casi tropieza. Hubo risas ante la reacción graciosa de Stephen, quien hábilmente rompió el momento de tensión. Se les veía cómodos juntos. Muy profesionales. Entregaron unas notas que, apoyados por la orquesta, estremecieron a quien escribe.
La salida fue peculiar. Ambos solistas, ella apoyada en el galante antebrazo de él, salieron del escenario aún cantando. No solo eso, sino que tras bambalinas dieron el cierre de la canción: la nota más asombrosa. Generó un efecto genial, lejano. Algo que decía “Aquí sigo aunque ya no me veo. Mi presencia entonces, se fortalece”. Muy llamativo recurso.
Llegó el intermedio y salí al lobby para platicar con los asistentes. Los comentarios que escuché transicionaban de lo bien que cantaban los solistas a “sería genial ver una ópera en forma”.
Al retorno de la segunda mitad, la soprano cambió a un vestido azul. No tan vistoso, pero el mero cambio ya decía algo.
Abrió la segunda mitad con “Un bel di vedremo”, el conocido Madame Butterfly, de Giacomo Pucinni. Hubo una sección donde la cuerda y la voz hicieron un contrapunto bellísimo, envolvente. De ahí, la voz decidió lanzarse a las alturas de lo magnífico, mientras la cuerda levantó con solemnidad.
Tras esa aria, la orquesta tocó un Intermezzo, de Puccini. La pieza instrumental empieza con un intro del cello, tomado por viola. ¡Qué buen manejo de la cuerda tiene esta pieza orquestal!
La siguiente canción fue otro dueto, de Madame Butterfly: Vogliatemi bene.
En este dueto se logra observar cómo la música sirve de fondo sonoro de la psique de cada personaje. Mientras que cuando canta ella, comienza a aterrorizarse, romper barreras invisibles y clamar por el dolor infinito, terror inmemorable, surge la voz de él, con una calma que detiene a la orquesta que amenazaba a correr por el drama.
Después de la sección de pregunta y respuesta, los solistas doblan la melodía, una sección muy álgida, por cierto. La orquesta se pone alegre y añoranzadora. Los cantantes ya no se aterran ante el porvenir, ahora lo ven y cantan para despejar el camino, para empezar a andarlo.
La audiencia aplaudió el retorno del coro con “Gloria all’Egitto” de la ópera Aida, de Giuseppe Verdi. La pieza empezó abruptamente, con metales.
Una sección en canon hizo notar que el coro cuenta con pocos hombres, o que la sección de mujeres suena más trabajada y potente. Hay una buena fanfarria liderada por los metales.
La siguiente aria fue “E lucevan le stelle”, de la Tosca, de Pucinni.
Para ese punto de la velada me di cuenta que no había entendido nada de las canciones, refiriéndome a las palabras, la idea cognitiva. Mas sostengo mientras escribo, que las arias hablaban de puro drama, un poco de añoranza, amor, claro; plenitud de tragedia.
¡Seguía Dvorak! Canción de la Luna, de la ópera Rusalka. La cantante empezó desde los pasillos del teatro. Otra vez, jugando con el recurso de que pueden cantar desde donde sea, y se escuchan bien. Aplausos para la orquesta y el director, que siempre acompañaron la voz de Opolais, mientras ella deambulaba en los pasillos con su estremecedora interpretación.
Se acabaron las piezas en el programa, pero seguía un Encore. Las locales Cintli Cruz y Valeria Oregón salieron con despampanantes vestidos relucientes que parecían desprender luz propia. Valeria de morado y Cintli plateada. Thamar Villarreal acompañó con un traje negro y camisa de holanes. Valeria hizo pareja con Stephen, mientras que Cintli con Thamar. Las dos parejas sirvieron para mostrar dos caras en las relaciones. Valeria y Stephen los enamorados, Cintli y Thamar los enojados.
Muy bien Valeria, Stephen no se la comió. Thamar y Cintli lucieron el melodrama de amor de los otros dos.
Hubo un segundo encore, solo para Kristine, y un tercero, para Stephen ¡y un cuarto!, para cerrar las dos estrellas. Los dos invitados en escenario agradecieron al público saltillense que no paraba de aplaudir y agradecer el nivel de entrega.
Mientras agradezco que eventos de estos sucedan en Saltillo, llenen el Teatro de la Cd, congreguen gente de alta calidad y los expongan a estos niveles de sofisticación artística, me pregunto si habrá ópera moderna, cómica, con toques de ironía actual, temáticas de hoy en día. Niveles de comedia a lo Ricky Gervais, o Carlos Ballarta. ¿Habría un buen nicho de mercado ahí? ¿Opera guarra? ¿Sería eso? ¿Cómo lo era Mozart? La distancia parece casi diametralmente opuesta, casi inmezclable. Aunque existe la zarzuela, esta también se siente antigua, hecha para gente de otro molde.
¿Será posible traer ópera moderna a Saltillo, el público estará preparado para eso, o somos una audiencia de gustos definidos, clásicos, tremendamente trágicos e históricamente triunfantes?