Colosio: El silencio de los no inocentes

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Luis Donaldo Colosio me recibió en su oficina, y ahí nos tomamos un café. La primera impresión que tuve de él fue que era un hombre tímido
Yo conocí a Luis Donaldo Colosio. Todavía no era candidato a la Presidencia de la República, pero desde luego ya aspiraba a serlo, y sentía que podía llegar al cargo. Ocupaba la secretaría que entonces se llamaba, si no recuerdo mal, Sedue.
Me llamó por teléfono una tarde y me invitó a conversar con él. Fijamos día y hora para encontrarnos en la Ciudad de México. Me recibió en su oficina, y ahí nos tomamos un café. La primera impresión que tuve de él fue que era un hombre tímido. Podrá sorprender esto que digo, pero tal fue la impresión que me causó y que conservo aún: la de su timidez.
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La plática fue larga y cordial. A cada momento entraba su secretario particular y le pasaba tarjetitas. Colosio le indicaba:
-Que me espere.
O:
-Que luego me reporto.
Hablamos de cosas de Sonora; le pedí que me dijera de su niñez y de su juventud, pues me había enterado de que en la escuela recitaba, y que muy joven había sido locutor de radio. También yo decía recitaciones en el colegio, y también fui locutor cuando estudiaba aún, de modo que me interesaron esos rasgos de su vida. Algo entonces no supe, pero de eso me enteré en mi último viaje a Magdalena: Colosio fue también repartidor, de los de bicicleta. Don Luis, su padre, era dueño de una pequeña tienda de abarrotes, y Luis Donaldo lo ayudaba llevando a las casas el mandado que las señoras pedían por teléfono. Era verdadera aquella declaración que hizo Colosio en su campaña cuando dijo que provenía de “la cultura del esfuerzo”.
El sonorense fue un excelente estudiante, de esos que sacan las más altas calificaciones. Lo fue en la secundaria y en la prepa; lo fue en el Tecnológico de Monterrey, donde hizo su carrera de economista. Era gran lector, y le gustaba la ópera. También hablamos aquella vez de esas comunes aficiones.
Le conté una anécdota de su ciudad, Magdalena, que lo divirtió mucho. Seguramente ya la conocía, pero igual se rio. El borrachito del pueblo, apodado “El Sútari” (nadie me ha podido decir qué significa tal apodo), iba desfilando en manifestación unipersonal por en medio de la calle principal del pueblo.
-¡Mueran los ricos! −gritaba a voz en cuello−. ¡Abajo los explotadores del proletariado!
En la botica que está frente a la plaza se hallaban reunidos los notables del lugar, tres o cuatro señores acomodados que ahí hacían su tertulia diaria. Salieron a la calle al escuchar los gritos del Sútari: lo llamaron y le preguntaron con mucho sentimiento:
-¿Por qué nos ofendes así, Sútari? ¿Por qué gritas: “¡Mueran los ricos!”? ¿Qué mal te hemos hecho? ¿En qué te beneficia nuestra muerte?
Contestó el Sútari, despectivo:
-¿Y quién habla de ustedes, viejos güinientos? Yo me refiero a Rothschild, a Morgan, a Rockefeller...
Eso de “viejos güinientos” se los decía porque en Sonora a las pulgas de los perros se les llama “güinas”.
Fui a Magdalena; visité el mausoleo donde reposan los restos de Colosio y de su infortunada esposa, Diana Laura, y recordé con afecto a aquel personaje con el cual hablé y que me dio la impresión de ser en el fondo un hombre tímido.